Dice Marcelo Scalona en la contratapa que “hay dos tradiciones que circulan en su poesía y que suelen alumbrar un lenguaje tan expresivo como demoledor y lírico; un registro callejero, salvaje, social, una poesía que empieza en los oídos, los ojos, la piel y donde el eros se vincula con la injusticia y la marginalidad… El otro tono es el desastre”.
Estas son las características que encontramos efectivamente en estos versos, que dan cuenta de un derrumbamiento, una caída, y que con esos escombros da vida precisamente a lo poético. “El sol come las persianas, / gira en mi trago, todo en la casa / es la nada sin red. // Querías ver la luna: / acá, mi vida / es todo paredón de los chinos, / casitas y poco cielo. // Las calles vacías, intensas / amarillas, bipolar, musicalizadas. // Tablada habla todos los idiomas, / no le falta nada / solo vos que no llegás”.
Un tono urbano, confesional, es el que ha elegido Erika Arístides –que además de poeta es actriz y trabaja en el campo de la cultura como productora– para su primera obra en solitario –había participado ya en antologías–, donde admite que la lleva “la inmensidad puesta en las sombras", que ni los gorriones vienen a buscarla, pero que atisba también con una mirada lírica que “en mi ventana / los cables atraviesan las nubes / ahorcando el cielo”. En un texto inicial, que podría ser también el cierre o epílogo, se esboza una puerta que se abre a pesar de esas nubes que ahorcan. “Pero, hay un momento que no se puede describir, ese en que es posible sentir otros aromas. Y ya no importa el que se ha llevado en la piel, sino alcanzar otro”.
Germán Roffler, aparte de músico –cancionista, compositor y arreglador; con cuatro discos editados, Simple y Aire con el grupo La Maderita y Soles azules a secas y Túneles en solitario– es poeta y si bien dice que publica su “casi primer libro” con Hipopótamo, lo cierto es que además de participar en diversas antologías, debutó en un lejano año 2000 con Mientras miro gotear la noche.
Los poemas de Hipopótamo dan cuenta de cierta extrañeza posmoderna en la que aún es posible entrever un sujeto, y que ese sujeto reflexione e intente discernir lo poético en esa atmósfera confusa. “Hay una franja del dolor que hay que atravesar / que es como cruzar un hipopótamo en el camino. // Minutos que pueden ser extensos / como el tiempo mismo”.
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Poetas y amigos. Alzugaray, Raffo, Roffler, Cutró y Méndez Bujonok.
En esa búsqueda es cuando surgen las imágenes, aun cuando la certeza se escurra. “Inauguramos un territorio de a dos / a la distancia, / una forma de tirarse a la pileta / lejos pero adentro. / El agua es pulso de aire rítmico agitándose. / La humedad es el mapa”.
“Roffler hurga las palabras en su tejido para salirse del redil. Hay una renovación del descubrimiento, una reconfiguración de las perspectivas, del reino visual, de las escrituras sensibles, de las nunca sordas mudas conversaciones”. Esa inauguración de los sentidos que refiere María Paula Alzugaray la atisbamos también en la posibilidad de una resonancia espiritual, en lo que hace decir que “cada vez que algo cae / en otro lado, // las cosas del mundo, // en mí // se separan”. O bien también: “¿Será ese germen / el que contiene nuestro acto / de abrazarnos? / Pertenecemos también / un poco a la muerte”.
Treinta y cuatro textos, varios de ellos breves y con cierta factura oriental (“No se puede ver, / este hueco / es / de palabras. // Cuando las decimos, / el aire / se hace / el hueco en el que estamos”), muestran que la condición de músico no hace mella sino que alimenta esta potencialidad de la poesía en Roffler, que sabe hacer los movimientos necesarios para deslizarse en las diferentes aguas que elige transitar.
Marcela Armengod es, sin duda, una de las poetas más significativas de Rosario. Profesora de Letras, ha coordinado talleres literarios y publicado Poemas de agosto, A la intemperie, Agramaticalmente, La ira del colibrí, Encaje y Malade.
