"Donde está el peligro, está la salvación"

Fabián Casas es poeta, novelista y ensayista. Conocido por su irreverencia y su libertad creativa, en diálogo con Más explicó cómo fue la gestación de los duros y provocativos textos que integran su último libro, Trayendo a casa todo de nuevo
5 de marzo 2017 · 00:00hs

“Idee en todo momento, idee siempre” escribió el japonés Gichin Funakoshi, maestro de karate. La sentencia de este Sensei es parte de veinte consejos destinados a quienes practiquen ese arte. Eso, practicar karate, es lo que hace Fabián Casas desde hace más de diez años. Además Casas —se sabe— es poeta, escritor de cuentos, de guiones, de ensayos. Su último libro Trayendo a casa todo de nuevo reúne justamente su obra ensayística, publicada en diarios y revistas primero y en libros después: Ensayos bonsai (2007), Breves apuntes de autoayuda (2011), La supremacía Tolstoi (2013) y el hasta ahora inédito El taller nómade. Karate y escritura son para él, incluso en términos epocales, líneas convergentes. Por eso el consejo de Funakoshi, reconoce, es una constante en su cabeza. “Es como un sueño que no logra ser interpretado del todo pero que produce sensaciones concretas en la vida diaria”, escribió. Y es también un río que atraviesa estas seiscientas páginas de escritura donde el autor construye en primera persona ideas sobre la escritura, el cine, el rock, sus amigos, su padre amigo de Alberto Olmedo, su propia paternidad. De manera que estos ensayos son casi la autobiografía de este muchacho nacido en Boedo en 1965.

Son las ocho de la noche y aún no oscureció del todo en este verano porteño. Quizás por eso el horario en Libros Ref — una librería exquisita en el corazón de Palermo, con una gran colección de volúmenes antiguos y primeras ediciones — se extiende un rato. O será que a esa hora llegan los amigos del dueño del lugar, el librero Fernando Gioia, luego del trajín del día, para conversar un rato. Casas abre la puerta luego de terminar otra jornada en un taller de escritura que coordina en Espacio Enjambre, cerca de Ref. Lleva bermudas, una remera negra de The Black Keys y un morral de cuero, que suelta al lado del sillón de terciopelo donde se sienta. Acomoda sus lentes de marco oscuro, toma un sorbo de whisky y dice “empecemos”.

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—¿Cómo fue el proceso de reencontrarte con estos textos, algunos recientes pero otros que fueron escritos hace casi diez años?

—No los volví a leer, excepto los textos de El taller nómade. Tenía ese libro inédito y con Emecé nos gustó la idea de reeditarlo junto con los anteriores, que en muchos casos estaban descatalogados. La misma editorial va a publicar Diarios de la edad del pavo, que primero publicó Eloísa Cartonera y se agotó enseguida. Y un libro nuevo, Budismo zen, que va a incluir parte de mi narrativa: Los Lemmings, Ocio y Veteranos del pánico.

—¿Cómo trabajás tus columnas?

—No es nada programático. Las escribo en el día a día, con cosas que me pasan o me dicen, situaciones que me gustan, un escritor que estoy leyendo. Puedo escribir sobre el coraje, sobre la transpiración, sobre los mocos, sobre los reyes, sobre cualquier cosa. Lo que guía la escritura son las cosas que tengo de fondo. Hoy escribí sobre un compañerito de mi hija que ella extraña mucho. Él estaba el año pasado en el mismo colegio que ella y ahora se fue a Suiza, así que le conté cómo había que hacer para estar unidos aunque estén en países diferentes. Pero bueno, mañana puedo escribir sobre las canciones de Roberto Carlos.

—Antes hablábamos sobre la frase de Funakoshi y el modo en que te impactó. ¿Seguís haciendo karate?

—Sí, desde hace diez años.

—Pero para vos no es sólo un deporte.

—No, es un desarrollo espiritual para dominar la mente, para no dejarme fagocitar por malos pensamientos.

—En tus textos los malos pensamientos aparecen como una bestia salvaje a la que hay que darle batalla.

