Son los condenados de la tierra. Los más postergados, los más sufridos. Se mueren de hambre, de necesidad, de carencias. Tratan de cruzar a algún país europeo, como sea: en chalupas, agarrados de neumáticos, en balsas leves y frágiles. En lo que se pueda. Es mejor arriesgarse que seguir padeciendo en Africa, o en algún país del sur de Asia. Sobre todo en Africa: sitio ajeno a cualquier integración seria en la economía mundial, que no sea por vía del saqueo y la expoliación por parte del “civilizado” capitalismo occidental. Por los que se enriquecen empobreciendo más a los ya pobres.
Nadie se acuerda de ellos: la mirada está siempre puesta en los de arriba, en los exitosos. Sabemos dónde está Roma, pero no dónde Kuala Lampur. Conocemos de New York, pero no de Isla Mauricio. Ubicamos a Tokio, pero ni idea de dónde se ubica Alto Volta. Sabemos qué dice Obama, o cuál fue la última abdicación de Hollande a las presiones de Merkel: poco sobre el sufrimiento de los olvidados, sobre su pelea por llegar desesperados a arañar la costa europea, única esperanza para ellos y sus familias. Nos son invisibles; los de abajo no tienen un lugar en nuestra percepción, están fuera del campo de lo que nos interpela e interesa a la mayoría de los ciudadanos.
Cuando llegamos a saber de ellos, cuando resulta inevitable enterarse, no solemos pensar que por cada caso conocido, hay muchos que no lo son. De esos que llegan a las costas sin que nadie los vea, o que -y esto es peor- que se hundieron sin remedio en las aguas bruscas del océano, el cual los tragó para siempre. Silencio definitivo, pues seguro que desde sus sitiales nativos no hay medios ni disposición para hacer saber de su destino trágico.
Poco ha hecho la humanidad para aliviar el problema. Expulsar a quienes se ha podido, es uno de los expedientes de la diplomacia “civilizada”: echar a todos los que no hayan logrado visibilidad o protección. Cuando los casos se han llegado a conocer mediáticamente, se hace difícil el trámite expulsivo. En esa situación, se deriva a los inmigrantes no queridos hacia lugares en que se los pueda controlar o confinar. Con el designio, más de una vez, de reenviarlos de vuelta apenas resulte posible.
Por cierto que no es fácil para ningún país, aún para los más ricos, procesar la llegada de gran cantidad de inmigrantes sin papeles, sin calificación laboral, a veces con problemas para hablar el idioma del país. Ciertamente es así, sobre todo ahora que Europa sigue inmerso en la crisis que se inició allá por el año 2009. Pero recordemos que esta penitencia se inicia con una culpa: los países europeos colonizaron y explotaron brutalmente a los africanos, sosteniendo hacia ellos incluso condiciones de esclavitud. Los que ahora vienen a Europa, son el fruto de lo que antes Europa hizo en Africa. Es el boomerang de la historia, es aquello de “cosecharás tu siembra”. Por supuesto, el viejo continente disimula responsabilidades, y se autorrepresenta como agente de desinteresada solidaridad con los más débiles, de piadosa decisión en su ayuda.
La escuela. ¿Puede la escuela ayudar en algo ante esta situación penosa, desde nuestros países? Quizá el primer procedimiento consista en —de alguna manera— desandar el camino de lo escolar. Me explico: Sarmiento dividía entre civilización y barbarie, creyendo (con ingenuidad ilustrada) que eran por completo externas la una a la otra. Pero la realidad es muy diferente: para que Europa tuviera excedentes hasta construirse culta, esa misma Europa debió expoliar América, llevarse nuestras riquezas naturales, apropiarse recursos no renovables. Walter Benjamin lo pensó mucho mejor: “Todo documento de cultura, es a la vez de barbarie”. Es decir, la cultura conlleva a la barbarie como su propia sombra, el refinamiento se establece sobre la sangre, sudor y lágrimas de los de abajo. La civilización no es lo contrario de la barbarie, sino que se trata de dos caras de una misma moneda.
