En la historia del rock argentino, Virus ocupa el casillero del grupo adelantado a su época. El clima general que predominaba al momento de su formación, entre 1979 y 1980, lo dictaban la solemnidad, el virtuosismo y la incipiente reaparición de la canción de protesta. No fue casualidad que los adjetivos más usados por la prensa para definir su primer disco, Wadu Wadu (1981), fueran “frívolo” y “comercial”. Entre el apogeo de Spinetta Jade y el jazz rock, con recitales que se disfrutaban con el público sentado y en silencio, y la creciente popularidad de artistas como Piero, la receta bailable y humorística del combo que lideraban los hermanos Federico, Julio y Marcelo Moura era considerada un insulto.
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Federico Moura, el frontman inusual.
–Tu libro gira alrededor de un hecho fundamental en la historia de Virus. Al momento de su aparición, gran parte de la escena del rock argentino, incluyendo músicos, periodistas y público, lo consideró frívolo. ¿Cuáles fueron los motivos que generaron esta interpretación errónea?
–Me parece que varios factores incidieron para que el incipiente establishment rockero de la Argentina descalificara a Virus apenas el grupo asomó cabeza. En principio habría que pensar en la mera falta de información. No solían venir grupos extranjeros a tocar, y si bien circulaban discos y revistas especializadas, no se trataba de algo masivo. Por supuesto, esa falta de información se combinaba con dosis importantes de inercia, de miedo a lo distinto, a lo nuevo, de comodidad, de dogmatismo. Se dependía bastante de lo que las tendencias fueran marcando en Estados Unidos o Gran Bretaña, pero al mismo tiempo se desconocían esas tendencias. Por lo tanto, se tendía a pensar como música comercial aquello que no fuera encasillable como rock sinfónico, jazz rock, blues o folk. Más allá de que en cierto sentido podría pensarse el punk –más allá de su funcionalidad social– como una contrarrevolución, aquí recién comenzó a conocerse un poco más de qué se trataba con el libro pionero de Juan Carlos Kreimer: Punk, la muerte joven. Y pese a los recitales que diera The Police en plena vigencia, la new wave era similarmente ignorada. Se tendía a pensar que era necesario tocar mucho, no se comprendía demasiado la opción de tocar justo. Y por supuesto, Virus cultivaba los equívocos: su apuesta incluía la incomprensión como una forma de camuflaje.
–El humor es esencial en la propuesta de Virus. En sus canciones, el grupo criticaba con acidez la situación social y cultural del país. Lo paradójico es que, por la sofisticación de sus letras, el mensaje pasaba inadvertido para la censura. En un pasaje del libro decís que a “Federico Moura la época lo volvía enigmático”. Me gustaría que te extendieras un poco en esta idea.
–En toda época hay formas predominantes de leer. La última dictadura que hubo en el país no fue una excepción. La censura tendió a privilegiar –jodido privilegio– no solamente las canciones con letras serias, sino también determinados ritmos o especies musicales. El humor, sobre todo cuando cultivaba alguna forma de hermetismo, eludía sus redes. Y la música bailable quedaba completamente fuera de su campo de búsqueda. Pensemos que la disco music –predominantemente negra y gay– fue aceptada como música para la juventud en aquellos años. Y que también por cuestiones rítmicas pasó sin ningún problema una canción como Another brick in the wall (part two), de Pink Floyd. Y fue todo un hit de las pistas de baile impuesto por los disc jockeys de la zona norte de Buenos Aires. Por eso es que dos de las canciones de Virus más virulentamente críticas del rock de la época –Me fascina la parrilla y El banquete– pudieron circular. Además, había un misterio inherente al mismo Federico Moura: ¿qué era? Imposible homologarlo al rockero de pelo largo y look más o menos hippie. Tampoco tenía la estampa del cheto o del pardo, extendidas categorías de la época. Y por más que le gritaran “¡puto!”, esa estampa ni siquiera se condecía del todo con el imaginario de la homosexualidad masculina. La ambigüedad fue también una de las armas –Virus era una máquina de guerra– y se extendía más allá de lo sexual, incluso más allá de Federico. ¿Eran unos tontos pasatistas? ¿O pasaban por tontos ante gente que se creía astuta? ¿Eran desentendidos o incluso cínicos, o eran los grandes críticos del sistema desde la canción popular?
