Un bebé parecía caerse de los brazos de su padre, creo que esto es lo primero que recuerdo. La mujer que estaba a su lado reaccionó rápidamente y lo agarró. Eran las seis de la tarde en Oroño y Córdoba y a mi izquierda un taxista amagaba con dejar su auto. Enseguida entendí de qué se trababa. Sentí el impulso de manejar la situación y me aproximé al padre de familia, quise persuadirlo, calmarlo; su hija de cuatro años lo miraba asustada y en un llanto desolador le decía: “No papá, no”. Pero su papá estaba ciego por la ira y la llegada de un tal “gordo” lo hizo cruzar la calle. La ciudad se detuvo, todos los transeúntes nos convertimos en una especie de “pausa”, percibiendo sólo ruidos; gritos e insultos desorbitados de tres hombres, acompañados con ademanes fatales de brazos. Hubo un empujón y una trompada, y la parálisis total del taxista, no quería aún resignarse cuando los otros dos se alejaron. Crucé la calle. “Flaco, mírame a los ojos. Cómo te llamas”. Se llamaba Javier, y logré que se subiera finalmente al taxi y arrancara. Le tuve que decir dónde doblar cada vez. Javier sólo pensaba en la piña que no devolvió, le dolía como una herida en el alma. Me dijo que se arrepentía sobremanera de haber pensando primero en el trabajo, que por ser mujer no entendía lo que era que te toquen la cara. Le dije que fuera al parque Urquiza y corriera dos vueltas. No me escuchó, la bronca, la no venganza, la ira lo tenían mas cautivo que yo. No pudo hablarme de otra cosa. Intenté preguntarle si tenía hijos, me dijo que no y que por eso tendría que haberle pegado sin importarle el trabajo. Le propuse que subiera el volumen y cantemos ese rock and roll pero tampoco tuve éxito. No supo contestarme sobre si estas eran las cosas que realmente importaban en la vida. Llegué a casa y me largué a llorar, como esa nena de cuatro años, como si la piña me la hubiese comido yo, como si me la hubiesen encajado en la boca del estómago, donde ahora me duele fuerte, pero no tan fuerte como para dejar de pensar: ¡oh humanidad!