Eva y Mónica Malenska son primas y nunca imaginaron a lo que iban a llegar a
través de Internet", escribe Marcela Atienza para presentar a las protagonistas de La telaraña,
libro que obtuvo el año pasado el segundo premio en el Concurso de Novela Manuel Musto. La frase
tiene un sentido irónico, que se advierte con el despliegue de la historia. En principio suena
ingenua, como parecen incluso los personajes: a una le gusta viajar, la otra es escribana, lee a
Kundera (quizá porque es checo, como sus antepasados) y quiere ser escritora. Más importantes que
las diferencias son las cosas que ambas comparten: vienen de una familia con tradición de mujeres
apasionadas y abandonadas y fantasean con conocer a alguien a través de la web.
En una sitio de Internet donde ambas reúnen datos de su familia, Mónica ha
publicado un relato sobre su relación con un hombre, Tomás, que un día la abandonó sin dar
explicaciones. El paso de tiempo no sirvió para que ella borrara la decepción, ni para que
encontrara respuestas a los interrogantes provocados por el episodio. Su posterior casamiento con
otro hombre concluyó en una frustración que en definitiva sirvió para reavivar aquel enigma. No
obstante, ella pudo extraer algunas lecciones, en particular que el deseo "es como los sueños, y
puede llegar a ser tan evanescente como ellos", una idea que gravita con fuerza en la novela. En
principio, Eva parece más afortunada: en uno de sus viajes, conoce a un norteamericano y se va con
él a Madrid. Pero la felicidad dura poco, ya que un misterioso atentado acaba con su amante.
La historia comienza a volverse vertiginosa cuando entra en escena El Escriba,
un hombre que leyó aquel relato de Mónica y la incita a escribir una novela sobre Tomás. El
corresponsal se mantiene en el anonimato, y sólo revela que es periodista y tiene amigos en España,
datos que, se comprobará más tarde, son falsos.
La novela comienza a generar así otra novela en su interior, la que escribe
Mónica. Lo notable es que ambas están conectadas y, sin que el lector lo descubra hasta casi el
final, se alimentan mutuamente a tal punto que, en cierto sentido, pero en un sentido muy
importante, es aquella historia que Mónica comienza a escribir la que termina por contener a la que
en principios se nos da a leer.
Al reelaborar la desaparición de Tomás en su texto, Mónica se hace las preguntas
típicas de una escritora, que por una parte resuenan en la novela misma que la incluye y por otra
se complican con la inquietud y los interrogantes generados por El Escriba. El enigmático
interlocutor aporta respuestas verosímiles acerca de la escritura ("Debe haber una historia
escondida atrás de otra más evidente") e ilumina reflexiones de la protagonista: "Un escritor debe
mirar alrededor con ojos nuevos, seguir los itinerarios acostumbrados o los que lleve el azar, para
encontrar alguna revelación". Y a la vez sus mensajes incluyen frases equívocas y dudosas, que
pronto insinúan lo siniestro.
Pero la ambición de terminar la novela es más fuerte que la intriga por develar
la identidad de aquel hombre. Siguiendo sus indicaciones, Mónica comienza a transformar los datos
de la propia historia: Tomás pasa a llamarse Ferreira, y Ferreira, en los sucesivos borradores de
su novela, va convirtiéndose en un perverso. Sin embargo, y en otra singular vuelta de tuerca,
cuanto más avanza en la ficción, más se acerca a la realidad (de la ficción, claro) como empieza a
advertir cuando un supuesto homónimo de su criatura se pone en contacto con Eva y demuestra conocer
partes íntimas de su historia. Como parte de su escritura, Mónica hace una pequeña investigación
sobre Tomás, al cabo de la cual descubre rasgos ignorados del pasado y, más allá de lo anecdótico,
el hecho de que, en la literatura como en la vida de la gente, hay mentiras simples que encubren
otras que pueden ser complejas, y terribles.
Marcela Atienza (Rosario, 1951) construyó así un texto que atrapa desde el
comienzo. Hay capítulos tan logrados que suponen relatos autonómos, como el encuentro de Eva con
Ferreira, el diálogo de Mónica con un niño, o el momento en que siente que ha compuesto una "verdad
irreversible" respecto de su personaje, algo que es cierto mucho más allá de lo que ella piensa.
Aunque es secundario, vale la pena notar las descripciones que al pasar se hacen de la ciudad y que
muestran esos "ojos nuevos" con que esta escritora ha urdido, en el centro de su historia, con una
rara combinación de placer y oficio, una auténtica telaraña.