Parece un contrasentido pero es posible. En realidad cualquier noble deporte que tenga como protagonista a una redonda tiene ruidos y voces. De todo tipo. Aunque más no sea el suave rodar de la pelota sobre la superficie. Ni hablar de los bullangueros contendientes de la lidia.
Pero el Doménico Chindamo, el estadio decano por aclamación, el escenario de los más comentados partidos de fútbol amateur de todos los tiempos, fue testigo fiel de una jornada atípica y casi podría decirse histórica. Porque hay que convenir, en estos tiempos de violentos que se hacen pasar por hinchas, con la anuencia de encubridores que se hacen pasar por dirigentes y con cómplices que se hacen pasar por autoridades, el fútbol sin público, a pasión cerrada, es materia de todos los días.
Eso sin meterse en las prácticas a puertas cerradas, en las que también hay fútbol, aunque no lo sabemos a ciencia cierta por los designios de mediocres que se hacen pasar por entrenadores o directores técnicos.
Pero, más allá del público presente o no, hay que ser atrevido y temerario para jugar a boca cerrada. Sobre todo algunos, entre los cuales los futbolistas del Chindamo son mayoría, ya que la puteada les sale tan a flor de labios como el grito de gol o el pedido de pase.
Lo cierto es que una mañana de miércoles, recién comenzado el partido, alguien se acercó al verde césped para pedir la suspensión del cotejo. ¿El motivo? Una charla, o curso, o clase magistral, de un periodista famoso que se desarrollaba en esos mismos momentos en el salón contiguo al estadio. Entonces, los gritos y el ruido de los pelotazos entorpecían el normal desarrollo de la actividad, según dijo quien se arrimó a parlamentar, alguien de la organización de tal acto.
Caras de asombro y desconcierto para la mayoría, hasta que uno de los más jóvenes se envalentonó y elevó la protesta. "Si venimos todos los miércoles a la misma hora, ¿por qué no avisaron antes, así nos íbamos a otro lado?". Los demás se aferraron a ese potente argumento, hasta entonces la mejor manera de decir "no" o "nos chupa un huevo, estamos jugando".
Entre consabidas frases que apelaban a la sana convivencia y a la ilustración del invitado conferencista, los players jugueteaban con el balón en el centro de la cancha, lugar de las negociaciones, y agachaban la cabeza moviéndola en inequívoca señal de negativa.
La cosa se fue caldeando, no tanto para llegar al exabrupto pero sí lo suficiente para que quede claro que las posiciones eran irreconciliables. Hasta que llegó la voz de la sabiduría, encarnada por los más veteranos del plantel y el mismísimo Doménico Chindamo. "Se juega... menos tiempo que lo habitual... y sin hacer ruido", fue la salomónica decisión.
"¿Qué clase de profesional es ese que no puede desarrollar su tarea con ruido?" o "¿no debe un periodista estar atento a las voces de la calle?", fueron algunas de las tantas preguntas masculladas, entre otras más subidas de tono pero que finalmente terminaron por acallarse en virtud de sellar el pacto y poder dar rienda suelta al sano ejercicio de la pelota.
"¿O sea que no vale fundir?", se adelantó uno. "¿Cómo vamos a hacer con Murioz?", preguntó otro. "Nada de gritos. Contamos con señas", sentenció un tercero. Y así se fue armando el inédito fútbol silencioso.
Lo más difícil fueron las risas, justo es reconocerlo, que brotaban ahogadas sobre todo por lo bizarro de la situación. En los goles, las miradas entre los del mismo equipo se cruzaban y marcaban el tanteador con los dedos de la mano. Las protestas por los foules fueron las más difíciles, más que nada porque sólo Ariel conocía algo del lenguaje de señas.
Pero la perla de la jornada, la que se llevó todas las palmas, fue sin dudas pedir la pelota desde una inmejorable posición. Es decir casi al lado del arco, con el arquero saliendo a cubrir la entrada franca del delantero, el delantero con la cabeza gacha y el tipo, bien ubicado, desgañitándose en señas para que se la pase, porque era gol seguro, había que empujarla nomás, era imposible de errar. Todo eso sin un mínimo grito. Los ojos desorbitados, el cuerpo semiagachado, las manos implorantes y un gutural "mmmhhh" que salía de la boca cercenada, hermética, clausurada...
Está claro que no fue gol y Murioz estalló en un alarido, que provocó la desaforada risa de todos los presentes. Cómo no iba a romper la veda si entre todas las funciones asignadas a Murioz (a quien en algún tiempo le decían Manatí pero después adelgazó) figuraban, entre las de organizador y goleador, las de árbitro y también relator de los partidos. Siempre con el mismo tono agudo tan característico.
Hasta Chindamo miraba sin comprender bien qué pasaba. El partido terminó de manera inmediata luego de aquella acción, nadie recuerda el resultado y en vez de las críticas y/o felicitaciones tras el cotejo, sólo hubo palmadas en la espalda, de aprobación o de vaya a saber qué otra cosa. Algo mezclado con la sensación de satisfacción, por el deber cumplido o por saberse protagonistas de un hecho original, nuevo, desconocido...
El fútbol silencioso es posible, pero que no se sepa demasiado. Que no trascienda las fronteras. Porque el ruido es vida y el grito de gol y la puteada por la pifia son los ingredientes necesarios para que la redonda se sienta entre amigos.
Hubo otra jornada de fútbol silencioso en el mítico Chindamo, pero esta vez no obedeció a ninguna restricción externa. Pasó que el Gordo Murioz sufrió una lesión leve y por única vez faltó a la cita de los miércoles. Pero eso quizás será materia de otro relato.