Si a comienzos del siglo XX, cuando recién se delineaba un espacio específico para el arte, a los pintores y escultores varones no les fue fácil lograr profesionalización y visibilidad pública, dependiendo en grado sumo de las circunstancias sociales y económicas de cada uno, a las artistas mujeres les resultó una empresa más ardua y cargada de obstáculos como bien lo expresaron, por ejemplo, las presentaciones a los primeros salones de la ciudad, donde la diferencia numérica entre unos y otras era abismal. No obstante en Rosario hubo artistas mujeres. Que Emilia Bertolé (El Trébol, 1896-Rosario, 1949) haya tenido una sólida formación académica, realizado vida de artista y obtenido un temprano reconocimiento por su obra es un logro sin pares de género en el arte de Rosario, más aún cuando sabemos de sus dificultades y condicionamientos. Quienes compartían esa posición, César Caggiano y Alfredo Guido, fueron como Bertolé discípulos del maestro napolitano Mateo Casella en la prestigiosa Academia Doménico Morelli y constituyeron para algunos críticos de la época el terceto fuerte del arte de Rosario poco antes de la década del veinte. Que al mismo tiempo Emilia Bertolé haya ocupado ese lugar sin desafiar los atributos asignados convencionalmente a las mujeres, la torna singular entre las creadoras activas en esos años aún más allá de nuestra ciudad.
Y es que su sola presencia exhalaba una exquisita feminidad, acentuada en las actitudes y poses adoptadas y que de modo cabal reflejaron las fotografías de revistas y periódicos, pero esa impronta se deslizó también en muchas de sus pinturas a través del carácter evanescente y delicado que les confirió. Los retratos fueron su centro de acción, tanto para explayarse en solvencias técnicas como para expresar sentimientos y estados de ánimo; junto a los autorretratos dieron identidad a su obra y al unísono constituyeron una estrategia para vivir de la pintura y ayudar en el sostén de su familia. Las autoimágenes reforzaron cualidades como la excentricidad y la delicadeza o bien las actitudes de indolencia y tedio, destacando su fisonomía y sus famosas manos, insertas en fondos decorados o resueltos con pinceladas alargadas, utilizando pasteles y óleos. Un Autorretrato temprano de 1915 la muestra de medio cuerpo y con los brazos retirados hacia atrás, contrastando los blancos del vestido con el azul en lluvia del fondo, un cuadro luminoso en el que la joven pintora se representó con la mirada atenta, gesto que desapareció en la década del veinte, período de esplendor en la afirmación pictórica de su imagen lánguida y etérea.
En el Retrato de Cora, de 1927, extendió ese carácter: enmarcada en planos de flores y arabescos pintó a su hermana con la mirada desdibujada y ausente, dando lugar a otra pintura luminosa –enfatizada con el amarillo del vestido y el sombrero– y de superficie tersa, alcanzada con su dominio del pastel. En esas miradas entornadas y en las atmósferas evanescentes de las figuras se advierten las huellas del simbolismo italiano y francés de fines del siglo XIX, que impregnó también la obra temprana de otros pintores de la ciudad. Los retratos de personas ligadas a su mundo afectivo y familiar dieron lugar a un fragmento muy consistente de su obra, no sólo por la eficiente resolución plástica en el marco de sus preferencias estéticas sino porque sostienen una intensidad acorde a la profundidad de los lazos involucrados. La experiencia plástica con familiares estuvo presente desde el inicio de su carrera, como puede constatarse en los envíos al Salón Nacional; en 1916 presentó una obra con su prima Ana como modelo, orientando la atención del espectador hacia la mirada penetrante de esa mujer con rosario en mano e insinuando un paisaje en el fondo, un aspecto poco frecuente en su trabajo ya que sus retratos reiteran emplazamientos en interiores o simplemente sobre superficies pictóricas abstractas. En su envío al primer Salón de Otoño de Rosario de 1917 engarzó parte de ese universo familiar a través de tres obras: Mis primos, Mi hermano y Ana María, a quien representó unos años después en Mi prima Ana. Con firmeza retrató al padre en 1925 y a su hermano Miguel Ángel, ambos sentados, de perfil y compartiendo un registro cromático de rojos y castaños; en los años cuarenta volvió a pintar dos retratos de su padre, además de los de su prima Teresa, entre otros familiares. Las alusiones a los libros y la lectura están asociadas con la figura del padre y a una obra fundamental de su repertorio, El libro de versos, un óleo de gran formato pintado en 1921, condensador de sus tempranas orientaciones estéticas y del gusto por la poesía. Desde su radicación en Buenos Aires hacia 1916 Emilia frecuentó el ambiente de escritores y escribió poemas que, reunidos en 1927, se publicaron bajo el título de Espejo en sombra, con una tapa ilustrada por su amigo Alfredo Guido; también el poeta Alfredo Bufano fue parte de su horizonte afectivo y como tal lo retrató en más de una oportunidad. La ejecución de ese friso de retratos afectivos se diferencia de aquellos realizados con la comitencia de familias importantes de Rosario y Buenos Aires y más aún con los requerimientos oficiales, en los que optó por una factura académica muy cuidada, como bien lo manifiesta el Retrato de Hipólito Yrigoyen de 1928; de todos modos no caben demasiadas generalizaciones dado que no resolvió los encargos de un modo homogéneo. Distanciamientos y subjetividades, compromisos y afectividades, que encuentran entonces, cauces de expresión con recursos formales y plásticos concordantes; donde la profusión de texturas visuales en las figuras de su entorno resultan equivalentes a la complejidad de esos lazos.
El poderío de los vínculos familiares y los aprietos económicos que constantemente atravesaban a los Bertolé tuvieron hondas implicancias en la artista: sus padres y hermanos constituyeron un soporte afectivo sin par y consecuentemente le generaron angustia y la responsabilidad de ser la única esperanza de un bienestar material. Pero los años treinta fueron difíciles para ella: la situación del país y la disminución de los encargos la llevaron a expandir su trabajo hacia las tapas de revistas y la publicidad, abriendo así otros caminos para su obra. Sin embargo continuaron arreciando las complicaciones económicas y familiares a tal punto que hacia 1943 decidió volver a Rosario y continuar con su actividad de retratista cuando el desarrollo del arte en la ciudad planteaba otras demandas.