“Un gin-tonic no se le niega a nadie”, le susurró al oído mientras caminaban por la cubierta del crucero. Ella llevaba puesto un vestido rojo, corto, suelto, y un par de zapatos de tacones altos, negros, que la elevaban más allá de los hombres. Antes de salir se puso sobre los hombros una campera de cuero también negra, la noche era clara, la luna se reflejaba sobre las aguas que se movían nerviosas, pero soplaba una brisa fresca, inquietante.
Atrás quedó la fiesta, un monstruo de mil cabezas que se sacudía salvaje junto a la piscina. La música, sin embargo, se las arregló para llegar hasta el balcón de proa, a donde se habían refugiado. El la miró a los ojos, que eran oscuros como el pasado del que se empeñaba en huir, y estuvo a punto de hacerle la pregunta que le daba vueltas en la cabeza desde que la conoció. Ella no le dio tiempo, empezó a hablar y no paró hasta terminar su historia.
Le habló de un viaje a París que había hecho unos años atrás, cuando todavía era una jovencita que soñaba con un amor como el de Oliveira y La Maga que se encontraban sin buscarse en las páginas amarillentas y arrugadas, algunas con marcas a lápiz en los márgenes, otras injustamente olvidadas, de ese ejemplar de “Rayuela” del gran Julio Cortázar que siempre llevaba en la cartera y que rara vez leía porque se lo sabía de memoria.
Le habló de sus caminatas sin rumbo por las callecitas de Montmartre, siguiendo los pasos de Picasso hasta el número 13 de la calle Ravignan, el Bateau-Lavoir, donde instaló su atelier, le dio forma a “Las señoritas de Avignon”, y lo más importante, fue feliz, como lo confesó mucho tiempo después, cuando dijo que ahí por primera vez se sintió “un pintor y no un bicho raro”. Le habló de Paul Gaugain, de Matisse y del cubismo, apasionadamente.
En un momento, dejó escapar un suspiro y con la vista perdida en el horizonte le contó la sorpresa que se llevó cuando vagabundeando por la rue Lepic vio el cartel rojo del Café des 2 Moulins. Sí, el de “Amelie”, la película que la había empujado a viajar a París y que no tenía idea de que existía, de que era real, de que podía pedir un cème br–lée y saborearlo mientras miraba a la gente pasar desde una de las mesas de la ventana.
La brisa, que cada vez era más fría, jugaba con el mechón de pelo que le caía sobre la frente y no le dejaba ver los ojos. Interrumpió el relato para beber un sorbo de gin-tonic, se hizo un silencio sólido como una roca. Apenas se escuchaba el rumor de las olas que golpeaban contra el casco del barco. Era la oportunidad de disparar la pregunta, de sacarse la duda que le carcomía las entrañas, pero no se animó. Tuvo miedo de cometer un error.
Al pie de las escalinatas de Sacré Coeur, está la calesita de la plaza Saint Pierre, que tanto le gustaba a Amelie, pero no la cabina de teléfono. Lo dijo con nostalgia, como si el hecho de que no estuviera donde esperaba encontrarla fuera una pérdida irreparable. Lo miró a los ojos, esbozó una sonrisa y le habló de las gárgolas de Notre Dame, de las pesadillas que tuvo de chica después de ver en televisión a Quasimodo haciendo sonar las campanas de la catedral y del misterio de la piedra filosofal, no la de Harry Potter, sino la que los alquimistas ocultaron en la fachada del templo.
Le contó lo maravillada que quedó después de pasear por la ribera del Sena, parando cada vez que le vino en ganas, para husmear en los puestos de venta de reproducciones de obras de arte, tomar un café en una de las mesas de la vereda de un bistró del que olvidó el nombre o revolver las mesas de saldo de la legendaria librería Gibert Jeune en la Quai Saint-Michelle. Le confesó que no hizo el recorrido sola, sino de la mano de un hombre.
No se lo dijo, qué falta hubiera hecho, pero quedó claro que cuando fue a París estaba enamorada. Le contó que después de pasar el Pont Neuf preguntó por una ferretería y una mujer, que atendía un puesto callejero con las solapas del tapado levantadas para protegerse del frío, le indicó la dirección. Lo hizo sin dudar, con la confianza que le daba haberlo hecho muchas veces. Dejó escapar una sonrisa cómplice, sabía qué buscaba y por qué.
Estaba en lo cierto, quería comprar un candado para cumplir la ceremonia que las parejas inevitablemente cumplen al visitar la ciudad: encadenan su destino al Pont des Arts y luego tiran la llave al Sena. Lo curioso es que la tradición nació de la novela “Tengo ganas de ti” de Federico Moccia que ni siquiera transcurre en París. El protagonista inventa la leyenda que asegura que los novios que le ponen un cerrojo a su amor no se separarán jamás.
Y no es así. Ella se lo dijo con los ojos húmedos, con la voz quebrada. La tarde que colgaron el candado, que tiraron la llave al río, que se juraron amor eterno, fue la última en la que recuerda haber sido feliz. Lo admitió avergonzada, como quien confiesa un crimen ante el juez. El viaje siguió, subieron a la Torre Eiffel, pasearon por Champs Ellysees, cenaron en un coqueto restó del barrio latino, a la luz de las velas. Pero no fue feliz.
Era el final de la historia, era la respuesta a la pregunta que quería hacerle y que afortunadamente no le había hecho. Por un momento se sintió aliviado. Ella levantó el vaso, hizo tintinear los hielos contra el vidrio para mostrarle que el gin-tonic se había terminado, y se encaminó a la barra del bar. El bajó la mirada y la dejó irse sin decir una palabra. La vio alejarse con la secreta esperanza de que se volviera y lo invitara a acompañarla.
Datos útiles
• Dónde comer: Café des 2 Molins, 15 Rue Lepic, la camarera no es la inquieta Amelie Paulin pero es un buen lugar para tomar un tentempié en un ambiente bohemio. A partir de las 20 happy hour de tragos.
• Qué visitar: Museo de Montmartre, 13-14 rue Cortot, un repaso por la historia del barrio bohemio de París, ubicado en el edificio más antiguo donde vivieron pintores como Renoir y Utrillo.