—Sí, hay que pelear para que no te dominen. Últimamente eso no me sale del todo. Escribo guiones, por la mañana coordino un grupo de guionistas para series, doy clases en Espacio Enjambre y en la Biblioteca Nacional. Y el año pasado escribí una obra de teatro, Luis Ernesto llega vivo, dirigida por Alejandro Lingenti, que se estrena a mitad de año.

—¿Es verdad que también estás escribiendo un guión convocado por el tenista Gastón Gaudio?

—Bueno, la historia es así. Tuve una desgracia el año pasado: me separé de mi mujer y mi familia. Fue muy doloroso y duele todavía. Estoy tratando de convertir el dolor en aventura pero por ahora no puedo hacerlo. Gastón es como un hermano. Porque cuando me pasó todo esto, él me dio su casa, su comida, su ropa. Nos conocimos porque me ofreció escribir un guión para una película que quiere hacer. Y esa relación mutó en amistad. Otra cosa que me ayuda en estos momentos es dar talleres. Mis alumnos me devuelven cosas tan increíbles que me ayudan a sentirme bien.

—O sea que lo del taller nómade no es azaroso.

—No, porque los talleres pasaron a ser algo central en mi vida.

—En un tramo de un texto, que se llama justamente El taller nómade, decís: “La propuesta era entonces: cómo logramos entre todos generar un círculo de intensidad para que cada uno pueda sacar afuera su propio maestro”.

—Ahí hay un par de cosas. Por un lado, que todo aprendizaje es colectivo. Y por el otro, que ahí donde está el peligro, está la salvación. No siempre tengo clases planeadas porque la planificación excesiva implica no trabajar, no estar tan alerta. Entonces prefiero hacer las cosas de otro modo, estar presente con mis alumnos. Digo, tengo esquemas pero estoy dispuesto a que la clase se vaya para cualquier lado. Yo trabajo desde la incertidumbre.

—Esa idea del peligro y la salvación es muy propia de Bob Dylan. Nada casual si pensamos en el título del libro, casi un homenaje a Bringing It All Back Home, un disco de Dylan de mitad de los sesenta.

—Sí, se me ocurrió ese título porque claro que me gusta Dylan y hay un par de textos en el libro que hablan de él. Me gustaba también la idea de tomar todos los ensayos y que me devolvieran a una casa como es la escritura, precaria, impredecible. Viste, a veces uno pierde una casa y encuentra otra. Porque todos estos ensayos aparecen justo cuando me separo. A la única persona que le consulté el título fue a Andrés Calamaro. Y le gustó. Así que dije “es esto”.

—Me gustó mucho volver a leer un texto como Lorena referido a esa gran canción de Calamaro.

— A Andrés lo conocí recién el año pasado en la Feria de Guadalajara. Pero teníamos una relación de dos años previos enviándonos mails. Es un gran gesto teniendo en cuenta que no siempre hablé bien de él. Pero bueno, las relaciones nunca son idílicas sino reales y tanto él como yo aceptamos eso. Me comentaba mis ensayos, me mostró su libro Paracaídas y vueltas y a partir de ahí empezamos a estar en contacto hasta que nos conocimos personalmente. Esa vez, en México, nos pasamos el día tomando mate. Es un gran hacedor de canciones. Y es tan bueno haciendo canciones como haciendo mates.

—Tu libro propone volver a escuchar Lorena, volver a leer a Francisco Madariaga, a Zelarayán, a Andrés Caicedo. Es como si iluminaras esos escritores que en muchos casos están fuera de todo canon.

—A mí las escrituras laterales me interesan mucho más que las centrales. Siempre digo que en la periferia están las cosas más productivas. Por eso recomiendo a Madariaga, a Zelarayán. Por eso busco lecturas de editoriales independientes para leer. O mis amigos me pasan buenos datos. Por ejemplo, a Caicedo llegué a través de Daniel García Helder. Él me prestó un libro que se llamaba El atravesado y me voló la cabeza. Entonces cuando viajé a Colombia a un festival de poesía, me traje más títulos y llamé a Norma, que terminó publicando Viva la música y haciendo a Caicedo más conocido acá.

—Decís que preferís las editoriales independientes y si bien tu poesía completa fue editada por Eloísa Cartonera primero, luego pasó a Emecé. Y los ensayos fueron publicados también ahí.

