Pieza clave del período de entreguerras, Odile (1937), de Raymond Queneau (1903-76), es ante todo, una cáustica parodia semiautobiográfica del surrealismo, movimiento del que ya se había tempranamente distanciado para ensayar caminos de expresión más personales y sustanciosos. Esta curiosa roman à clef encierra el germen de lo que serán las búsquedas futuras del autor de Zazie en el metro, y asimismo anticipa otras expresiones estéticas, como el existencialismo de Albert Camus (L'Étranger, por ejemplo). Pero, ¿sobre qué “trata” esta narración escrita por quien sentó las bases del OuLiPo y del “neofrancés”?
Roland Travy –el protagonista y alter ego queneauniano- vive una vida desconcertada, sin rumbo, es decir, en un riesgo continuo. No trabaja, no ama: divaga. Sabemos poco de él, de su misteriosa realidad. Apenas que estuvo en Marruecos durante su servicio militar, y ya de regreso en París -la decadente bohemia parisina entre mafiosos, rameras y demás criaturas diversas de la noche-, mata su tiempo en compañía de un grupo de surrealistas. Desde luego Odile excede cualquier nomenclatura o atisbo argumentativo. Y esto se debe, en parte, a que esta pieza narrativa rehúye la norma. Al rigor dogmático de Breton, tomemos por caso, Queneau propone la expresión de una libertad que pendula entre el lenguaje literario y coloquial, aspirando un estilo que proclama lectores activos, que reprueban el gusto por la narrativa chata y aletargada. Las escenas que conforman el libro definen la capacidad de devolverle a la prosa su carga subversiva: la pura experiencia del lenguaje. Una, que se cuestiona a sí misma, poniéndola a prueba a través de una tormenta de improvisación. Sin embargo, no hay una pizca de azar aquí (léase automatismo psíquico). El uso de la repetición y los términos coloquiales como recursos estilísticos para crear los efectos semánticos de aceleración, espontaneidad y vértigo, están fríamente calculados (así como la voluntad algebraica de su protagonista, que mucho recuerda al de Op Oloop del cordobés Juan Filloy).
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Odile hace trinchera en la densidad (y dosificada secuenciación) enciclopédica de su autor, y se refleja en Travy, quien se esconde en el cálculo matemático –la unilateralidad de la razón– con la ilusión de hallar cierto grado de certeza en este caos llamado realidad. ¿Lo alcanza? En verdad, poco importa. Escrita con la libertad efervescente de quien sueña, el conocimiento desbordado de Queneau cristaliza en una prosa que carcome las formas tradicionales de la narración, acaso arguyendo que la estructura de una novela puede ser tan significativa como un personaje. Tal vez por eso mismo, cada frase conserve varios niveles semánticos. Parte de su dominio técnico consiste en la habilidad con que engarza cada escena a través de largos e indefinidos diálogos caleidoscópicos que no tienen encaje ni en la realidad ni en el sueño. La palabra en todos sus ecos y recovecos.
Odile integra la colección Rescates. La traducción corre por cuenta de Pedro B. Rey. Asimismo la cuidada edición trae un prólogo de Rafael Cippolini. No hay que desdeñar los dos anexos: una entrevista de Marguerite Duras, así como una cronología ilustrada del autor de este inquietante artefacto literario.
Así escribe: un fragmento de "Odile"
Por Raymond Queneau
Cuando empieza esta historia, me encuentro sobre el camino que va de Bou Jeloud Fetouh bordeando la muralla de la ciudad. Acaba de llover. En los charcos de agua se reflejan las últimas nubes. El barro se pega contra los clavos de mis borceguíes. Estoy sucio y mal vestido, militar que retorna de pasar cuatro meses en su columna. Delante de mí, un árabe inmóvil observa el campo y el cielo: poeta, filósofo, noble. Así es como empieza esta historia. Hay de todos modos un prólogo y, aunque no puedo recordar mi infancia, como si mi memoria hubiera sido devastada por una catástrofe, conservo contra todo una serie de imágenes de la época que precedió a mi nacimiento. Más tarde hubo gente que me dijo que era imposible nacer así, a los veintiún años, con los pies en el barro, rodeado de charcos y, allá encima, nubes derrotadas que navegan hacia su fin; y, sin embargo, es totalmente cierto: de mis veinte primeros años solo me quedan escombros y mi memoria quedó arrasada por la desgracia.
Cuando empieza esta historia, hacía un año más o menos que era soldado y volvía de pasar cuatro meses en el Rif. Había visto matar hombres y quemar aldeas. Formaba parte de los invasores, pero detestaba el orgullo de mis incultos y mugrientos camaradas, tipos valerosos en su mayoría y capaces con seguridad de convertirse en héroes de una carnicería. Aunque yo era igual de mugriento que ellos, también era menos valeroso. Mis simpatías estaban en otro lado. De todas maneras no me quedaba sino aceptar mis responsabilidades y, aunque yo mismo no había disparado contra los Chleuh, sí fui parte de esas columnas que con la lengua afuera iban en pos de la obra ya esbozada por Carlos Martel y el Cid Campeador.
Al principio quedamos acantonados en un puesto construido con canto rodado, dentro del cual se acomodaron los que tenían más galones y los más despiertos de los nuestros. Los demás, en cambio, entre los que me contaba yo, cabeceaban dentro de una tienda de campaña denominada marabout y se rotaban en la guardia tres horas por noche. Llovía sin parar, como pasa en una guerra europea, una gran guerra. Vivíamos como herrumbrados, débilmente sostenidos por una comida putrefacta. Eso duró casi un mes; después, nos trasladaron a una pequeña meseta aplanada por el viento, que los militares usaban como puesto de seguridad. De hecho, veíamos subir y bajar convoyes de mulas, batallones de legionarios, partisanos y otras rarezas. Para ir a buscar la papa había que vadear un río. Esa era la manera en que nos lavábamos los pies. Como mucho todo esto tiene un interés mediocre; pero, en fin, es el prólogo de este relato. Y, para terminar, sé bien lo que estoy haciendo. No cuento historias a diestra y siniestra. Así será, entonces, la manera en que nos lavábamos los pies.
Cuando los superiores consideraron que ya estaban lo suficientemente limpios, levantamos campamento y subimos a cimas más altas todavía a hacer el relevo de un batallón de no sé qué clase que debía lanzarse una y otra vez al ataque. Se nos distribuyó en puestos diminutos; el nuestro rodeaba la tumba de un santo musulmán. Una fuente servía de centro al batallón y cerca de la aldea bereber había un comerciante que vendía vino y conservas. Estábamos muy cerca de la frontera con el Marruecos español y los pueblos que se encontraban delante de nosotros eran todavía parte de la disidencia. Los bombardeábamos de todo tipo de maneras. A lo lejos, se podía ver una gran aldea que parecía a mis ojos una especie de Meca. Esperaba que en algún momento nos tocara ir hasta ahí; el gusto por los viajes, ya me entienden.
(Traducción, Pedro B. Rey)