En su último libro, Los sagrados, consagra toda la obra a los animales. Lo hace con poemas brevísimos, algunos de ellos incluso de una sola línea, pero no como un bestiario o muestra, si no con una agudeza tal que hacen que no sean solo tema, si no también tono de la escritura e incluso hasta el propio ritmo. Pound hablaba precisamente de un “ritmo absoluto”. “Un ritmo en la poesía que corresponda exactamente a la emoción o al matiz emotivo que quiera expresarse. El ritmo de cada quien debe ser interpretativo, y llegará a ser, por lo tanto, propio, infalsificado e infalsificable.”
Hay, evidentemente, un “afuera” de preparación en estos textos que se percibe y rebasa en la intensidad de cada verso escrito, tal como refiere la cita que abre el libo de Jean-Cristophe Bailly: “Cada animal es depositario de una memoria que lo sobrepasa”.
Escritura compacta, en minúsculas y sin puntuación –utilizando solo comas y signos de pregunta-, que se presenta dividida en dos secciones: Solsticio de verano y Solsticio de invierno, y que además de animales elige referencias culturales para ir enhebrando estos versos. Así “dónde están / las cabras de Agnés Varda?”; “gatos orozcos / y pajaritos uharts”; “el gallo rojo de Chagall”; “el perro andaluz de Buñuel”; Griselda Gambaro; “la animalidad humana de Adriana Borga”; Colette, Yourcenar, Wislawa, Kiarostami.
Un gesto, que es también búsqueda, “adelantar la mano / tocar / el misterio del animal” y, porque de poesía se trata, también la palabra: “Los animales pasan de este a oeste / de un reglón a otro // debajo del decir // de lo ovillado”, para culminar, así, “en la línea abierta / entre el cielo y la tierra”.
Si bien el origen del término rapsodia referencia al fragmento de un poema épico independiente del resto de la obra, lo cierto es que su significado más habitual lo vincula a la música, a una suerte de composición ensamblada. En el caso de la Rapsodia descontenta de Alejandra Méndez Bujonok encontramos dos secciones, Gloria in excelsis y La sombra del Flegetonte, la primera en modo mayor y la segunda en modo menor –para continuar con las analogías musicales-. De este modo compone un libro potente, con un tono fúnebre (“Qué más da! Vamos a morir, // seremos olvidados”) que no calla sino que armoniza con los buenos versos y que no silencia tampoco el espacio de una posible esperanza. “No todo fue quebranto, recuerdo // a los niños cantando sus lenguas… // No, no todo lo fue, recuerdo / las mariposas en cuclillas / a la espera del color”.
La autora, nacida en San Cristóbal (Santa Fe) pero residente desde hace años en Rosario, es gestora cultural y una activa difusora de poesía, género en el cual ya ha publicado Tarde abedul, Charlas con Cuchúa y Trece maneras de enfocar otro pájaro.
Hay en esta escritura un yo sutil que permite decantar en imágenes. “Mi cuerpo ya no existe entre el gentío, / desaparezco firme en la extrañeza. / La sangre nunca fue un río eterno”. Y en imágenes que desempolvan la belleza aun en la angustia. “Los pájaros… vuelan fieles al reflejo / de la realidad / o de sus realidades pajariles / (que es lo mismo) / sin turbarse por la lluvia / del rostro del hombre / que llora / porque todo le dice // que está solo”.
En efecto, como dice Elena Anníbali Rapsodia descontenta “plantea, ya desde el título, la pasión –en tanto afecto, sentimiento- que ordenará el ánimo de todos los textos. Un canto triste, un canto falto de alegría, o quizá la alegría como un terreno despojado, un vacío. Se acusa una falta”. Pero a pesar de ello –“todo es canto grave / en este mundo estrecho”-, el volumen cierra con un “trascendemos al dolor, con el alma rota, somos // el canto del ave fénix, su rapsodia descontenta”.
