Como nación, Estados Unidos suele despertar sentimientos y pensamientos enfrentados, pero la calidad de su literatura —sobre todo, su narrativa—resulta indiscutible. Desde Irving a Poe, pasando por Hawthorne, Twain y Melville, sin olvidarnos de Crane o Bierce, y menos todavía de Henry James, desembarcar en el siglo veinte implica recordar a Hemingway, Faulkner, Thomas Wolfe, Dos Passos, Caldwell, Steinbeck, Nathanael West, Hammett, Chandler, Henry Miller, Capote, Mailer y Carver, entre otros maestros de la prosa. En esa tradición, nada menos, se inscribe la obra de Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944), a quien muchos ven como uno de los últimos eslabones de tan magnífica cadena.
En su último libro, el autor de El periodista deportivo, El día de la independencia, Acción de gracias, Un trozo de mi corazón y Canadá deja de lado su habitual territorio, la ficción, para sumergirse en las dificultades del género autobiográfico.
Entre ellos. Recuerdos de mis padres, publicado por Anagrama, está integrado por dos textos escritos en épocas distantes entre sí, uno dedicado a evocar a la figura paterna —el que abre el volumen— y otro a la materna.
Con su prosa precisa y seca —pariente directa de la de Raymond Carver y, como la de Carver, heredera de Antón Chéjov—, Ford se dedica aquí a saldar cuentas con sus familiares más directos, y al hacerlo produce un libro que no dejará indiferente al lector sensible.
Las vidas de las que se ocupa el novelista carecen de todo rasgo de excepcionalidad. Su padre fue un viajante de comercio que recorría el sur estadounidense a bordo de su pequeño Ford vendiendo almidón para lavanderías. Su madre fue durante largo tiempo (mientras él vivió) sencillamente la esposa de este hombre, a quien acompañó a lo largo de sus travesías comerciales hasta que el nacimiento y crecimiento del único hijo en común, Richard, la obligó a permanecer en un domicilio fijo.
Lo que primero sorprenderá a quien incursione en este libro es la sinceridad de su autor. Lejos de todo edulcoramiento, sin enmascarar nada, Ford narrará con crudeza los hechos de las vidas de sus padres y tampoco nos ahorrará su opinión sobre ellos, que en ningún caso linda con la piedad ni se abandona al sentimentalismo. Además, llegado el caso, sabrá ser cruelmente autocrítico.
El resultado de la puesta en práctica de esta receta son dos textos de áspera belleza, que llevarán al lector a preguntarse, no pocas veces, acerca de su propia vida. Porque más allá de que las situaciones que se cuentan en estos dos relatos recuerdan, desfasaje cronológico mediante, a aquella joya del cine que se llamó París, Texas (Wim Wenders sobre guión de Sam Shepard), las relaciones entre padres e hijos tienen un trasfondo común. El trabajo, el amor, la enfermedad, la muerte son ese terreno: lo que teje y desteje el devenir de los días.
"La psicología no era una disciplina que practicaran más que la historia. No eran de natural indagador: no se preguntaban a menudo cómo se sentían respecto de las cosas", describe Ford. Y remata: "Preferían, en la medida de lo posible, pensar que la vida estaba bien tal como era".
Con esa contundencia escribe Ford, aunque no se priva de la ternura. A su padre lo pinta en una sentencia excepcional: "En la mayoría de los aspectos no era un hombre diestro ni habilidoso, pero poseía talento en el arte de ser amado".
Si su padre aún viviera, yo no hubiera vacilado en pedirle al escritor su teléfono.