—Yo participé en la Cartonera desde que empezó y me hice muy amigo de Cucurto, a quien considero casi un familiar. Entonces Eloísa es el lugar donde entregaba mis textos antes que en ningún otro lado. Las editoriales independientes tienen la posibilidad de probar, de jugarse por los autores. En el mainstream eso no ocurre. En cuanto a Planeta, de la cual depende Emecé, publico ahí porque hay gente que respeto. Por ejemplo, Ignacio Iraola, que dirige la editorial. Es muy joven pero por su sensibilidad y olfato es como un editor de otra época, casi como José Luis Mangieri, mi primer editor, o Alberto Díaz, que fue el maestro de Iraola. Díaz editó la obra de Saer, no es menor. Hay que sostener a un escritor así, tan radical y tan genial. Hay que bancarse eso. Porque la gente no compra preguntas. Compra certezas.

—En estos textos también se cita de modo recurrente a maestros poetas como T. S. Eliot o Ezra Pound.

— Eliot aparece mucho porque es uno de mis autores favoritos. Es un poeta que me influyó muchísimo. Hace años tuve una depresión muy grande y perdí la capacidad de escribir. Entonces empecé a escribir en inglés traducciones propias de The waste land de Eliot con correcciones de Pound. Después escribí poemas en inglés porque no podía escribir en mi idioma. Al fin me pasé del inglés al español y así volví a escribir poesía.

—Otra de las derivas del libro es el rock como cultura. Le dedicás El taller nómade “a Ariel Sanzo, el mejor ensayista” que no es otro que el músico Ariel Minimal.

—Ariel es un gran ensayista porque ha desarrollado todos los estilos musicales. Puede hacer punk, hardcore, música española y clásica, puede hacer canciones superelevadas y otras que suenan como si fueran de fogón. Eso me parece que es ensayar: probar todo. En cuanto al rock como cultura, pensá que a Los siete locos de Arlt lo soñé como un disco: del lado A Los lanzallamas y el lado b Los siete locos. Y es que si bien la literatura es importante, yo estoy atravesado por la cultura del rock. Crecí en la época de la dictadura y lo que me interesaba era Spinetta, Charly García, Led Zeppelin, Frank Zappa, The Who.

—En algún momento decís que lo que digan los escritores no tiene importancia. Y sin embargo, acá estamos, haciendo una entrevista a un escritor que será publicada en un medio de circulación masiva.

— Eso no significa que lo que yo diga tenga importancia alguna (risas). Lo que señalo en La supremacía Tolstoi es que vivimos en un país donde lo que dice un escritor no le importa a nadie. Eso, a diferencia de ser malo, es bueno porque escribís con la boca cerrada. Eso es más productivo para mí. Uno se tiene que ocupar de escribir, no de la repercusión que puedan tener tus dichos.

—Sin embargo, las redes sociales se han transformado en maquinarias del decir que tientan a escritores y no escritores.

— Es que ése, el deseo de contar tu vida a cada rato, es una necesidad de exposición y representación más que de vivir. Entonces la gente no tiene más experiencia porque siente a cada rato la necesidad de dar cuenta de lo que le pasa. Tener experiencia es, por ejemplo, ir a ver un recital y que quede en vos sin necesidad de filmar o sacar fotos. Si no, la experiencia la tienen las máquinas.

—¿Usás redes sociales?

—Yo no tengo nada. Una vez me hicieron un Facebook falso y tuve que salir a aclarar que no era mío. A mí me gusta tener una vida privada, estar con mis amigos, me gusta la gente sin necesidad de trascendencia social, que disfruta de salir a cenar, de pasear el perro, de estar con su pareja, de lavar los platos a la noche.

— Uno de tus poemas más hermosos habla de la trascendencia de lo doméstico. Dice algo así como “Entonces salí al pasillo para tirar la basura/ y detrás de mí, por una correntada,/ la puerta se cerró.// Quedé sin llaves y a oscuras/ sintiendo las voces de mis vecinos/ a través de sus puertas.// Es transitorio, me dije;/ pero así también podría ser la muerte:/ un pasillo oscuro,/ una puerta cerrada con la llave adentro/ la basura en la mano”.