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Roberto Jacoby, el atípico letrista.
–¿Cómo era la relación entre los Virus y Roberto Jacoby, autor de muchas de las letras?
–Durante años, en la canción popular funcionaron duplas: alguien escribía la música y otra persona se ocupaba de las letras. El tango y el folklore dieron duplas maravillosas, cada cual con sus matices: Gardel y Le Pera, Cobián y Cadícamo, Troilo y Manzi, Leguizamón y Castilla, Falú y Dávalos. Si bien la mayoría de los grupos de rock comenzaron haciendo versiones de canciones compuestas por otros –pensar por ejemplo en los Beatles, nada menos–, se fue tendiendo a valorar a priori las canciones propias. Como si esto implicara, sí o sí, un gran paso adelante. El narcisismo rockero fue imponiendo una figura de cantautor, que tiene grandes cultores como Dylan o Joni Mitchell, pero que convertido en fundamentalismo –el mandato de componer las propias canciones como signo de autenticidad, de honestidad, de sinceridad, valores que por mucho tiempo el rock opuso al artificio, al oficio– tuvo resultados nefastos. La mayor parte de las bandas del mundo tienen hoy letras de regulares para abajo. Virus abordó el asunto de otra manera, creo que única: incorporó a alguien que no tocaba ningún instrumento ni subía al escenario, pero resultaba fundamental. Tanto para el desarrollo de las letras, como para el despliegue de la escena misma: Roberto Jacoby. Un artista conceptual, participante del Di Tella, de una experiencia artística vinculada con la rebelde CGT de los Argentinos, con la que también colaboraba Rodolfo Walsh. Su aporte hizo una gran diferencia: Virus, una banda de ruptura para lo que era el panorama algo anquilosado del rock argentino, era sin embargo una banda con firmes vínculos con lo que había pasado en los 60 y 70. Y podría considerarse que era, al mismo tiempo, una gran performance guionada por Jacoby. Una especie de caballo de Troya que podía meterse en muchos lugares, llegar, con el disfraz perfecto de una banda nueva. Una banda que entraba tanto a una discoteca como a un club de barrio, pero en todas partes era algo extranjera, desubicada, sutilmente revulsiva.
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Juan Bautista Duizeide, el autor del libro.
–Los viejos tangueros no deben estar muy contentos con tu idea de que algunas letras de Virus eran discepoleanas. ¿Dónde encontrás, en la producción de Virus, la huella de Discépolo?
–¡Ojalá que no estén de acuerdo! Bienvenido sea incomodar a esos tangueros, y por supuesto incomodar también a los viejos rockeros y poperos. Me gustan las asociaciones ilícitas, sobre todo. Hay una definición de Sergio Pujol acerca de la figura de Federico Moura que funciona perfectamente: un cruce entre Bowie y Sandro. Pero creo que se puede ir más allá. Cuando vinculo a Moura –y a Virus– con Discépolo, no pretendo que haya una genealogía, canciones donde se note esa marca. Me interesa, en cambio, señalar analogías operantes en épocas muy distintas. Para comenzar, el humor. Pensemos en los tangos humorísticos de Discépolo, como Chorra o Justo el 31, en relación a las canciones más puramente humorísticas de Virus, como Loco Coco. El humor de esa canción es por supuesto muy distinto al de Discépolo –se trata de una canción que trabaja muy bien las aliteraciones y el humor algo absurdo, aunque más allá de esa superficie está hablando de una adicción–, pero la coincidencia importante se encuentra en que lleven la canción popular seria hacia el humor. Y aún más significativo me parece el modo en que articulan humor y crítica social. Dos de las letras más críticas de Discépolo, Yira yira y Cambalache, están llenas de humor. Y las dos letras más críticas de Virus –las mencionadas El banquete y Me fascina la parrilla– también. No debe perderse de vista, con el paso del tiempo, la modernidad de Discépolo, alguien que usó todos los medios disponibles en su época para desarrollar una obra e incluso una figura de artista: teatro, cine, radio, grabaciones.
