Ante los sucesivos delitos destructivos que padecen los clubes de barrio, el Estado y la sociedad deben auxiliarlos para que mantengan vigente la trascendente función social que cumplen
Por Sergio Faletto
Virginia Benedetto
Ante los sucesivos delitos destructivos que padecen los clubes de barrio, el Estado y la sociedad deben auxiliarlos para que mantengan vigente la trascendente función social que cumplen
Mayo de 2017. En los ojos desolados de grandes y chicos se reflejan las paredes teñidas de negro por el incendio que provocaron aquellos que se robaron todos los elementos de la Agrupación Infantil Arijón. Así uno de los diques de contención a la marginalidad sufría en la zona sur un impacto tremendo, pero que por esa capacidad de resistencia a la adversidad el renacimiento es un hábito y no una excepción.
Enero de 2018. La desazón inunda la mirada de quienes le dan vida al club Sol de Cuyo, al que le robaron el techo. Parece una burla del destino, pero justamente aquellos a los que más les cuesta tener un techo propio le roban el de su segunda casa. Pero la modesta pero digna entidad de la zona norte, ubicada en Casiano Casas y Baigorria, se rebela para seguir ofreciendo un espacio deportivo y solidario.
Estos dos hechos fueron elegidos al azar para describir justamente que no se tratan de casos excepcionales, porque son sólo ejemplos de una sucesión de hurtos que padecen los clubes de Rosario. Y que tampoco son exclusivos de la ciudad. Porque a lo largo del territorio nacional hay un sinnúmero de noticias de entidades deportivas y sociales que fueron víctimas de robos.
Es una constante también que junto a muchos hechos aparece asociado el testimonio de los vecinos que le adjudican la autoría a "pibes conocidos que viven por acá". Y ante este recurrente relato el análisis deriva en una mirada retrospectiva sobre la valoración que existía no mucho tiempo atrás sobre el club del barrio.
Porque después del hogar familiar el núcleo de pertenencia se forjaba justamente allí, donde el fútbol, el básquetbol o cualquier deporte remitía a la conformación del grupo de amigos, donde se configuraba un lugar de encuentro, y esencialmente un espacio de identidad colectiva primaria.
Incluso los padres armaban allí sus propios reductos lúdicos y de construcción conjunta. La concepción de vecindad tenía su máxima expresión fáctica. Y en esa edificación barrial el afecto parido desde el esfuerzo cooperativo constituía una defensa inflexible del capital humano y del material desarrollado mediante el trabajo mancomunado.
Es por todo ello que a nadie se le ocurría accionar en detrimento del club de su barrio. Porque todo se sostenía en el sentimiento de pertenencia auténtico. Representado por un lugar, sus colores, sus olores y su gente.
Claro que esa construcción social creció apoyada en los pilares fundamentales de los valores compartidos, contenidos en la educación familiar, sobre los cuales se sostenía la sociedad. Pero con el devenir de los años esa edificación se fue socavando por una marginalidad transversal, donde el delito abrevó sin distinción de condiciones sociales.
Fue justamente esa pérdida de valores la que en una época llevó a los clubes de barrio a correr serio riesgo de extinción, pero de la cual pudieron resurgir merced a la puesta en valor que hicieron los vecinos de sus instituciones, como así de las políticas de Estado desarrolladas por los diferentes niveles gubernamentales.
Tanto que incluso las distintas corrientes políticas captaron su relevancia, por lo que concurren asiduamente a estas entidades barriales para llevar su asistencia y mensaje electoral. Algo que adquiere mayor notoriedad en víspera de los comicios de diferentes índole.
¿Entonces qué magnitud tiene la degradación vigente para que aquellos que alguna vez fueron contenidos por su club hoy atenten contra él sin siquiera reparar en que el comportamiento definitivamente es autodestructivo?
Se podrá considerar razonablemente que las acciones de esta patología social contra escuelas y centros de salud revisten mayor gravedad, ya que las consecuencias de esos daños afectan a un sector más amplio de la población. Más cuándo se intenta bucear en el raciocinio una explicación al por qué alguien atenta contra algo que necesita, como los servicios de salud y educación. Difícil de responder.
Pero en el caso de los clubes asoma un aspecto diferente. Porque existe, o al menos debería existir. Que reside en un vínculo sentimental que tendría que inhibir a esa conducta agresiva. Más aún cuando los detalles del delito en cuestión reflejan que fue ejecutado con plena conciencia. Porque a la escuela podrán asistir por obligación, al centro de salud por necesidad, pero a un club se asiste por elección afectiva.
Es una realidad irrefutable que las enfermedades sociales gravitan como desencadenantes de estos delitos, más con el crecimiento exponencial de la narcocriminalidad, pero no es menos cierto que el hurto de elementos de bajo valor de reventa es acompañado por una inconcebible destrucción, que no resiste el mínimo análisis, salvo adjudicárselo a una deliberada e inducida determinación.
Sería una ingenuidad no contemplar que los problemas de adicciones engendran hurtos y robos hasta contra la propia familia, pero también sería una falacia reducir la incomprensible destrucción de los clubes a la pérdida total del juicio.
Más allá de las interpretaciones y de las eventuales respuestas, lo que sí reflejan estos episodios es que los clubes de barrio molestan a determinados intereses delictivos, porque pese a la crisis de valores aún vigente, recuperaron las bondades que ayudan a la construcción ciudadana de base, la que reconstruye el tejido social, que contiene la importancia de pertenecer y ser, y que atenta contra los intereses de un esquema delictivo organizado.
Es por ello que el espíritu cooperativo barrial que habita en esos clubes necesita redoblar esfuerzos para mantener vigente cada entidad que tanto molesta. Y para lo cual el Estado, a través de sus diferentes estamentos, debe incorporar que el normal funcionamiento de dichos clubes requiere de garantías, como la tan elemental seguridad. Y del acompañamiento logístico para recuperar lo perdido.