En Rosario se puede llegar en bicicleta casi a cualquier parte. Digo casi, porque todos sabemos que hay sitios en los que se corre más riesgos que en otros, aunque en eso la ciudad no es distinta a cualquier otra gran urbe latinoamericana. La ciudad tiene muchas ventajas para andar en bici: es plana, las distancias son razonables y hay una red de ciclovías que, incluso con defectos, facilita la circulación.
Por supuesto que también hay factores que desalientan la movilidad en bicicleta. El robo y el asalto callejeros son un gran padecimiento de los rosarinos y los usuarios de la bici no están exentos. Para quienes nos movemos en dos ruedas a pedal hay lugares marcados en rojo en el mapa de la ciudad. En una época no se podía pasar por debajo del puente a Victoria y yo mismo escapé de un asalto en ese sitio, una nochecita en la que creí que me mataban.
La cantidad de vehículos, la falta de empatía de los conductores y de los propios ciclistas, muchas calzadas en mal estado y ciclovías que piden a gritos algunas mejoras (Lagos, desde Rosario Norte hasta 27 de Febrero, por ejemplo) también pesan negativamente a la hora de optar por la bicicleta como medio de locomoción. Y en estos días es razonable que el calor impiadoso acobarde a muchos para desplazarse en bici.
Solo hace falta tener una bicicleta y decidirse
Lo único que se necesita para andar en bicicleta es poseer una y tener la voluntad de usarla. Desde hace tiempo lo primero ni siquiera es indispensable, ya que el sistema público de bicicletas funciona aceptablemente y tiene muchos usuarios.
Empecé a usar la bici como medio de transporte hace una década. Al principio lo hacía esporádicamente, cuando tenía muchas ganas, pero poco a poco la frecuencia aumentó. Primero dejé de usar todos los días el auto. Después reduje la cantidad de viajes en colectivo y en taxi. Finalmente, desde la cuarentena por el Covid en adelante, es prácticamente mi único medio de transporte. A muchos más les pasa lo mismo.
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Voy en bici al trabajo, al médico, a hacer trámites y hasta al supermercado. Hace años que no subo a un taxi y no recuerdo cuál fue la última vez que viajé en colectivo. No me detienen ni el calor, ni el frío, ni el sol, ni la lluvia. Cuando hay tormentas espero un rato hasta que pase. Si el sol calienta mucho uso protector solar y una gorra debajo del casco. Si hay viento voy más atento a la posible caída de ramas y cables. Solo es cuestión de tener un poco de paciencia y de tomar recaudos.
Más rápido que en colectivo
Vivo a cinco kilómetros exactos de mi trabajo. Para llegar demoro cinco o seis minutos más que si fuera en colectivo, pero si le agrego la espera (no es una novedad que el sistema de transporte de la ciudad tiene falencias) llego siempre antes en bicicleta. Si trabajo 345 días por año, recorro unos 3.450 kilómetros sólo en ese ida y vuelta. Hace poco tuve que cambiar las dos cubiertas de la bici: me costaron 60 mil pesos y si las cuido me van a durar dos años. Viajando en colectivo hubiese gastado lo mismo en menos de seis semanas.
Por supuesto que también uso la bici para hacer deporte y recrearme. Voy hasta San Lorenzo, Roldán, Villa Gobernador Gálvez, Pérez e incluso Zavalla. Salgo a girar en la avenida Belgrano entre Rioja y la avenida 27 de Febrero, lo que llamamos el Dakar. Peino las calles del macrocentro y también la de los barrios. Hay un recorrido que me fascina: Pellegrini-Provincias Unidas-Córdoba-Donado y luego las callecitas de Fisherton y más adelante el aeropuerto y finalmente Funes entrando por la avenida del cementerio. Una vez fui desde Funes hasta Ybarlucea por la ruta S34, pero alguien me dijo que estaba loco, que ahí te asaltan sí o sí. No volví a hacerlo, pero le tengo muchas ganas.
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Según la app Strava, en 2024 sumé 8.700 kilómetros. Recorrí calles por las que jamás había pasado y me metí en rincones de la ciudad que solo conocía de oídas. Un día mi colega Mila Kobryn escribió en el diario una nota sobre una calesita que los vecinos quieren recuperar en el barrio Saladillo y a la mañana siguiente me dieron ganas de ir a verla: está en una plaza hermosa, en el extremo sureste de la ciudad por el que había pasado hace años. Algunas veces pasé por lugares que fueron escenario de noticias que me tocó contar en el diario. Hubo quienes me sugirieron que al salir hacia Pérez no pasara por la exavenida Godoy y Felipe Moré. Por supuesto que ignoré el consejo y lo hice un día muy frío a las dos de la tarde.
La bici permite ir a cualquier lado
Hay algo que se repitió cada vez que emprendí alguna de esas aventuras: sentí que valía la pena y que podía hacerlo. Es que la bici me permite ir a donde quiero sólo con tener las ruedas infladas. La bicicleta no paga patente ni seguro, no consume combustible, no contamina y ocupa mucho menos espacio en las calles que un auto. Pero también ejercita mis músculos y despeja mi cabeza, me da libertad y me inspira.
Admiro mucho a mi amigo y colega Hernán Maglione: aunque no tiene bici propia, el año pasado recorrió casi 8.000 kilómetros por la ciudad en bicicletas públicas. En la redacción del diario muchas veces nos juntamos a conversar sobre pasiones comunes como el trabajo, los viajes, las ciudades o el fútbol. De lo que más hablamos, sin embargo, es de nuestros raids urbanos en bici.
Al final del día, cuando salgo del trabajo, no podría sucederme algo mejor que volver a casa en bicicleta. La ciudad está más vacía y silenciosa, como los domingos a la mañana o los feriados. Recorrerla cuando reina la calma es una experiencia placentera, sana y económica. Ya no me imagino haciendo ese viaje en un vehículo a motor. No lo necesito.