El bochorno del 17 de abril en Diputados se evitaba anoche en el Senado brasileño, pero tanto la oposición como el oficialismo han dejado una pésima impresión. Ultimo ejemplo, la "compra" por el oficialismo del ignoto titular interino de Diputados, Waldir Maranhao. El proceso ha dañado sin dudas la "marca" Brasil, que ya estaba muy afectada por la recesión y el Lava Jato. Pero la primera es parte de los ciclos de la economía, y Brasil, se sabe, tiene "resto" y es el favorito de inversores y mercados. Tarde o temprano saldrá del pozo. En cuanto al Lava Jato, es una llaga pero a la vez un orgullo para Brasil, por el enorme contraste con otros países. La independencia para investigar y castigar a lo más alto del poder empresario y político suscita admiración. En cambio, la destitución de una presidenta que sólo pudo ser acusada de "contabilidad creativa" y es desplazada por figuras con verdaderos prontuarios resulta chocante. A la vez, quedarse en la discusión de la figura de "delitos de responsabilidad" que exige la Constitución es miope, sin olvidar que se han cumplido todos los pasos y tiempos. El hecho político es que el gobierno de Dilma estaba paralizado, mucho más desde que se cayó la coalición que lo sustentaba, cuya viga portante era precisamente el PMDB de Cunha, Calheiros y Temer. El juicio político busca, precisamente, un objetivo político: destituir a un presidente y un gobierno que no funcionan y que con su parálisis dañan al país. Este es el objetivo real del "impeachment", sea en Brasil o en cualquier otro país, más allá de los cargos que la Constitución exija para habilitarlo.