"Me voy a París, ya o después, pero ni la ciencia en su cristal lo impedirá y entonces dirán ¡llevaba en sus ojos y mente la piedra pictórica! Pero iré no a tomar ajenjo sino que me sentaré los días enteros en largas charlas a filosofar con Van Gogh, Gauguin, Cimabue, Giotto... Me reiré con Leonardo Da Vinci y le preguntaré si no me quiere de modelo mientras interrogo a Rodin sobre sus esculturas. Gastaré los pisos del Louvre y llegaré a creer en Dios ante los dioses olímpicos de Miguel Ángel. Podré confesarme a los cristos medievales y le pediré ayuda a Bosch sobre mi prolijidad. Tomaré café con Cocteau y me sentaré en el Sena a ver a los enamorados. Todo. Hasta me limpiaré las uñas con la Torre Eiffel".
La autora de este párrafo es Marta Minujín (1941), una de las artistas plásticas argentinas de mayor reconocimiento internacional. Está incluido en un libro de reciente publicación, Tres inviernos en París. Diarios íntimos (1961-1964). E impresiona por la brutal sinceridad que destila, que permite vislumbrar hasta qué punto la persona que lo escribió depende de la cultura europea.
Nada extraño, por cierto. Estos diarios, que Minujín produjo cuando era jovencísima y vivía en la capital francesa con recursos exiguos, constituyen una radiografía exacta de un fenómeno muy argentino (¿o debiéramos decir porteño?): el modo obsesivo en el que numerosos creadores ―pintores, escritores, músicos, intelectuales― fijan su mirada sobre el Hemisferio Norte, con París, oh París, como imán irresistible.
"Apenas llegué, me enloquecí de lo divina que es París"; "...casi muero cuando vi la maravilla de las maravillas: Notre Dame con sus ángeles, sus increíbles animales, toda iluminada"; "...fuimos hasta los Champs Elysées, la Place de la Concorde y... ¡ay! ¡El maravilloso Sena! De la impresión no podía hablar. De pronto sentí que volvía a mi pueblo natal". Estas tres frases también forman parte del libro, donde Minujín relata el descubrimiento de sí misma, que traerá aparejada su transformación paulatina en alguien que logró sus objetivos, es decir, el éxito y la fama. De la obra, acaso sea mejor no hablar.
Sin embargo, más allá de la evaluación que pueda hacerse sobre la calidad y significado de Minujín como artista, estos diarios merecen una lectura atenta. Descarnadamente honestos, describen un paisaje en el que también participan Alejandra Pizarnik, Luis Felipe Noé, Jorge de la Vega, Alberto Greco, Rómulo Macció y Nicolás García Uriburu, entre otros viajeros célebres.
Y Minujín, por supuesto, la tiene clara: "Ya no pienso si me parece genial o no estar en París. Es lo que tengo que hacer", anota el 4 de marzo de 1963. Dos días antes, en Rosario, moría en silencio el gran Leónidas Gambartes, acaso la contracara de la autora de estos diarios: ajeno a toda espectacularidad o visión del negocio, el rosarino se limitó a producir en soledad una obra perdurable.
Pero eso a quién le importa, claro.
En París, oh París, la tenaz astucia y el sentido de la oportunidad de Minujin terminarían por dar el resultado perseguido, en el marco de un universo artístico crecientemente seducido por la frivolidad y el espectáculo, con el dinero instalado en el altar de dios insustituible.
Mientras tanto, en Rosario, el enorme Juan Grela ―que para sostenerse abrió una peluquería en un barrio― trabajaba sin descanso. Y así lo haría hasta su muerte, en 1992.
Pero eso, en París, no le importa a nadie.