-Mi papá era carpintero, hijo de un español de Salamanca, y tenía una fábrica de muebles bombé, de estilo francés, en la calle Mendoza, hasta que nací y ahí empezó con una venta de muebles. Y mi abuelo materno, Pedro, era ferroviario pero también era talabartero en una época en la que todos los objetos que hacía para el caballo eran de plata, así que era también un platero, un artesano que hacía piezas de plata muy baja, con una calidad y terminación muy buenas. Posiblemente de todo eso saqué después la posibilidad de diseñar muebles con muebles antiguos o de crear mesadas de cemento para arquitectos personalizadas con huellas arqueológicas o con incrustaciones de venecitas, mosaicos o de botellas de perfume. Valían como una mesada de mármol, pero las firmaba como un objeto de diseño.
-¿Qué te dijeron tus padres cuando les dijiste que querías estudiar arte?
-Mi vieja no quería que estudiara arte. Yo había empezado a hacer el cursillo en el Politécnico porque me gustaba la química, pero me obnubilaron esos pizarrones enormes que subían y bajaban. El Politécnico era una escuela tan grande que me abrumaba. Hasta que un día mi vieja creía que yo tenía una recaída de la hepatitis y me dijo que hiciera tranquilo el secundario en el San Francisco Solano, que quedaba cerca de casa.
-¿Cuándo empezaste a estudiar arte?
-A los 11 años mis viejos se habían ido de vacaciones y con un amigo nos tomamos un bondi y nos fuimos a anotar a la (Escuela Pintor Raúl) Domínguez, que era un taller que funcionaba en la (Estación) Fluvial. Así que en el secundario hice Perito Mercantil en la San Francisco Solano, de mañana, y Artes Visuales, en la Escuela Provincial, a la noche. Inclusive me resultaba tan atractivo que quería hacerlo bien así que tercer año en Artes Visuales lo hice dos veces.
-¿Cómo empezaste a trabajar en el mundo del arte?
-Ya trabajaba en grabado y en escultura, Estuve seis meses en Europa y en el norte de Africa y a la vuelta empecé a trabajar con el Grupo Azul, donde había 10 artistas, entre ellos Osvaldo Boglione, que fue una especie de padre en el arte, y Mónica Calegari. Tras una crisis quedamos cinco y cuando volví otra vez de Europa expusimos una obra llamada “Un bosque de árboles” en la Galería Miró, de la Galería Santa Fe.
-¿Cómo eran esas obras?
-Ahí empecé a hacer esculturas con partes de muebles, objetos de diseño y máscaras de papel, que eran obras muy tétricas, de un arte emergente e inconciente.
-¿Cómo llegaste a la Escuela Musto?
-En 1983 (el artista plástico y profesor Rubén) Naranjo volvió a (la Facultad de) Humanidades y (Osvaldo) Boglione comienza a dirigir la Musto y nos convoca con (la artista plástica) Eulalia Acevedo, con quien hicimos una muestra. En realidad entré a la Musto porque quería tener más puntos para ganar una beca. Tardé un año, pero me enamoré de la Musto.
-¿Por qué?
-Hacíamos talleres infantiles, experiencias muy valiosas como mezclar el plano y el espacio. Estuve casi 20 años como docente hasta que en 1989 quedé a cargo de la dirección. Después vino Marina Naranjo y cuando se fue no acepté el cargo, pero cuando ella fue secretaria de Cultura tiraron mi nombre y me eligieron mis compañeros, no concursé porque tampoco me fascinaba ser el director.
-¿De dónde viene ese ambiente tan especial de la Musto?
-Empezó a suceder la magia por la experiencia de trabajar en equipo y así pasé otros 20 años como director. Siempre fue muy horizontal, así que lo difruté mucho. Ahora tengo 63 y estuve casi 40. Cuando uno se pone grande hay cosas que no lo estresan. Es un momento de la experiencia que es epifánico. Cuando uno se pone viejo tiene sus virtudes, pero también se acentúa algún defecto. El cargo directivo es para la frescura del joven. Uno más grande puede dar algún consejo, pero no está para manejar el barco.
-¿Qué es la Musto?
-La Musto es un lugar fundacional, posibilitador y amoroso. Uno es un servidor público. Creo que evitamos convertirnos en serviles. Es un acto amoroso con gente muy generosa y profesional. Es una escuela de arte, pero que apuesta al trabajo colectivo, más allá de que hay una parte individual. Te abre la cabeza porque es una escuela taller, que tiene que ver con el trabajo en la cocina.
-¿Cuál es la clave de la Musto?
-Hay lenguajes y tecnologías que cambian, pero la clave es integrar al otro. En la escuela aprendés a preguntar más que a saber la mejor respuesta.