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La tapa del libro de Duizeide.
–Durante gran parte del siglo XX, la vida política y cultural argentina estuvo regulada por la Iglesia Católica y el Ejército, por lo que no es casual que la homofobia perviva en nuestro país como un mal endémico. Una parte del público y muchos músicos los trataban de “putos”, como si fuera un insulto. ¿Cómo procesaban los integrantes de Virus esta violencia?
–Me parece que ya es momento de pensar al Ejército y la Iglesia, sin minimizar qué ha predominado dentro de sus filas, como instituciones también recorridas por tensiones y a veces por contradicciones irresolubles dentro de sus límites. No son lo mismo Perón que Videla, ambos generales, como no son lo mismo monseñor Plaza o Aguer que Devoto, Mujica, Puigjané o Cajade. Hay que pensar más en términos de clases sociales y de hegemonías. Al fin y al cabo, Virus no tuvo que enfrentarse directamente con curas o coroneles, sino con rockeros enojadísimos que les tiraban monedas, los escupían y les aullaban su putez. Lo más importante, creo, fue la actitud de Virus. Un grupo distinto, incómodo para esas miradas, pero no un grupo gay. No hacían bandera de esa causa, era algo dado, un terreno conquistado a partir del cual avanzaban, no un refugio en el que se instalaban. Y por sobre todo, no era una banda llorona. Algo que destaca Jacoby: actitud rockera. Tengamos en cuenta que los hermanos Moura también contaban con un desaparecido en su familia, pero no hacían una historia victimista de sí mismos. Hay una anécdota al respecto que resulta ejemplar. Cuenta Marcelo Moura que después de tocar en el festival Prima Rock “nos cagaron a naranjazos. Literalmente nos cagaron a naranjazos. Yo bajé del escenario llorando. Y Federico me dice: boludo, ¿no te diste cuenta de que mientras nos tiraban naranjas bailaban?”. Cabe agregar que Federico devolvía naranjas de taquito, lo cual enardecía aún más a los beligerantes pacifistas que predominaban entre el público.
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El prematuramente desaparecido Federico Moura.
–¿Cómo era la dinámica del grupo en cuanto a composición y arreglos musicales?
–En cuanto a las letras, a pesar del rol de Federico Moura y de Roberto Jacoby, había una apertura a lo colectivo, a la participación no solo de todos los integrantes de la banda, sino incluso, a veces, de amigos o amigas. Está el ejemplo de Soy moderno, no fumo. Su letra está firmada por Felisa Pinto, Federico Moura y Roberto Jacoby. La idea original habría surgido a partir de una pregunta de Federico Moura a la periodista Felisa Pinto: por qué no fumaba. Su respuesta –“soy moderna, no fumo”– daba perfecta para estribillo. En torno, Federico Moura y Felisa Pinto fueron escribiendo una primera versión: “Marlboro, Colt, Particulares / en mi campera. /Dorados, Jockey, R6, / Saratoga y Le Mans. // ¡Qué asco me da su contenido! / Cuando los quiebro / parecen cartuchos de veneno. / ¡Fuera de acá! // Soy moderno. / Es moderno, es moderno. / No fumo más. / No fuma, no fuma más”. Federico le llevó esa letra a Roberto Jacoby, quien la pasó por su máquina de trastocar palabras, incluyó veladamente en ella 17 marcas de cigarrillos, y transformó una intuición juguetona en una ironía en torno a la modernidad y el consumo: “Yo que iba al club de la muerte / en un golpe de suerte, / jugué al cuarenta y tres / y sólo erré seis. // Che Ester filtrá el humo / que en todo está. / Desconfío del camelo / de la publicidad”. Ironía dentro de la ironía, vincular Camel, una marca de cigarrillos, con camelo, expresión por entonces popular para significar engaño, y con publicidad. Tanto Felisa Pinto como Jacoby estaban vinculados al mundo de las agencias. Conocían a la bestia desde su interior.