—Desde que salió mi poesía completa no he vuelto a escribir. Tengo anotaciones en libretas de pequeños versos pero nunca resolví un poema nuevo. Es muy misterioso. Quizás publiqué Horla City; o sea, mi poesía completa y eso me tragó.

—¿Te preocupa no volver a escribir poesía?

—No, lo único que me preocupa es saber cómo voy a hacer para seguir viviendo sin mi familia tal como era. Cómo voy a metabolizar el dolor.

—¿Qué pasa cuando les contás a los participantes de tus talleres nómades que las cosas te duelen?

—No pasa nada. Yo soy honesto. Hablo de lo que me pasa. Y esto es lo que me pasa. En Captain Fantastic, Viggo Mortensen piensa en su mujer que murió y dice que fue un hermoso error. Yo siento eso del hermoso error con mi pareja. Estuvimos juntos 16 años, hicimos cosas buenas y malas. Las malas no son graves. Sin ella creo que no hubiese hecho ni escrito un montón de cosas. Así que de lo que se trata ahora es de atravesar el dolor, de ser buen padre. De estar a la altura de las circunstancias.


*****

Lorena

(Incluido en Breves apuntes de autoayuda de Trayendo a casa todo de nuevo)

Osvaldo Lamborghini le pidió una vez a Fogwill que escribiera con la boca cerrada. Un consejo que me empezó a parecer pertinente también para Andrés Calamaro cuando, después de Honestidad brutal, se convirtió en un dibujito animado apareciendo en todos lados hablando con un acento extraño y con cierta pose digna de Derek Zoolander. Calamaro en lo de Susana, Calamaro de colado en el camarín de los Redondos, Calamaro en TN, Calamaro contra Charly, Calamaro con arroz, Calamaro con Mirtha, Calamaro de incógnito hasta en la sopa de los comments de los blogs. Es una fatalidad, a veces, que la explosión artística conlleve una explosión mediática. Del mismo modo los boxeadores, cuando llegan a campeones del mundo, sacan de la alacena a la primera vedette que encuentran. En mi caso, a veces esta calamarización mediática frenó el deseo de seguir escuchando a quien era uno de mis cantantes preferidos. Como cuando repetimos mucho ciertas palabras hasta que estas carecen de sentido. Porque no todos los caminos hacia el descubrimiento de un músico son tan lineales como sólo escuchar su obra. El incentivo puede venir de alguien que nos tararea algo en la parada del bondi, el rostro del músico que nos parece intrigante, el overol de Pete Townshend o, como en el caso de Dylan, la percepción de alguien que está escondido pero que sabe cuando salir de noche, como Batman. Pero lo cierto es que traje todo esto a colación porque me preguntaba la otra noche, sentado en el living de mi casa, por qué no había escuchado nunca más Lorena, un tema de Calamaro que me parece genial. Y también me preguntaba —whiskys mediantes— si podía poner en palabras por qué me parece genial. Andrés Calamaro hizo discos hermosos. Nadie sale vivo de aquí, tal vez sea el mejor de todos tomado en su conjunto. Un disco pop, influenciado por Lou Reed, que tiene momentos líricos inolvidables. Después creó canciones profundas. Por suerte la música no es una competencia, pero si lo fuera, pocos podrían pelearle la punta a Andrés en el género de la canción simple, emotiva. La canción redonda. La canción hecha y derecha. La que suena en las radios y en la ducha. La que nos defiende de la muerte, la que nos pone dos hielos en el corazón y nos inflama el pecho. Estadio Azteca es otra muestra de orfebrería genial. Una letra —del Cuino Scornik— que nos habla de un estadio que ha quedado imaginado en la mente de un niño, pero cuyo trasfondo lírico discurre, como un río subterráneo, por otros cursos. Estadio Azteca es una canción melancólica sobre los sueños perdidos. Y su poder oculto es que nunca lo dice. Como sí lo dirían Benedetti o Galeano —gatillos fáciles— si tuvieran oportunidad. Pero yo quería hablar de Lorena. Una canción larga, épica, que no empalaga y en la que vamos avanzando —por “lagunas, ríos y mares”— de la mano del compositor. Tiene unas guitarras dulces, sentidas, que creo que puso Pappo y un timing similar a los largos temas confesionales de Dylan. Pero esta canción no es epigonal a Zimmerman como Te quiero, de Honestidad brutal, sino que es un tema de Calamaro, del mejor Calamaro. “Qué buena que es Lorena cuando quiere/ pero cuesta mucho verla sonreír/ Lorena es todas o ninguna/ o puede ser alguna para mí”. Así empieza el tema y la voz de Andrés está en el punto justo, no es falsete, no es sentimentaloide ni irónica. Parece que nos está hablando de una mujer. “Tengo a Lorena en las venas/ por la sangre se me metió/ Es como una droga cualquiera/ es necesidad es amor”. Parece que sí, pero también da la impresión de que está hablando de un hábito feroz, como el de las drogas duras. Una vez alguien me dijo que la heroína podía parar el diálogo interno. Me pareció increíble. Una droga difícil de dejar si te agarra: “Lorena no siente pena por nadie/ a Lorena nadie le debe un favor/ Desde nena que a Lorena le enseñaron/ Que en la vida nunca es nada por amor”. Sí, es la droga, me digo mientras sirvo otro whisky, pero lo que me emociona es la referencia mutante a las ex novias, a las mujeres que nos cambiaron la vida. Las que no odiamos, ni pretendemos y que son un boomerang que no sabemos cuándo volverá: “Lorena no es de aquellas que dan pena,/ no dejes que tu ángel te abandone./ No existe el odio, no existe el recuerdo./ Hoy es hoy y siempre será hoy”. Y el estribillo infaltable para que sea una gran canción, nos recuerda a cierta lírica de Dylan cuando le dice a alguien que si va a la feria del Norte busque a una chica y le diga que él aún la recuerda: “No te olvides de decirle si algún día pasás/ por la puerta de la casa de Lorena/ que sigo vivo y nunca me olvidé de recordar”. Sí, exacto.


