Un poeta entre los impostores
Reflexiones, por Mario Vargas Llosa. Recuerdo imprecisamente a César Moro. Lo veo,
entre nieblas, dictando sus clases en el colegio Leoncio Prado, imperturbable entre la salvaje
hostilidad de los alumnos, que desahogábamos en ese profesor frío...
13 de febrero 2008 · 01:49hs
Recuerdo imprecisamente a César Moro. Lo veo, entre nieblas, dictando sus clases en
el colegio Leoncio Prado, imperturbable entre la salvaje hostilidad de los alumnos, que
desahogábamos en ese profesor frío y cortés la amargura del internado y la humillación sistemática
que nos imponían los instructores militares. Alguien había corrido el rumor de que era homosexual y
poeta: eso levantó a su alrededor una curiosidad maligna y un odio agresivo que lo asediaba sin
descanso desde que atravesaba la puerta del colegio.
Nadie se interesaba por el curso de francés que dictaba, nadie escuchaba sus
clases. Extrañamente, sin embargo, este profesor no descuidaba un instante su trabajo. Acosado por
una lluvia de invectivas, carcajadas insolentes, bromas monstruosas, desarrollaba sus explicaciones
y trazaba cuadros sinópticos en la pizarra, sin detenerse un momento, como si, junto al desaforado
auditorio que formaban los cadetes, hubiera otro, invisible y atento. Jamás adulaba a sus alumnos.
Nunca utilizaba a los temibles suboficiales para imponer la disciplina. Ni una vez pidió que cesara
la campaña de provocación y escarnio desatada contra él. Su actitud nos desconcertaba, sobre todo
porque parecía consciente, lúcida. En cualquier momento hubiera podido corregir de raíz ese estado
de cosas que, a todas luces, lo estaba destruyendo: le bastaba servirse de uno de los innumerables
recursos de coacción y terror que aplicaban, en desenfrenada competencia, sus "colegas" civiles y
militares; sin embargo, no lo hizo. Aunque nada sabíamos de él, muchas veces mis compañeros y yo
debimos preguntarnos qué hacia Moro en ese recinto húmedo e inhóspito, desempeñando un oficio
oscuro y doloroso, en el que parecía absolutamente fuera de lugar.
Ocho años después me pregunto cómo situar a Moro en la poesía peruana, a la que
parece, también, sustancialmente extraño. En efecto, ¿cómo situar a un poeta auténtico, a una obra
realmente original y valiosa, junto a tanta basura, cómo integrarlo dentro de una tradición de
impostores y plagio, cómo rodearlo de poetas payasos? Quizá baste señalar que nada vincula a Moro
con la vacilante poesía peruana, que nada lo enlaza ni siquiera con las direcciones estimables que
ésta ha alcanzado en períodos fugaces. Es cierto que se trata de un poeta puro, porque jamás
comercializó el arte, ni falsificó sus sentimientos, ni posó de profeta a la manera de quienes
creen que la revolución les exige sólo convertir a la poesía en una harapienta vociferante, pero su
pureza no tiene nada que ver con esa suerte de juego de artificio, con esa actitud de aislamiento,
de prescindencia del hombre y de la vida, que impregna a cierta poesía de gabinete con un
penetrante olor a onanismo y sarcófago. Es cierto que se trata de un poeta comprometido con una fe
y una emoción a las que nunca traicionó. Pero la lealtad y la limpieza con que asumió su compromiso
niegan y dejan en ridículo, precisamente, a aquellos poetas que se llaman comprometidos porque
repiten una retórica ajena y explotan ciertos tópicos que sólo los preocupan de la piel para
afuera, con una insinceridad esnob tan evidente como la de aquellos pintores indigenistas,
fabricantes de pastiches y traficantes innobles de una realidad lacerante, que clama por
combatientes, no por mercaderes fotógrafos. Pero además de ser auténtico, sincero, Moro es también
un gran poeta. Es sabido que este calificativo no se gana como el cielo, sólo con buenas
intenciones. No basta ser consecuente consigo mismo, ajustar estrictamente una conducta a la moral
que puede respaldar una obra con una actitud convincente, para ser un gran poeta. Es precisa
aquella cualidad indefinible, que ciertos autores nos revelan al ponernos en contacto inmediato con
aspectos inusitados de la realidad al descubrirnos zonas imprevistas de la sensibilidad y la
emoción, al transmitirnos el misterio, la alegría o el dolor de las cosas y los hombres.
César Moro murió el 10 de enero de 1956. Al igual que su obra, su vida es casi
totalmente desconocida en el Perú. Nació en Lima, en 1903. En 1925, viajó a Europa. Formó parte del
movimiento surrealista. Colaboró en el "Surréalisme au service de la Revolution" y en el homenaje a
Violette Noziéres. En 1933 los surrealistas franceses firmaron, a su iniciativa, una nota de
protesta por los fusilamientos ordenados por Sánchez Cerro. Los originales de su primer libro de
poemas, que data de ese año, fueron extraviados por Paul Éluard. Al regresar a Lima editó con
Emilio Adolfo Westphalen y Manuel Moreno Jimeno un boletín a favor de la República Española, que
acarreó persecución policial a sus autores. Tuvo una polémica violenta con el gran poeta chileno
Vicente Huidobro. Con Westphalen fundó la revista El Uso de la Palabra. Viajó a México en 1938. En
1940 organizó allí, con André Breton y Wolfgang Paalen, la Exposición Internacional del
Surrealismo. En México, también, publicó "Château de Grisou" y "Lettre d’Amour". En esa época
se aparta del movimiento surrealista. Regresa a Lima en 1948. "Trafalgar Square" aparece en 1954.
Al morir, dejó varias obras inéditas. André Coyné, que editó en París "Amour á Mort", ha preparado
la publicación de sus dos únicos libros en español, "La tortuga ecuestre" y "Los anteojos de
azufre". Vaya nuestro sentido homenaje a César Moro y señalemos que, sin participar de muchas de
sus convicciones, su obra nos merece profunda admiración y respeto.
(*) Novelista y ensayista peruano, autor de "La ciudad y los perros" y "La casa
verde"