Estratega y taimado, irreverente y arrebatado, hombre de confianza del general San Martín, su virilidad insaciable al borde de la lascivia le jugó, sin embargo, algunas malas pasadas. Pero ni la cárcel ni el destierro, y mucho menos la persecución política lograban amedrentarlo: despertaban en ese corazón en llamas ganas de más. Es que “el Diablo” no sabía de negativas, y el agotamiento era en él un estado desconocido. Así, tanto en armas por su patria, como entregado al desenfreno de la piel, daba hasta su vida misma.
Una vez más, con esa mirada única capaz de entrever en el devenir histórico el fluir de dimensiones humanas que narran otra historia, Florencia Canale rescata un personaje “poco contado”. El hombre prohibido, el héroe imposible que encarna con todo su peso en una novela que sólo una de las escritoras más exquisitas de la última década es capaz de llevar, para regocijo de sus miles de lectores, a buen puerto.
El primer capítulo del libro
—¡A confiscar todo lo que se pueda! Caballeros, ¡aquí no queda nada! —ordenó, iracundo, don Joaquín Belgrano.
A ninguno de los allí presentes se le ocurrió vacilar. Soplaban vientos de furia en Buenos Aires. Las contrariedades entre las dos facciones de la Logia Lautaro se habían convertido en una guerra sin cuartel. Habían dejado de discutir estrategias, prefirieron ejecutar un golpe.
El 3 de abril de 1815, el general Ignacio Álvarez Thomas se había sublevado en la posta de Fontezuelas. Envalentonado, el Jefe del Ejército había enviado un comunicado al Cabildo y al Director Supremo, anunciando que, si este no dimitía, se vería obligado a reunirse con las fuerzas que respondían al oriental José Gervasio Artigas para avanzar sobre Buenos Aires, y así liberarla del tirano Carlos María de Alvear. La ciudad —controlada desde la distancia por su otrora dilecto camarada, José de San Martín— se había plegado a la revuelta y al joven Director de 25 años no le había quedado otra alternativa que renunciar. Y con él, cayó también la Asamblea que se había instalado en 1813. Uno de los más fervorosos propulsores de aquella junta había sido Bernardo de Monteagudo. La facción de Alvear fue perseguida y encarcelada.
Los comisionados entraron a la casa de Monteagudo liderados por el Alcalde de primer voto del Cabildo y próspero comerciante, don Joaquín Belgrano. Debían deshacerse de todo, que el reo bien guardado se encontraba.
—Pero estas habitaciones difieren completamente de lo que nos anunciaron —murmuró uno de los oficiales.
Habían recibido la orden de que debían hacerse de la cuantiosa fortuna que escondía el tribuno de Chuquisaca en su casa.
—¡Dejen de perder el tiempo y comiencen con la pesquisa! —gritó Belgrano y se secó el sudor de la frente.
Monteagudo vivía modestamente. Nada más lejos de lo que decían sus enemigos políticos: que aquel arribista era de temer, que la codicia lo pintaba por entero, que lo único que quería era acomodarse, tránsfuga, negro, impostor y ladrón. Belgrano miró a su alrededor. Los muebles daban lástima. Lo remitían a una celda de monasterio más que a una casa de familia. Abrió algunos cajones, más desiertos que un páramo; ni un céntimo escondido, ni una saca encubierta. Hizo un inventario veloz, con ese mobiliario no llegaba a los 200 pesos.
Se acercó al modesto ropero de madera tallada. La puerta chirrió al abrirla. Don Joaquín bufó impaciente, despreciaba la desidia. Le resultó extraño que el dueño de casa, con la fama que se había ganado, hubiera vivido en semejante precariedad. Y volvió a decepcionarse. El vacío de allí adentro encegueció su mirada. Esperaba encontrar alguna de las ropas que gustaba de ostentar el jacobino. Pero nada.
—¡Señores! ¿Pero qué ha pasado aquí? ¿Cómo es posible que esto parezca tierra visitada por Atila?
—¿Habremos llegado tarde, usía? —se atrevió uno de los oficiales.
Seguían sin entender qué había sucedido en la morada de Bernardo de Monteagudo. Continuaron con la requisa, los oficiales se dirigieron hacia la biblioteca que albergaba varios libros.
—¡Nómbrenme a uno y cada uno! —reclamó Belgrano.
—Con toda seguridad aquí encontraremos algo.
A viva voz, fueron dando el título y autor de la corta lista de publicaciones. Don Joaquín Belgrano se sentó en la única silla que había y desplegó el papel sobre la mesa. Mojó el plumín en el tintero y esperó con la frente en alto; ahora sí dejarían a ese demonio sin fuerza, masculló.
