La ley de “obediencia debida” es un verdadero baldón del Parlamento argentino. Su denominación y contenido se hicieron triste e históricamente célebres, tanto en el país como en el exterior, porque consagraba la impunidad de los crímenes más atroces y aberrantes de nuestro devenir como Nación. El propio Parlamento, casi veinte años después de su sanción, la declaró insanablemente nula y por ende inaplicable.
El instituto jurídico de la obediencia debida es mucho mas añoso que la malograda ley argentina y tiene su raíz histórica en la legislación militar. Ahora bien, no se circunscribe exclusivamente al ámbito castrense; sí puede decirse que se limita al ámbito publico o administrativo. En el ámbito penal la obediencia debida puede funcionar como eximente de pena o como causa de justificación, en el primer caso la acción es ilegal, es delictual pero al perpetrador de la misma no se lo pena por su “deber” de obedecer, en el segundo caso directamente por el hecho de “tener” que obedecer la acción deja de ser antijurídica. Como puede verse, la aplicación lisa y llana de la obediencia debida puede transformarse en una patente de corso, en un “cheque en blanco” para el agente receptor de la orden: bastará invocar la existencia de una orden, directiva o instrucción de un superior jerárquico, para eximirse de toda responsabilidad y hacer o dejar de hacer lo que él quiera.
La cuestión no es tan lineal, ninguna conducta emanada del Estado o sus agentes puede estar desprovista de la nota de legalidad. El proceder de una administración republicana debe estar siempre sujeto a la normativa jurídica vigente, empezando por la Constitución, y además debe ser motivado; es decir debe expresar cuál es el fundamento para emitir dicha orden o instrucción. Lo dicho tiene un correlato igual o más importante en la conducta, no ya del agente emisor de la orden o instrucción, sino en el receptor, es decir el agente que tiene que llevar adelante la conducta que se le “ordena” realice o deje de realizar. Este agente receptor de la instrucción tiene el deber jurídico de revisar la legalidad y la existencia de fundamento de la orden o instrucción que recibe. No es una cuestión discrecional: “puede” revisar la orden; no: debe revisar la orden antes de llevarla a cabo.
Entonces se suscita una suerte de encrucijada, por cuanto esta obligación de revisión de la legalidad –no de la conveniencia– de la instrucción podría derivar en una suerte de obstrucción o inconveniencia en el devenir del aparato administrativo en cuya órbita que se genera esta corriente de mando/obediencia. Pues bien, a riesgo de que esto pudiera ocurrir, la obligación de revisión de la legalidad de la instrucción recibida es insoslayable y tiene que ver con el postulado democrático de que el poder está concebido en función de garantizar la libertad, y no al revés.
La jurisprudencia española (sentencia del TSJ de Madrid, Sala de lo Contencioso-Administrativo, Sección 3ª, Sentencia número 180/2020 de 22 mayo de ese año) exige que el agente receptor antes de cumplir la orden revise la concurrencia de una serie de notas en las instrucciones y órdenes de servicio; a saber:
1º) Existencia de un mandato claro, expreso y terminante. Su contenido debe ir referido a las obligaciones que el órgano inferior tiene el deber de cumplir, con lo cual se excluyen las órdenes ilegales, entendiendo por tales aquellas que infringen el ordenamiento jurídico o causen lesión de un derecho constitucional.
2º) Que la orden proceda de una autoridad competente con potestad para mandar, que se encuentre en una posición de jerarquía superior respecto al funcionario intimado al cumplimiento de la orden.
3º) Que la orden tenga la condición de tal, excluyéndose las simples opiniones. Y que se encuentren dentro de la ley y el reglamento, incluyendo también las órdenes de servicio aun cuando no tengan carácter normativo. Que se trate de una orden legítima y razonable.
4º) Existencia de un requerimiento dirigido al funcionario obligado. En este sentido es conveniente que tanto el funcionario que recibe la orden o instrucción, como quien la emita, solicite por escrito la constancia de la misma.
5º) Que la orden se dirija a los subordinados a quienes afecta el deber de obedecer y que esté relacionada con el servicio o función de que se trate.
6º) La desobediencia será «grave» cuando «tenga entidad suficiente por la materia, ocasión y personas implicadas y resulte como justificado y evidente una voluntad clara de incumplimiento de los deberes».
Conclusiones
Si el funcionario se encuentra ante el enfrentamiento de dos nociones del deber, el deber de obediencia legal frente al deber de obediencia jerárquica, debe tener claro, en esa encrucijada, que el camino a seguir es la obediencia a la ley; si obrara al revés, su obediencia ya no es debida, sino claramente indebida.
En buen romance, si lo ordenado o instruido por el superior implica un apartamiento de la ley vigente, o la consagración de una salida de evidente impunidad cuando lo que corresponde es la prosecución y punición, el agente receptor tiene el deber jurídico de desobeceder la instrucción y honrar la ley.
La anomia, el desapego al cumplimiento de las normas, es mucho peor cuando emana de aquellos llamados a hacer cumplir la ley, y peor aun cuando esto ocurre por una cuestión corporativa.