Se sienta, pide una lágrima y espera.
Se sienta, pide una lágrima y espera.
Sabe —la cronista también— que está por comenzar el instante mezquino en el que dos personas que nunca se han visto ni elegido, se ven condenadas a hablar de un modo desigual: una va a preguntar; la otra, a responder.
Es un momento tenso.
La empatía se mide.
Las miradas se sostienen.
Los gestos se memorizan.
Pero Ana María Shua hace de cuenta que nada pasa y todo se disipa con un ademán mínimo, el de levantar la cuchara, revolver el café, sonreír a la cronista como invitándola a una charla que, por lo demás, se va a extender mucho más de lo pautado.
Tiene bellos ojos esta escritora que pasó por Rosario para presentar su último libro, Hija (Emecé), una historia tremenda que ella eligió narrar desde un lugar innovador.
"Sí —responde—, estoy contenta con el libro. Bah, la verdad es que cuando lo terminé estaba bastante insegura porque nunca se sabe cómo lo van a recibir los lectores y la crítica. Además, con las novelas, te sentís más insegura todavía porque al escribir perdiste la perspectiva. Por ejemplo, la gente habla de que el libro tiene mucho suspenso y sin embargo yo pensé que le faltaba".
—¿Quién lee tus libros cuando los está escribiendo?
—Mis lectores más inmediatos son mi marido, Silvio Fabrykant (reconocido fotógrafo), y mis tres hijas, especialmente Paloma.
—¿Y qué te dijeron?
—Silvio me observó dos cosas que no le gusta que estén en mis libros y que en este yo utilicé: que sea una hija y no un hijo (se ríe), que la protagonista sea publicitario. No tengo idea de por qué, pero no se lo banca. Y a él eso ya lo tiñó de cierta crítica. Por lo demás, le encantó. A Paloma le gustó mucho y mis otras dos hijas, Gabriela y Vera, leyeron un par de capítulos. Después lo leyeron colegas, Inés Fernández Moreno y Perla Suez. Yo llego sola hasta un punto, hasta donde puedo, y lo largo para que me hagan una devolución. Después veo...
Paréntesis: Shua habla de sus hijas y se le ilumina la cara. Cuenta que Paloma, de 34 años, periodista de profesión y también escritora, tiene otra pasión que despuntó con bastante fortuna: se destacó como peleadora profesional de Artes Marciales Mixtas ("donde vale todo", acota); le sigue Gabriela, de 37, que es editora y traductora, y finalmente Vera, de 29, editora de imágenes. Es decir, una familia donde el arte es la regla y no la excepción: ¿se imaginan una comida entre tanto virtuoso?
—¿Te bancás las críticas?
—Sí, claro, y hago modificaciones si veo que tienen sustento.
—¿Por qué utilizás el recurso del diario?
—Porque es interesante. Y la verdad, me preocupaba hacerlo porque no sabía cómo iba a salir. La mayoría de los que lo habían leído mientras escribía, me dijeron que lo dejara (tuve dudas, quise sacarlo) y a Mercedes Güiraldes, mi editora, que al principio tuvo dudas, después le encantó.
Es que Ana María Shua intercala al final de cada capítulo de esa fuerte novela un diario personal donde cuenta detalles de sus personajes, hace balances sobre literatura, el lenguaje, y cita a sus propias lecturas. Pero aclara, como buena persona y escritora que es, que no necesariamente el lector debe leer esos apuntes: los pueden obviar.
—Es sorprendente ver esas reflexiones al final de los capítulos.
—Sí, y claramente no es original porque otros escritores lo han utilizado. Pero leer el desarrollo de un libro es algo que a mí me gustaría tener cuando leo. Yo soy muy inocente como lectora, me creo todo lo que leo.
—¿De verdad te considerás inocente?
—Sí, en literatura sí. Pero no soy así en mi vida común. Pero volviendo a lo del diario, lo que te quiero decir es que yo lo uso porque soy muy curiosa sobre lo que hacen los demás. Pero no inventé nada, por supuesto: la invención es arte combinatorio.
—En el libro vos contás algunas cosas como si fueran muy naturales: las trompadas que se dan los integrantes de la pareja, por ejemplo.
—Eso me pasó a mí (se ríe).
—Naaaa.
