Desde hace ya algunas décadas, la filosofía viene describiendo la denominada “crisis del humanismo”. Bajo ese caparazón conceptual se alojan dos derivaciones analíticas. La primera (cuya raigambre geopolítica es la aparición de la tecnología nuclear como instrumento de guerra) destaca hasta qué punto el señorío del hombre por sobre la naturaleza y su pretensión de controlarla nos colocó al borde de la hecatombe. Y la segunda, puntualiza la cadena de determinaciones que convierten a la libertad de conciencia en poco más que una mera ficción.
De efectos teóricos convergentes, ambos vectores en gran medida se contradicen. Al colocarse en el centro el sujeto pretende reinar a partir de un conjunto de técnicas que finalmente lo niegan; y a su vez esa centralidad es un autoengaño, pues cada persona está aprisionada por su historia familiar, su condición de clase o un determinado sistema lingüístico. La noción de libertad deviene por tanto paradójica. O es una facultad que termina lesionando al que la ejerce o es una simple impostura.
Como es sencillo de advertir, las consecuencias políticas de estas aseveraciones son entre inquietantes y deprimentes, pues nos colocan al borde de la inacción o de alguna tonalidad del nihilismo. O quedamos contaminados por las tecnologías que la propia humanidad desarrolla, o la historia despliega un rumbo en el cual sus estructuras más conservadoras abortan cualquier forma de transformación perfectiva.
Este conjunto de reflexiones se han visto agudizadas en tiempos recientes a partir de lo que suele calificarse como revolución digital. Entramado sofisticado de aparatos y pantallas donde opera fuertemente la dialéctica de las tecnologías. Por un lado agiliza los vínculos y por el otro los aliena. Debates por cierto que ya se venían sucediendo, pero ahora se incrementan al calor de los dramas pandémicos. Momento del máximo enclaustramiento donde las estrategias virtuales permitieron la supervivencia aunque en un estado de deterioro y degradación.
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Desde el punto de vista de la filosofía política, la apelación al humanismo tiene un riesgo y una potencialidad. El riesgo es que su invocación conlleva latente algún rostro del imperialismo, y su potencialidad es el impulso igualador que habilita. Queremos decir, en más de una ocasión “los valores de la humanidad” que se promocionan aparecen asociados con la insidiosa soberbia cultural del Occidente moderno, pero a su vez el ser todos parte de una moralidad homogénea dinamita cualquier riesgo de privilegio y falsa supremacía.
Pues bien, siempre es importante recordar que la relación entre el peronismo y la filosofía es muy estrecha. Eso es claro por supuesto en Perón cuando organiza el Congreso de Mendoza en 1949 y presenta allí su célebre texto “La Comunidad Organizada”, pero también en Evita que en su “Historia del peronismo” llega a afirmar que los filósofos y los conductores son los grandes protagonistas de la historia de la humanidad. Pensaba por cierto en el vínculo entre Aristóteles y Alejandro Magno, pero también en su propio compañero como certera simbiosis argentina de esas dos magnas tareas.
De la Doctrina Justicialista se pueden comentar una larga serie de cosas, pero nos centraremos en dos categorías que circulan asiduamente. Se la presenta como humanista y cristiana. Evita así lo indica todo el tiempo, lo que no puede interpretarse como una mera discursividad de tribuna. Marca por cierto un drástico camino ético, existencial, ocupa una perspectiva trascendente para un movimiento que nunca se pensó sólo como un programa de gobierno.
El género humano estaba efectivamente al borde de la autodestrucción luego de concluida la segunda gran guerra, y ni el capitalismo liberal ni el comunismo soviético estaban en condiciones de rescatarlo de tan catastrófico horizonte.
Salvar al planeta de ese supremo extravío y de la geopolítica bipolar de dominación que lo alentaba no podía reducirse a aguardar un giro hacia la buena conciencia de los gobernantes, sino que exigía drásticas transformaciones económicas y sociales que repusieran la dignidad en aquellos pueblos largamente sometidos por poderes foráneos y rapaces oligarquías locales.
La radicalidad del mensaje y de la acción de Evita apuntan a instaurar en la Argentina un equilibrio humanista que estaba siendo ostensiblemente violado, en un país culturalmente racista, económicamente dependiente y socialmente excluyente. Su peronismo es enfáticamente plebeyo y desafiante de cualquier forma de predominio jerárquico (del rico respecto del pobre, del hombre respecto de la mujer, del blanco respecto del cabecita negra); grito de rebeldía frente a la normalidad patológica de una nación que el 17 de octubre de 1945 dejó ver con irreverente estrépito la voz de una injusticia soterrada.
A su vez, su rotundo cristianismo va en esa dirección. Alimentada por esa sentencia tendencialmente disruptiva que sostiene “que el hombre ha sido creado a la imagen y semejanza de Dios”, Evita liga ese mensaje que viene desde la creencia con un humanismo que abastece la lucha política y donde cada desigualdad es en algún punto herética.
1947 - Multitud en la Plaza San Martín, enero 1947 Archivo La Capital Foto de Pelayo Giraz -78505874.jpg
Multitudes recibieron a Eva Duarte en cada oportunidad que viajó a Rosario, marcando una estrecha relación con los sindicatos de la ciudad.
Foto: Archivo La Capital
Es un cristianismo primitivo, con el oído en los más humildes, desligado de las burocracias litúrgicas y de cualquier compromiso de las Iglesias con las clases dominantes. Un cristianismo sin cristiandad, si entendemos por esta última la utilización malversada e institucionalmente regresiva de la vitalidad religiosa del mundo popular.
Un humanismo además nítidamente antimperialista, quitándole por tanto al Occidente arrogante y liberal la pretensión de indicarle a los pueblos de América Latina y del Tercer Mundo cual es el sendero aceptable para construir un destino más próspero.
Momento entonces para reivindicar el virtuoso anacronismo de la figura de Evita. Frente al desánimo que produce una sociedad persistentemente inequitativa, su optimismo militante. Frente a la resignación ideológica de dirigentes que la invocan sin realmente escucharla, su fogosidad doctrinaria. Frente a la crisis del humanismo su fervor igualitarista contra cualquier atisbo de prepotencia imperial o soberbias del dinero.
(*) Juan José Giani es filósofo, profesor de la Facultad de HHyAA de la Universidad de Rosario. Ex Concejal, ex subsecretario de Cultura, …
Informe de la serie #A70AñosDeLaMuerteDeEvaPerón