Ello significa que no hay dos Sarmiento: uno bueno que quería escolarizarnos, otro malo que buscaba perseguir indios y gauchos. Los dos son uno solo. Lo vemos en cierta clase media escolarizada, que detesta a los de abajo, que desprecia a lo que llama “los negros”. ¿Va eso contra la escolarización, en la que se habla de justicia y de igualdad?
No; no va en contra. Porque bajo la letra de que todos somos iguales, la escuela sostiene, como “currículum oculto”, la hipervaloración de lo escolar, de las buenas maneras, de la letra escrita. Por ello, el desprecio a las formas toscas, a lo no cultivado, a la pulsión directa. La sombra que lo escolar deja, es el rechazo de lo no-escolar. La pretendida superioridad de la letra sobre el habla, del hablar educado por sobre el habla popular, del mundo clasemediero sobre los modismos de los más pobres, pues la escuela sostiene un “arbitrario cultural” (Bourdieu) ajustado a los sectores sociales medios y altos, de modo que los de abajo quedan automáticamente fuera de lugar.
Si esto es así, la escuela deberá trabajar para, en primera instancia, aprender a valorar a esos expulsados de la Gran Historia que van a tratar de vivir en Europa. Que prefieren morir a seguir sobreviviendo en el hambre y la nada. Lo automático, será que en la escuela se hable de que hay que valorarlos como seres humanos, pero que se sobreentienda que son personas “de segunda”. Que se tienda a despreciarlos en los hechos, a partir de su falta de peso económico y simbólico, por no ser escolarizados. Por ser una nadería histórica, los-sin-nombre que son un sólo un resto insignificante para los “exitosos”.
Habrá que deconstruir ese efecto ilustrado que lo escolar plantea. Hay que hacerlo para otros fines también, es una tarea que la escuela debe enfrentar diariamente. Si el desprecio a lo “salvaje” es el otro lado necesario de lo escolar, hay que trabajar—interminablemente— en la deconstrucción de lo que la ilustración escolar conlleva. Es decir: hay que afrontar la condición imposible (pero necesaria en su paradoja) de destejer como Penélope lo que el tejido escolar promueve.
Desde esa condición si se quiere inerradicablemente problemática, lo escolar debe trabajar contra su propia sombra: y desde ese trabajo, abrir a la percepción y el afecto hacia los pobres, hacia los no-escolares, hacia “los bárbaros”, hacia los olvidados, condenados e invisibles de la historia. Hacia esos que cruzan el Mediterráneo en la fragilidad total.
La denuncia. Y si logramos superar —o al menos recorrer— ese camino inicial, vendrá lo que sigue: hacer algo por esos seres sufrientes y lejanos. ¿Hacer qué? Allí, si ya se logró conciencia previa, surgirán las iniciativas, a partir de la creatividad colectiva. Surgirán propuestas que desde lo aquí escrito no podemos prever. Pero, sin dudas, hay algo que no puede faltar: la denuncia, la ayuda al conocimiento colectivo de la cuestión, la puesta en agenda de la temática para que deje de resultar indiferente.
Mucho se puede colaborar en la tarea de visibilizar a los invisibilizados, de hacer perceptible lo que hoy pocos ven. Si el tema lograra peso suficiente en la agenda pública, la respuesta de los Estados europeos tendría que ceñirse a un mayor grado de apego a lo que ellos exhiben como “civilización”. Y podrían, mucho menos que ahora, ningunear e ignorar el dolor de estos cientos de miles de sujetos condenados a una forma de vida que no es vida, o a la muerte en medio de las aguas.
Ojalá que algo hagamos. Que no nos paralice lo modesto de lo que podamos obtener. Porque así como no hay peor lucha que la que no se emprende, no hay lucha realizada que no deje algún efecto. Esto, porque los efectos históricos no se notan de inmediato, y a menudo se acumulan y suman imperceptiblemente, para florecer luego en rupturas y saltos inesperados.
Sería una contribución a la justicia, y una forma de que lo escolar no se muerda la cola en la reproducción de la ideología implícita en favor de los ilustrados como pretendidamente “superiores”, como los supuestos elegidos de la historia.