Ya en el terreno de la prosa –pero lindante con la poesía- nos encontramos con La Noche que se recostó en la memoria de Patricio Raffo. Además de codirigir el sello CR conjuntamente con Marcelo Cutró –con quien publicó La edad del mar-, este autor lleva publicado Restos inexplicables, Dios hembra, Otro pasto y El ritual del adiós.
En estos textos Raffo reafirma que el modo en que sondea la belleza en la palabra es a través del registro del amor y –en un mismo plano- el del recuerdo. No es casual que sean estos los versos que abran el libro: “La memoria es un cielo. / La memoria es un cielo tan hermoso / como interminable”.
La excusa, en este caso, es un viaje a Italia a la búsqueda de un amor y el recorrido que emprende con esa mujer –y decimos la “excusa”, porque el mismo Raffo se encarga de decir varias veces que “este no es un libro de viajes”-.
Con el “corazón roto” –aclara el autor que de modo literal- se lanza a la búsqueda de la mujer amada. “¿Quién no ha buscado, alguna vez, a la persona amada, a la intemperie de uno mismo? Cuando uno está buscando a quien ama, se está a la intemperie de uno mismo. Y no hay intemperie mayor que la de uno mismo. Esa fragilidad”.
Y así podemos emprender este recorrido, atisbar y participar esa intimidad de los amantes –que en este caso no es la intimidad carnal-, y podemos condolernos del final –porque por algo estamos transitando un recuerdo-.
“Reclinado en mi sillón de escribir, una vez más cierro los ojos. Cierro los ojos para que se abra la noche que se recostó en la memoria. Y, en esa oscuridad de ojos cerrados, la noche que se recostó en la memoria se ilumina”. Y el producto de ese ejercicio es esta obra. Como bien dice Marcelo Cutró, “el autor utiliza con puntual elegancia, distintas iluminaciones para registrar escenas inolvidables, en lugares precisos y preciosos, ofreciéndonos un mediometraje de altísima emoción, con una nitidez fuera de lo común”.
Y finalmente un consagrado como Jorge Isaías, oriundo de Los Quirquinchos pero viviendo desde hace largos años ya en Rosario, con cuarenta libros publicados, entre poesía, narrativa y ensayo, de entre los que destacan Crónica gringa, Oficios de Abdul, El sentir de la llanura y Las calandrias de Juanele, presenta en La camiseta celeste una nueva serie de crónicas poéticas.
En estos textos –que fueran dados a conocer en Rosario 12- Isaías vuelve a ese territorio temporal de la infancia y geográfico de su pueblo –que, si bien no es nombrado expresamente, todos conocen cuál es- para revivir personajes y vivencias, para hacer fraguar –entre anécdotas- a la poesía y –como dice Marcelo Cutró- “llegar a lugares precisos de la emoción”.
“Nosotros si bien teníamos parientes en el campo éramos puebleros y usábamos aquellos caminos que entraban en esos campos hondos y que recuerdo un día de tristeza como una lluvia finita sobre el alma y no tengo una casita de música para lijar”.
Esa camiseta celeste del título trae historias de fútbol y de la vida, amigos y personajes, y le permite a Isaías recorrer un camino que atraviesa el recuerdo del escritor Alberto Lagunas, la referencia a los griegos con Héctor y Aquiles, o el mismo Neruda y Pavese para llegar al poeta entrerriano Miguel Ángel Federik. Y César Vallejos, el chileno Jorge Teiller, Haroldo Conti.
Y quién sino el poeta para decir las remembranzas y para explicar la necesidad de verlas estampadas en escritura: “Aquellos tiempos se deberían nombrar como si fueran lisuras arracimándose en celajes suaves. Como de un tiempo de verdad, sin tiempo. Algo que estuviera ahí, como un hueco que hubiera podido cavar una gran cuchara inmensa en linares sobre el suelo”.