Rocío muestra sus fotos de infancia, vuelve a la niñez y recuerda los juguetes. En ese entonces la llamaban David y tenía toda la colección de muñecos de la Liga de la Justicia, pero solo jugaba con el de la Mujer Maravilla. Así comienza Soy Rocío, un documental rosarino que cuenta la historia de vida de Rocío Hernández, una chica trans.
El filme, que fue apoyado por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa), nació como proyecto hace tres años a partir de una nota publicada por la docente y periodista Berenice Bruno en el suplemento Educación de La Capital, sobre el caso de una adolescente trans y su difícil tránsito por una escuela religiosa de la ciudad. Un punto de partida que impulsó a Julia Derbule y Mauricio Fernández —realizadores audiovisuales—, junto a Bruno como parte del equipo documental, a contar una historia atravesada por todas las formas de la violencia hacia quienes se autoperciben diferentes. Soy Rocío estará disponible próximamente al público en la plataforma Cine.ar.
“Yo intenté ser varón, intenté que me gustaran las chicas, intenté ser normal como todos decían y no lo logré”, confiesa la protagonista en el avance, y anticipa que su historia es la de una persona que no cumple con los mandatos sociales ni con lo que se espera de ella. Pero el documental trasciende la experiencia de Rocío y retrata el perfil de una sociedad que resiste las disidencias y que ofrece infinidad de batallas a aquellos que se empeñan en ser lo que quieren ser.
“La violencia no es intrínseca a la historia de Rocío”, afirma la guionista Berenice Bruno, y explica: “Más bien es inherente a un sistema social que se construyó históricamente imponiendo normas y condenando la diferencia, que no se limita a las identidades ni a Rocío, sino que incluye todas las historias marcadas por la diferencia étnica, sexual, cultural y religiosa. Lo que es particular de la historia de Rocío y de otras similares es el odio a la diferencia, porque no aceptamos que ellas rompan con las normas establecidas y por eso las condenamos desde el discurso, patologizándolas, o a través de la violencia”. La docente entiende la violencia como la forma de manifestar el rechazo y prefiere no hablar de homofobia o transfobia, porque es caer en la trampa de justificar a los agresores por motivos psicológicos. “Prefiero hablar de rechazo en un sentido más sociológico. Rechazo a las personas trans, a los negros, a lo no-europeo”, dice.
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Un choque de fuerzas
Al igual que la sociedad, la escuela es un territorio donde se producen grandes pulseadas entre los que habilitan las diferencias y los que resisten la inclusión. Un lugar donde chocan fuerzas contrapuestas y donde las violencias en sus múltiples variantes a veces conviven con espacios que ofrecen escucha, abrazos y contención.
“Rocío pasó por todo tipo de situaciones de violencia en el espacio escolar, tanto por parte de otros adolescentes como de algunos adultos que eran autoridad. Vimos que en general en las escuelas religiosas se manifiestan grandes rigideces en cuanto a los géneros, no se tienen en cuenta las disidencias, los baños son para varones o para mujeres, igual que los uniformes. Es reciente que los jardines cambiaran los tradicionales pintores rosas y celestes por otros colores mas neutros”, dice Derbule. El documental quiso exponer a través de los ojos de Rocío una realidad social signada por la violencia.
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El audiovisual muestra cómo en los años de primaria, el que por entonces se llamaba David era el mariposón, el puto, el enfermo y por esa “condición” fue sometido y amedrentado por los niños “normales” de la escuela a la que asistía. Entrando en la adolescencia su familia la envió a una institución educativa católica como remedio o garantía de que David sanara aquella extraña enfermedad que lo aquejaba. El lugar elegido fue la escuela San Antonio de Padua, en la que Rocío aprendió a esquivar embates de todo tipo y a empoderarse en el choque de fuerzas.
En el colegio parroquial de la zona sur Rocío comenzó a ganar sus primeras batallas. Fue en sus aulas donde una profesora insistía en llamarla David mientras pasaba lista, pero también donde su compañera Martina un día se plantó y en un acto pedagógico le explicó a la docente: “No se llama David, la tiene que llamar Rocío”. Su preceptor, Sebastián Danelón, fue otra pieza clave. En una charla con La Capital recuerda los claroscuros del tránsito de la adolescente por la institución: “Algunos integrantes de la escuela le abrieron la puerta mientras que otros no querían que Rocío se manifieste como tal. Eso generó en ella la capacidad de luchar por lo que quería. Las respuestas negativas que recibía de los otros la ayudaron a que se diera cuenta de que si quería lograr algo tenía que conocer sus derechos”.
Danelón impulsó a Rocío a formarse, porque “la ley es para todos”, y ante la adversidad fue él mismo quien la contactó con un organismo oficial para que pudieran asesorarla en el ejercicio de sus derechos. La acompañó a golpear la puerta indicada y en ese acto no solo contribuyó a desactivar mecanismos de discriminación sino que se transformó en un gran habilitador. “Como trabajador de la educación yo soy un agente del Estado, soy la representación de sus normativas y el nexo entre estas y los chicos y chicas que van a la escuela y sus familias. En el rol de agente del Estado, cuando veo algo que va en contra de las normativas vigentes y perjudica a alguien tengo que actuar. Lo hice con Rocío como también en otros casos de violencia familiar. Y en esto fue fundamental las capacitaciones que recibimos los docentes para saber cuándo tenemos que intervenir y cómo hacerlo”, explica.
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El preceptor recuerda que ese tiempo fue también de aprendizaje para ellos. Cuenta que en su formación previa estuvo a punto de ser sacerdote y que el encuentro con Rocío le permitió iniciar un camino que lo condujo a leer, formarse y escuchar a otras personas. “El problema —dice— es cuando se da un mensaje que supone entendimiento y ayuda al otro, pero esos mismos que te dicen que te van a contener son aquellos de los que te tenés que defender. Se complica cuando el mensaje y la acción están desprendidas y cuando los prejuicios sociales están tan presentes que contradicen lo que el mismo Evangelio anuncia”.
Derechos por ejercer
La película también ofrece una retrospectiva de los avances en materia de derechos humanos, y para ello apela a los testimonios de miembros del colectivo trans. A través del relato de anécdotas personales, representantes de distintas generaciones dan cuenta tanto de la violencias soportadas como de las batallas ganadas.
“Si bien se avanzó mucho en materia de legislación, específicamente en Rosario y en Santa Fe, los testimonios que se suman a la película ponen en evidencia que aún hoy la violencia social no cesó. Y si bien hay muchos derechos ganados, aún hay mucha gente que vive y piensa como en los 80”, dice la directora Julia Derbule.
“Ningún derecho cayó del cielo”. La frase es de la activista Lohana Berkins, quien como otras dirigentes del colectivo hoy son faro de las nuevas generaciones para seguir avanzando en más conquistas. La población travesti trans es uno de los colectivos más vulnerados de la sociedad, con una esperanza de vida de 35 años y la mayoría no cuenta con ninguna cobertura de salud. Suelen ser expulsadas de sus familias y del sistema educativo formal a muy temprana edad y es su identidad la que dificulta el acceso a un empleo formal. Soy Rocío también deja ver esos pendientes, y además de contar la historia de vida de una adolescente, invita a reflexionar sobre cuantos derechos escritos quedan aún por ejercer.