Mirta
Cuando nació Matías, mi hijo, hace treinta años, yo no conocía a Mirta pero ya la conocía, porque nuestro pediatra, Enrique Lolo Ansaldi, en el Saladillo, tenía una especie de altar en su consultorio, y cada tres consejos para la salud de los niños (pocos químicos, alimentación saludable, juegos), uno se refería a Mirta, especie de chamán de la Sociedad de Pediatría de Rosario para todos los médicos jóvenes especializados en niñes.
27 de octubre 2019 · 00:00hs
Cuando nació Matías, mi hijo, hace treinta años, yo no conocía a Mirta pero ya la conocía, porque nuestro pediatra, Enrique Lolo Ansaldi, en el Saladillo, tenía una especie de altar en su consultorio, y cada tres consejos para la salud de los niños (pocos químicos, alimentación saludable, juegos), uno se refería a Mirta, especie de chamán de la Sociedad de Pediatría de Rosario para todos los médicos jóvenes especializados en niñes. Tampoco existía la palabra niñes, pero Mirta hubiera comenzado a usarla, como yo ahora, al recordarla.
La conocí a comienzos del dos mil, por el taller literario, el mío, al que, si hiciera un cómputo, supongo que ella debe haber mandado al menos la cuarta parte de la matrícula. Hasta allí yo era otro de sus alumnos, en este caso de pedagogía, resiliencia, erotismo y genitalidad, aborto, pedagogía del encuentro, ética y defensa de la infancia en el artista. Son algunos de los grandes conceptos que me ayudó a completar y profundizar, siempre con pudor, aunque también con abundancia. De a poco nos fuimos haciendo amigos, distintas adversidades de uno y otro fueron fortaleciendo el vínculo. También las celebraciones. Afinidades electivas como Freire, Fromm, Piaget, y yo alcancé a sumarle dos grandes poetas, Luis García Montero y Fabricio Simeoni. Y Pablo, claro, su hijo, que también era su amigo y mi alumno. Hubo momentos en que ella me dejaba llevar talleres enteros a su casa y la de Eduardo, su esposo.
Nos hicimos amigos pero yo nunca dejé de ser su alumno, ella nunca dejó de insistirme con la pedagogía del encuentro, la atención personal al alumno, “al niñe”, la paciencia, y el afecto, especialmente con los que podían estar más demorados. A menudo, algunas personas se sorprenden por la cantidad y calidad de los alumnos de escritura de mis talleres. Bueno, una de las claves es la pedagogía (eso no sorprenderá a ningún docente, pero sí a muchos escritores), y una de mis claves pedagógicas es Mirta.
Alguna vez le dije que yo quería fundar un club atlético y afiliarlo a la AFA. Se llamaría el Club Atlético Aristóteles, le dije, y sólo tendría jugadores con escasez de recursos materiales (manjar de arroz con manteca, padres de dos trabajos, madre cosiendo la ropa, Fiat 600 usado, El Hogar Obrero, y vacaciones sindicales, en su caso, el de Mirta, en RCT, Chapadmalal), pero nunca escasez de esfuerzo, creatividad, ética y afecto. Mirta me preguntó cuántos éramos y le dije que hasta ahora éramos catorce: mis dos viejos, ella, Lolo Ansaldi, la doctora Lovell (también de Saladillo), el juez de menores Juan Artigas, Chiqui González, Fabricio, Pablo, Logos, Ethos, Pathos, Marcelo Sánchez, Teresita y Gonza.
Una noche (para los miembros de nuestro club nunca es tarde en la noche), de madrugada, me agregó el nombre de Francina al equipo y me pidió le recordara la letra del poema La inmortalidad, de Luis García Montero. Ese último WhatsApp es del 21 de octubre del año pasado y en la devolución, Mirta encomilló estos versos: “Que no me lea el que nunca ha visto conmoverse la tierra en medio de un abrazo”.
A menudo espío ese WhatsApp antes de las clases. Con el tiempo se ha hecho un mantra. El club debería llamarse Mirta.
(Mirta Guelman de Javkin falleció el 30 de octubre de 2018).