—Sí, hace miles de años, con una ex pareja. En una situación parecida a la del libro, él me dio una cachetada y espontáneamente se la devolví. Y fue como en Hija, delante de mucha gente. Por supuesto ahí terminó todo. Pero sí, a veces soy autorreferencial.
—¿Cuando tu marido leyó el libro te preguntó si la escena fue real?
—No (se ríe).
—Llama la atención en tu obra la ausencia de adjetivos, tan populares entre los escritores...
—Es que yo tengo un adjetivero. Es como un aparatito que pongo (imaginariamente) encima del texto y se los va comiendo. ¡Porque hay que suprimirlos, aunque tienten! Hmmm, hay capítulos que son totalmente inventados, que no tiene nada referencial y eso se ve en el diario paralelo, como el penúltimo y el último: quedé muy conforme, porque son fuertes, creíbles, perturbadores...
—La protagonista es negadora. ¿Las mujeres lo somos?
—No, no es una cuestión de género. La negación sirve para sobrevivir y seguir. Es un mecanismo de defensa. Y es bueno.
—Estás en el lote de las mejores escritoras argentinas. ¿Qué te pasa con eso?
—No sé... Es el sueño del pibe.
—¿Nada más?
—Mirá, con cada libro trato de dar todo lo que tengo. En cuanto a lo que me pasa, mi mayor miedo es el autoplagio, repetirme, sentir que me repito. Por ejemplo, hace años que no escribo microrrelatos (N. de la R: está considerada como una de las mejores escritoras en ese género) porque no sé si tengo algo más para dar. Como soy muy reconocida por eso, me da miedo lanzarme a escribir y comprobar que me repetí. Soy muy crítica: esa es la diferencia entre un escritor y otros que quieren serlo.
—Te tradujeron a varios idiomas. ¿Cómo son los lectores extranjeros frente a historias muy autóctonas?
—Iguales que acá, preguntan o les interesa lo mismo.
—¿En serio? Me sorprende.
—Es que los lectores somos todos compatriotas. Pertenecemos a la misma patria, la de los libros. Compartimos los mismos maestros: Kakfa, Proust, Catulo. No sé... Si me preguntás si tengo una "literatura" preferida, te diría que no, pero que sí me gusta una obra por sobre otra. Ahora estoy leyendo a un autor francés maravilloso, Emmanuel Carrère. Y recomiendo Chau Papá, de Juan Damonte. Y otros, claro, Borges, Bioy, Marai...
—Fuiste a Islandia
—Sí, porque me tradujeron y logré estar en la lista de best sellers de allá.
—Un país rarísimo. Una vez entrevisté a un autor que tenía las orejas como un Troll.
—Jajaja. Síiiii. A mí también me pasó eso. Con Björk. Y se lo dije. Nos encontramos en una situación social en Islandia y le comenté que tenía la fantasía de que todos ellos eran así y me respondió que no, que ella había tenido muchos problemas con eso cuando era chica. Es una genia, una artista genial. Ahí presenté una antología de microrrelatos míos traducidos al islandés, la única hispanoparlante que fue.
—Vuelvo sobre el punto: ¿te molestan las críticas?
—Sólo si me critican en algo que yo sabía de antemano que estaba mal.
Hija es un libro que parece disimular la tensión con un lenguaje llano, pero que lleva al lector a devorar cada página esperando más. Narra las vicisitudes de una pareja de argentinos, Esmé y Guido, que debe exiliarse en París durante los años de la dictadura, donde sobreviven como pueden.
El drama de los desaparecidos y del terrorismo de Estado sobrevuela la novela en forma constante, como también la relación entre los exiliados y entre quienes quedaron en el país.
Con mucho esfuerzo, la necesidad de ser padres se concreta para este matrimonio una vez que llega a Buenos Aires y esa hija, Natalia, va a ser una sorpresa bastante desagradable, conforme va creciendo. Las miserias humanas, los conflictos de pareja, el paso del tiempo, la falta de trabajo y el devenir de Natalia ponen una nota de misterio y crueldad digna de leer.
La yapa que ofrece Ana María Shua es un diario paralelo, al final de cada capítulo, donde reseña anécdotas personales, reflexiones sobre el lenguaje y otros autores.
La autora previene, al comienzo de Hija, que ese diario puede saltearse, lo que no recomendamos, por supuesto.