La violencia es ubicua, omnipresente en la vida cotidiana y en todas las relaciones. No es propia de ningún sector social ni de una localidad determinada. Se nos presenta de un modo cada vez más impactante y descomunal, tomando la vida de las personas sin freno, sin límites, sin saciarse nunca.Afectando —sin duda los datos de la realidad lo muestran claramente— la vida de quiénes tienen los derechos vulnerados, quiénes son las/os excluidas/os de un sistema que se alimenta de las desigualdades y de las injusticias.
Pero de esto poco se ha polemizado. Se enfatizó la condena sostenida en juicios basados en supuestos de práctica deportivas, hábitos culturales y de pertenencia clase. Buscándose culpables más allá de quiénes cometieron el acto. Se impuso la crítica, el juicio y la condena alimentando el enfrentamiento verbal, virtual, monologando sobre posicionamientos sectorizados, que persiguen la desaprobación de los otros planteos por el sólo hecho de no ser el propio. Se ha dicho mucho pero ¿qué hacemos como sociedad para enfrentar esta violencia?
Urge abordarla colectivamente asumiendo cada sector las responsabilidades que le compete por lugar y función en la sociedad, con la mirada puesta en el respeto a la vida y con el corazón junto al prójimo/a que es el próximo y la próxima, sin distinciones a la persona que tenés a tu lado, a ambos lados. La igualdad será posible si logramos reconocernos en la fraternidad.
Poder lograrlo será un desafío en un escenario de inequidades, pero posible si apelamos a la labor mancomunada. Hacer de cada uno de los ámbitos donde habitamos y transcurre nuestra cotidianeidad: trabajo, escuela, sindicato, club, barrio, organizaciones y en las redes sociales. Lugares de construcción colectiva.
Un primer paso es visibilizar la violencia que nos atraviesa en esos lugares comunes, reconocer como nos afecta en la tarea colectiva y en los modos de relacionarnos, identificar las causas que la motivan, asumir el reto de afrontarlas y el compromiso de transformarlas poniendo todos los recursos disponibles, reparando los daños para ponerle fin entre todos/as juntos/as al sufrimiento.
Por último, no deleguemos en la escuela la tarea que nos compete a la sociedad y cada uno de los sectores que la integramos. Aprendamos de la pedagogía de la fraternidad, haciendo de cada espacio compartido un lugar de aprendizaje y crecimiento, construido de la labor cooperativa y solidaria de quienes la integran.