"No sé qué decirte, guacho, te acompaño en el sentimiento, boludo... Estaba con la Norma y viene la hermanita, ella nos contó; no, un bajón, loco, te acompaño en el sentimiento", le dijeron, y Ronco se dejó abrazar, iluminado desde atrás por el fuego, una sombra devolviendo la mirada desde el vacío.
El baldaquín estaba a su derecha y el ataúd con el cuerpo de su hermano, sobre la mesa en la que cuenta el dinero. Afuera de la casa de la calle Higueras al siete mil del barrio Los Frutales había dos muchachos que murmuraban; tenían mala cara, movían la cabeza arriba y abajo en un gesto afligido, unos alejados del frente de la casa pintada de azafrán y de las rejas marrón tierra. La gente hormigueaba a su alrededor, imposibilitada de entrar.
"Mi señora estaba en la vereda de la Eslóter, había salido para tomar algo de aire, adentro no se podía respirar, pensó que era para ella, parece que fueron cuatro pintas. Además de Iguano, pusieron a un pibe que no era de la noche y a una mina que nada que ver; hoy al mediodía lo pusieron al Tuerto, el dueño de la Eslóter; de los putos estos, no va a quedar ni uno, hasta el perro les vamos a matar a esos hijos de puta".
A ocho cuadras de distancia, en Pasaje 47 entre Morada y Cortada Alba, en ese mismo momento velaban a Cuca, un muchacho querido, con tres hijos, uno discapacitado. Trabajaba de repartidor de gaseosas para uno de los camiones con entrada en Los Frutales; a eso de las seis o las siete de la tarde cumplía con el hábito de tomar un par de cervezas con la tribu, de quemarse una chala y, después, irse para su casa.
Tenía de punto a unos bolivianos con los que se cruzaba de regreso y no era raro que terminaran en pelea. A Cuca le encantaba el combate mano a mano, aunque nunca había matado a nadie.
El domingo por la noche, día en que bebía algunas cervezas adicionales y fumaba algún que otro cañito como aguinaldo, le había dado duro a uno de los bolivianos que más tarde se volvió hasta su casa a buscar un cúter, se le acercó por la espalda y lo degolló.
En la casilla baja, techo de chapa de cinc sobre tirantes de madera, donde vivía con su nueva pareja, una rubiecita efusiva, habían tenido que desmontar el marco de la puerta para que entrara el cajón, la parte noreste del barrio estaba sobre el borde del brote xenófobo.
Un boliviano se había asomado para ver la morguera donde traían a Cuca después de la autopsia, sin advertir que detrás se alineaba una docena de allegados que lo molieron a trompadas, entraron a la casa, le pegaron un par de patadas a la mujer, se llevaron todo lo que era posible de ser alzado y, antes de cerrar la puerta, le prendieron fuego. La tormenta se avecinaba.