—¡Hay algunos en francés, inglés y latín, usía! —vociferaron sin entender lo que leían. —El resto en español.
Fueron armando el inventario: había libros de filosofía, historia, política. El primero que arrojaron al baúl confiscatorio fue Reflexiones sobre la revolución francesa, de Edmund Burke, siguieron con uno de los tomos de Historias, del helénico Polibio, el Tratado de la Legislación Civil y Penal, de Jeremy Bentham, la Historia de las Revoluciones Romanas, de Bertot, las Máximas de La Rochefoucauld, Elementos de la lengua inglesa y un diccionario inglés-español; también había algunos ejemplares de la Quarterley Review, la Historia de los Progresos del Entendimiento Humano en las Ciencias Exactas, de Saverien, los Anales de Tácito, la versión francesa de Millot de Arengas de los historiadores latinos, el Espíritu de la Enciclopedia…
—¡Tenemos la Vida de Napoleón en seis volúmenes! —agregó uno de los jóvenes, como si hubiera descubierto la pólvora.
—No me cabe la menor duda, ya mismo al rejunte de libelos —Belgrano estaba convencido de que allí se encontraba el origen de todos los males. Las lecturas del criminal debían ser desaparecidas para siempre. Quien se rodeaba de semejantes libros no podía ser considerado inocente. Cómo era posible que semejante mente diabólica recubierta en formas sucias hubiera sido instruido en Chuquisaca, farfullaba el acomodado de la familia Belgrano. Intruso, advenedizo, líder de revueltas malavenidas, negro trepador, los epítetos no le permitían hacer su trabajo.
—Don Joaquín, aquí hay una pila de libros prestados, no le pertenecen al convicto.
—Serán devueltos a sus propietarios. ¿Cuáles son? —y se acercó hacia donde deliberaban. Había un diccionario de la Academia Española con la firma de Hipólito Vieytes en la primera página, el tratado de Bentham firmado por Juan Larrea, un ejemplar de la Biblia y dos tomos del Sistema Social en Francia, propiedad de Carlos de Alvear.
Los separó para que fueran entregados a los familiares por la Comisión de Secuestros. Un murmullo y unas risas ahogadas lo distrajeron de su labor. A unos pasos de allí, los oficiales miraban con ojos desorbitados un libro de tapas marrones y leían, como podían, una de sus páginas.
—¿Qué está pasando por aquí? ¡A ver, señores, qué sucede! —en dos zancadas, Belgrano se llegó hasta donde estaban y les arrancó el libro.
Lo abrió y allí, arriba a la derecha, rezaba la firma de don Marcos Agrelo. Debajo y destacado, el título, La Biblioteca del Aretino. Don Joaquín trastabilló. Sabía bien quién era Pietro Aretino, aquel renacentista disoluto. Dio vuelta unas páginas y encontró los “Sonetos lujuriosos”. Y leyó.
—¡Esto es intolerable! Tengo arcadas ante este libro puramente obsceno —bramó Belgrano y deletreó en voz alta.
“…como gustan los sabios, contento estoy de que hagáis con la mía vuestro empeño. Agarradla con la mano, metéosla dentro: que tanto provecho al cuerpo sentiréis, cuanto con la medicina los enfermos…”.
Levantó la vista y miró a los oficiales, uno por uno. Le- vantó el libro profano por los aires y volvió a la lectura:
“En el culo la quiero. —Me perdonará, Señora, mas cometer no deseo tal pecado, pues esto es como comida de Prelado, con el gusto estragado para siempre”.
—¡Esto es inconcebible! Porquería dirigida enteramente a enseñar todos los modos posibles de ejercer la sensualidad —y lo hizo pedazos, ante la mirada estupefacta de los comisionados.
Para evitar cualquier recelo, uno de los jóvenes le acercó los últimos libros que quedaban: Ars Amatoria, de Ovidio, y la Historia del Lujo. El inquisidor mayor no vio motivos para la hoguera.
—¡Seis reales y un peso para estos dos! —tasó Belgrano y aguardó a que terminaran con el censo.
Sabía que hallaría este material réprobo en casa del diablo. Confirmaba la verdad. Lo que tanto se decía, aquello que resonaba como eco de abismo, que Bernardo de Monteagudo era un seductor empedernido, que no conocía de límites, que además de su vocinglería terrorista y praxis letal, penetraba mentes y cuerpos tras fronteras inexistentes.
Mientras tanto, el joven revoltoso aguardaba entre grilletes y a bordo, lejos de allí, cualquier descuido. Hizo una última petición por medio de su apoderado, don Pablo Vázquez: que se le diera permiso para disponer de sus ropas y libros.
Algunos pocos desconfiaban de su vigilia animal. Monteagudo parecía una bestia dormida.