-¿Qué legado te dejaron esos 40 años en la Musto?
-Que esto haya sucedido en la Musto es un prodigio amoroso que recibí de los compañeros. Ser director es ser un fusible para que no explote la máquina. Me acuerdo de mi abuela materna María, una italiana que cosía con la Singer de pedal y que cuando sentía un ruidito agarraba una aceitera y sabía dónde tenía que ponerle una gotita. Y que cuando hacía los ñoquis tenía al lado una jarrita de agua donde tiraba uno para saber si estaba muy duro o muy blando. Si se desarmaba perdía ese solo y salvaba toda la masa. Tengo la fortuna de tener esa enseñanza de mis padres y mis afectos.
-¿Cómo articulás tu experiencia de 40 años en la Musto con este proyecto de la Galería Subsuelo?
-Cada vez agradezco más haber trabajado en lo público porque banalizaron a artistas históricos que quedaron lastimados por la aparición del arte contemporáneo. El arte en Rosario es como un rompecabezas: la pieza del arte de Mónica Castagnetto sólo la puede poner ella. Yo entiendo que el arte también es un negocio, pero una obra no quiere ser cara ni reconocida, una obra quiere ser mirada.
-¿Qué camino elegiste en el arte?
-Tengo la tranquilidad de que camino por este lado. Es como caminar por un camino embarrado con una túnica blanca y que te ensucies solamente el ruedo. Tengo un orgullo muy profundo por estar donde estoy. Como dijo el pensador que “entendés la vida cuando plantás un árbol debajo del cual jamás te vas a sentar”. Por eso cuando enseñamos arte en un taller como los de la Musto les damos a los artistas algunas herramientas, pero sobre todo les damos un tamiz para que cada uno elija qué pone y qué deja pasar por el mismo. El arte no es una respuesta sino que es algo que nos ayuda a preguntar de otra manera.
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"Abrimos puertas a artistas modernos e históricos castigados por el arte contemporáneo”
“Con Daniel Pagano y Paulina Scheitlin, que son exalumnos de la (Escuela Municipal de Artes Plásticas Manuel) Musto, somos socios en la Galería Subsuelo. Así como en su momento empecé a trabajar en la Musto para sumar puntos para una beca y no me interesaba llegar a ser el director, ahora tampoco soñaba con tener una galería de arte”, revela el docente y artista plástico Daniel Andrino a este diario.
“Un día Daniel y Paulina me contaron tomando una cerveza el sueño de tener una galería de arte y de vivir arriba, hasta que Daniel pudo comprar el local y nos asociamos en este proyecto que compartimos yo como director artístico, él como director general y ella como directora de fotografía y comunicación”, abundó Andrino. Daniel Andrino dirige la Galería Subsuelo, de Balcarce 238, en el barrio Pichincha, donde trabajan junto al arquitecto y coleccionista de arte Daniel Pagano y a la fotógrafa Paulina Scheitlin.
El espacio Trastienda de Subsuelo fue destinado a alojar obras de artistas plásticos como Fader, Musto, Uriarte, Bertolé y Gorriarena, entre otros.
La galería se propone, además, conquistar otros públicos y que nuevos coleccionistas puedan adquirir obras de arte a precios razonables.
“Esto de la galería me vino justo con la jubilación porque lo de la Musto, donde pasé grandes etapas, ya se terminó y debía organizar mi futuro. Esto tiene que ver con el espíritu de equipo. Así como antes no imaginaba mi vida sin la Musto ahora no la imagino sin la galería”, abunda el director artístico de Subsuelo.
-¿Qué significa dirigir Subsuelo después de la experiencia de 40 años en la Musto?
-Es una galería en la que es muy importante abrirles las puertas a artistas modernos e históricos que buscan un espacio, pero que están castigados por el arte contemporáneo y por el cierre de galerías. La experiencia de lo público es muy valiosa porque te da una visión porque como privado no puedo abrirle la puerta a todo artista, pero no es todo comercio. Por eso tenemos expuestas obras de Aid Herrera -la pareja de Juan Grela- en la planta baja; de Estanislao Mijalichen, en el subsuelo, y de Rubén Baldemar, en el primer piso.
-¿Qué le dirías a alguien que nunca visitó una galería de arte?
-Hay gente que viene y me pregunta si tiene que pagar entrada. Se puede venir a recorrer las obras y a aprender qué es el arte conceptual, un objeto y una instalación. No hay que venir a una galería de arte a comprar una obra, necesariamente. Tengo que empezar a conocer eso, no importa el valor porque hay para todos los presupuestos. Estamos reeducando porque nadie puede comprar algo que no conoce o que no desea. Así como en unas vacaciones te compraste un pareo que no usaste nunca a lo mejor encontrás una obra o una lámina que te cambia la vida todos los días.