Guillermo Peirano no intenta viajar al pasado; la línea de tiempo que dibuja su vida lo lleva hacia adelante; viaja en una carretera donde los páramos del presente se suceden ante su desinteresada observación. Él está atento al espejo retrovisor de su coche, que parece haber acomodado con precisión, donde se muestran una y otra vez asuntos de su historia personal: a veces son imágenes ansiadas, buscadas premeditadamente; otras, apariciones autónomas; otras tantas, meras fantasmagorías. Se trata de un retroproyector que él no avizora y que le va devolviendo, en cuentagotas, retazos de otro tiempo para que una, hilvane y arme un cobijo para cubrirse y, sobre todo, para algo que dice necesitar como el aire que respira: no olvidar.
Convertido en amenaza omnisciente, el olvido ha empujado a Guillermo Peirano (Rosario, 1965) a convertir en narraciones esas imágenes de su espejo retrovisor, simplemente para exterminar aquella inmensa sombra. Quizás el olvido sea parte del inevitable humo de la existencia y los recuerdos inservibles construcciones del presente para ahuyentarlo; en cualquier caso, esta es aquí la quimera que alimenta al escritor. Los rasgos, las secuelas de estos propósitos, construyen La sombra del perfume (Casagrande, 2020), primer libro escrito por Peirano, la road movie que reúne dieciocho relatos.
Quizás el primero de ellos –Lo único que podemos cambiar es el pasado–opere como prólogo auténtico de lo que viene luego. Porque allí se inscribe –acaso el narrador la incluye a tientas y sin proponérselo– la declaración de principios, la confesión de aquello que quiere exorcizar: “Vivir con miedo a vivir o miedo al vivir y una desmesurada necesidad de agradar para no volver a ser rechazado”. Algo bastante parecido a lo que aquel personaje de Rutger Hauer, el replicante del célebre filme Blade Runner, le dice al que interpreta Harrison Ford, antes de arrojar la paloma al aire y dar fin a sus días: “¿Sabes lo que es vivir con miedo? Es algo bastante parecido a la esclavitud”. Eso mismo proclama Peirano en su prólogo no querido: “Miedo a ser visto. Miedo a ser juzgado. Miedo a la condena”. Suelta entonces él mismo “su” paloma al aire y, al responderse sobre la razón por la que se ha lanzado a escribir “estos recuerdos en forma de cuentos”, exclama: “Porque lo único que podemos cambiar es el pasado”.
De allí en más, comienzan a desfilar los fantasmas, las almas errantes que Peirano evoca y convoca para su ficción.
tapas-peirano.jpg
La portada del libro editado por el sello rosarino Casagrande.
Hitos lejanos o recientes, recónditos o superficiales parecen haber quedado cifrados en una “caja negra” –esa que posee cualquier miembro de la especie– que el escritor ahora, no sin valentía, se dispone a inspeccionar. Los materiales de sus relatos están a la vista; los procedimientos y las herramientas a los cuales los somete son en este caso lo peculiar. Es que Guillermo Peirano es un hombre que no solo proviene del mundo audiovisual por su quehacer diario desde hace décadas, sino que está bañado por la cultura audiovisual, constituido por el mundo del cine. Si su libro comienza con una cita del cineasta italiano Paolo Sorrentino y concluye con un relato titulado Créditos finales –y sus reflexiones están surcadas por rememoraciones de filmes y personajes–, más elocuentes son las huellas de ese lenguaje en los enfoques, los matices, los argumentos que se filtran en la entrelínea de cada narración. Y he allí, precisamente, su autenticidad. Frescos, trágicos, a veces también naif, los cuentos de La sombra del perfume conllevan ese valor.
Pasados sus cincuenta años de edad, Peirano tiene metros de rodaje que ahora, en silencio, se ha puesto a editar y publicar. Los capítulos de su inmenso “filme” nacen un día y terminan en cualquier parte, a veces abruptamente, recostados en una reflexión cargada de inocencia. También esa es una marca auténtica de sus cuentos. Éstos concluyen sin aviso frente a un barranco, después del cual no hay más camino. Y son, como se dijo hasta aquí, asuntos dramáticos comunes, precarios o luctuosos, de su historia. Pero entonces, ¿cuál es el atractivo? Hace casi treinta años, Robert Altman filmó Short Cuts, una extraordinaria película basada en los relatos de Vidas cruzadas, de Raymond Carver. En esos relatos Carver –que, dicho sea de paso, había dado una olvidada conferencia once años antes, en 1984, en Rosario– simplemente apelaba a su vida cotidiana; la cotidianidad en la que se situaban aquellos cuentos era la clave de todo; los protagonistas de sus ficciones transitaban asuntos demasiado simples, que podían ocurrir a cualquiera. Todo eso hizo que la obra de Carver –y luego la película de Altman– desbordara (desborda aún hoy) su propia figura para convertirse en un texto de muchos; sus cuentos ya no fueron suyos sino de todos aquellos que los leyeran. Como con Carver, los de Guillermo Peirano no tienen una sola lectura; pueden tener tantas como lectores haya: Peirano corre a veces el velo de su intimidad para convertir ese escenario en una ficción de la cual ya no es dueño ni cancerbero.
Se ha dicho antes que la quimera de Peirano, con estos cuentos, es batallar contra el olvido. Empero, tal vez como el cineasta, cámara en mano, intenta perpetuar un instante que, a la vista de sus futuros observadores, ya no será lo que fue, sino otra cosa, límpida o monstruosa, moldeada por la percepción del momento. Es en su libre albedrío –acaso en un instante de escritura automática (mucho de ello tiene su libro, al parecer)– cuando al escritor se le filtran sentidas reflexiones que parecen darse de bruces con sus intenciones iniciales: “Los recuerdos son móviles y la mente los ajusta cuando los contrapone con el presente”, dice en el relato Una celebridad desconocida. Y unas líneas más abajo, en el mismo cuento, su personaje, que pierde el olfato, intuye que, en ese instante, se le genera “una confusión entre lo percibido y lo recordado”.
En La barra, el cuento dedicado a su abuelo y uno de los más logrados, Peirano mismo, en tanto personaje de la trama, hace lo que sabe: filma; filma a su abuelo. Pero ahora cuenta esa filmación: inmerso en su propia invención, él narra que él filma para conseguir un recuerdo inmaculado. Todo para contar una historia conmovedora para sí, y, de allí en más, para todos los lectores. “Con más miedo al olvido que a la misma muerte”, el narrador filma a su abuelo para dejar un “testamento vivo”. Y luego hace, de esa filmación, su relato.
Estos relatos de Guillermo Peirano exponen sobre la mesa que la historia íntima, y la colectiva, es un palimpsesto de recuerdos y olvidos. La literatura, la aventura intelectual del cine, el maravilloso concepto de ficción, suman otra capa más de sentido a esos planos superpuestos.