El blues, en el sentido que la palabra tiene en el jazz, implica un estado de depresión, de tristeza, de abatimiento. Aparentemente ese significado ya se encuentra en el diccionario de Oxford de 1550. No se sabe con certeza cuando la palabra se comenzó a utilizar en plural y menos aún cuando fue la primera vez que se utilizó como título en una canción. Aparentemente (según Clayton y Gammond) la palabra aparece por vez primera en una canción de 1912, del 3 de agosto, si se quiere otra precisión. También se discute la cuestión de los compases: lo cierto es que lo común es asociarla a doce compases: cuatro en la tónica, dos en la subdominante, y otros dos en la tónica, los cuales necesitan, para resolverse, otros dos en la tónica y otros dos en la subdominante, lo cual hace los doce compases que son los fundamentales. El estudioso argentino Ortiz Oderigo nos dice que los blues deben ser enfocados como música folklórica anterior al jazz y también como base armónica para la improvisación en el ámbito de la música sincopada. Una de las características que pocos o nadie discute es que el blues es ante todo la expresión de una voz solista. Otra es la existencia de las llamadas “blues notes” que ocurre cuando al acorde subdominante se le inserta una tercera o una séptima menor.
Otros son los temas en discusión, sobre todo pasando tanto en el tiempo, pero lo que parece indudable es que hay músicos de jazz que tienen una aptitud natural para la ejecución del blues; otros que no llegan a tanto. Ellington, que ha escrito sobre el blues, es uno de esos intérpretes que saben muy bien de qué se trata cuando se habla de blues y lo que este disco ofrece es una verdadera lección de cómo deben interpretarse y más aún, cual es esa diferencia, no siempre percibida, con las baladas, que dicho sea de paso han ido cambiando de significado a lo largo del tiempo: de ser una canción bailable y ligera, luego fue una simple melodía para solista, para más adelante ser algo largo y narrativo. Los blues que toca Ellington y sus músicos son blues en el estricto sentido de la palabra (acaso haya algún purista que lo discuta) y las baladas son esas que todos sabemos lo que son, al menos en el mundo del jazz, y lo sabemos sin necesidad de definirla.
Alguien ha apuntado que es justamente en este tipo de temas que Ellington muestra su mayor genialidad, y no está muy lejos de la verdad. En estas versiones, que abarcan un período que va desde 1957 a 1968, se lo puede escuchar como solista, con un trío, con pequeños grupos o con toda la orquesta. Los resultados son todos dignos de que repitamos su audición.
Los músicos se encuentran en su mejor forma y en el caso de Milt Gaynor, que canta dos temas, lo hace muy bien, con un estilo aterciopelado que nos recuerda, al menos en parte, a Johnny Hartmann.
Este disco es un excelente ejemplo para explicar a alguien lo que es el jazz, esa música que muchos no comprenden. Cuando la Enciclopedia Larousse dedicada a la música, en la parte correspondiente al jazz, dice que discutir sobre el tema presupone una discusión anterior: saber de qué se trata, ya que hasta el momento nadie ha podido ponerse de acuerdo en una definición que todos acepten. Y agrega que el jazz es posiblemente, en definitiva, el más intrigante fenómeno musical del siglo veinte que los musicólogos han debido y deben seguir estudiando.
Y quienes lo desdeñan al menos que tengan buenos argumentos para hacerlo. De cualquier manera, por mi parte, en este tipo de problemas, mis falencias me ayudan. Me gusta el jazz, con algunas preferencias, desde el comienzo de su historia registrada (es decir 1917) hasta lo que escuchamos hoy en día. Tal vez se supondrá que esto implica una carencia de valores, lo cual no discutimos. Puede ser que así sea. Cuando iniciamos esta serie de pequeñas notas sobre el jazz lo hicimos sobre dos discos por los cuales tenemos preferencia.
Uno de ellos es el que grabó en 1933 Spike Hughes, con una orquesta que le había preparado Benny Carter y el otro las sesiones que organizó Panassié en 1938 con la presencia, entre otros de Sydney Bechet, Tommy Ladnier, Mezz Mezzrow, Teddy Bunn, James P. Johnson.
(Cada vez que escucho jazz, se trate de lo que se trate, del músico que sea, las sensaciones que eso despierta en mi no tienen en realidad nada que ver con su posible o imposible comprensión. En algún momento, para dar un ejemplo, ese solo de Tommy Ladnier, me lleva a una ciudad que apenas conozco y me doy cuenta que estoy leyendo un texto de Borges. Camino hacia un bar donde sé que encontraré a alguien que hace mucho que no veo y eso me alegrará. Otra vez, estoy escuchando a Eric Dolphy digamos, camino por una playa y busco el sitio desde el cual parte el sonido de ese clarinete bajo. Me doy cuenta que hay algo que me aproxima a Dios, imágenes de la niñez que creía haber olvidado. Ahora son con Coltrane y Ellington los que escucho, entonces vuelvo a estar sentado en un rincón cercano a una ventana y cerca hay un piano y otra vez me parece ver a mi familia que estábamos por sentarnos a almorzar. Cuando se trata de Bill Evans o de Teddy Wilson, es como regresar a mi adolescencia. Salgo de algún cine y cruzo la plaza San Martín con el cuello del sobretodo levantado. Hace frío. Pienso en que cuando llegue trataré de tocar algo de Faure. Pero la música termina. Y siempre que termina siento como una especie de tristeza con fragmentos de felicidad. Veo fotografías viejas, releo poemas más viejos aún, sé que en el jazz hay una misteriosa forma de alterar el tiempo, de trastocar los conceptos del pasado, del presente y del futuro y me pongo a leer uno de los cuartetos de Eliot. Entonces soy yo el de hoy, el que escribe, el que ya tiene 77 años y que sin merecerlo, y con remordimiento, se siente feliz. Eso es el jazz).