*****

El taller nómade

(Incluido en El taller nómade de Trayendo a casa todo de nuevo) Salvo esporádicamente, nunca había dado talleres literarios. Este año me dediqué sólo a eso. ¿Qué es un taller literario? ¿Qué te puede dar, qué te puede sacar un taller? En principio, para mí fue un aprendizaje a la par de mis alumnos. Para empezar, les propuse que leyeran El maestro ignorante, de Jacques Rancière, que me parece una buena manera de entrar en el tema siempre candente de la enseñanza. La propuesta era entonces: cómo logramos entre todos generar un círculo de intensidad para que cada uno pueda sacar afuera su propio maestro. Tuve suerte. Los grupos que se armaron este año eran de gente humilde, interesada en aprender, con capacidad de frustración, todas cosas esenciales para que el taller se vuelva productivo. Los talleres duraban dos horas pero a veces hasta le dábamos tres. Muchas veces llegué al taller con la cabeza en otra parte, por los problemas de la vida diaria y al momento de ponerme a trabajar con los alumnos me olvidaba de todo, me regeneraba. En ese sentido el taller producía un efecto spinoziano. Una de las cosas más difíciles de inculcar en un taller y motivo por el cual algunos se eyectan como bajo suelo enemigo, es convencer al alumno de que no es estrictamente necesario que se lea su texto, que cuando se lee el texto de otro compañero y se lo trabaja, se está aprendiendo tanto o más que cuando se trabaja con el texto propio. Se podría hacer todo un taller donde uno no lleve nunca un texto propio pero se gane en experiencia creativa al trabajar sólo textos ajenos. La literatura es colectiva, nunca individual. También es necesario, en algún momento de la clase, pensar contra el taller. Es decir, mostrar cómo nunca hay que quedarse tranquilo con ninguna opinión. Para esto, a veces, yo traía textos de escritores célebres para mostrar cómo nosotros en el taller podríamos haber cercenado el genio de tal o cual escritor si este no se hubiese rebelado a las consignas de corrección. Y también mostraba cómo Eliot al aceptar las correcciones de Pound estaba dando muestras de ética creativa. Ningún escritor poderoso es un mal lector. Esta era otra de las conclusiones. Los escritores intensos son los primeros lectores creativos. A veces te dicen que no leas tal o cual cosa porque es una mierda, pero eso es un mal consejo para mis alumnos. Hay que leer todo. No hay que olvidar que con la mierda se produce combustible.

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