UNO
Por Patricio Raffo
UNO
Hace más de cien años que te amo. O más. Vaya uno a saber. Hace tantos años que te amo que he perdido la cuenta. No recuerdo cuando comencé a amarte, no había nacido aún.
DOS
Podría asegurar que he estado contigo en lugares en los que no he estado jamás. Como aquella vez que nos cruzamos con Borges, en una de las calles de Balvanera, bajo el sol de un otoño lejano, en una de las tantas caminatas que hemos hecho bajo los árboles de esas calles empedradas. Los vimos venir de lejos. Borges tenía un impecable traje gris y sonreía, con clara felicidad, y Estela estaba bellísima, con un vestidito breve y un sacón que se movía, con elegancia y soltura, al son de su caminar. Al cruzarnos, cruzamos las miradas. Nosotros también hacíamos una linda pareja. Acabábamos de tomar café en uno de nuestros lugares preferidos. Y estaba llegando el mediodía. Resulta imposible olvidar esos momentos en los que brillamos sin cesar.
TRES
La vida es breve y, aun así, a mí se me hace que la lentitud en el modo de amarte es el modo más efectivo que he tenido, y tengo, de afirmar la belleza. Y es por eso que la vida vivida es una cosa y el tiempo de amarte es otra cosa o es otro tiempo o es otra instancia del tiempo. Y podría decir más, podría decir que afirmar la belleza, amándote lentamente, es una de las actitudes más honestas que custodio y ensayo de manera particular. Amarte lentamente es uno de los recursos que mi vida tiene para dar su brillo más preciso y sublime. Como aquella vez, en algún punto de unos cincuenta con cierto charme aromándolo todo, en que, apoyados en la baranda de aquel barco que nos cruzaba a Uruguay, mirábamos juntos ese río de la Plata encrespado y el viento enfriaba nuestros cuerpos tibios como nunca jamás. Como ahora mismo. Como en este exacto momento en que sigo estando apoyado en esa baranda del viejo barco blanco que nos cruzó a Uruguay, aquel invierno tan frío como hermoso. Te miré lentamente, volaba tu cabello y reías, como lo estás haciendo ahora mientras cierro los ojos y me reclino sobre el respaldar de este sillón de terciopelo bordó, que está en la sala principal de nuestra casa. ¿Aún navega ese viejo barco blanco hacia Uruguay, con nosotros, de frente al viento frío, apoyados en la baranda de madera marrón? ¿Aún estás sonriendo, con tu cabello revuelto, mientras pasan los eternos instantes en un devenir perenne? ¿Cuánto tiempo hace que he cerrado los ojos para verte?
CUATRO
Siempre estoy viéndote. Siempre estoy mirándote, observándote. Antes, durante y después de tu presencia. No dejo de verte. Nunca dejo de verte. Entrecierro los ojos y te veo. Estás ahí. Moviendo las manos, con ese gesto tan tuyo, o sentada, casi inmóvil, en las escalinatas de la Piazza di Spagna, en Roma. Justamente, hace unas horas, antes de sentarme a escribir estos párrafos, mientras disfrutaba de un trago en un bar de esos a los que solemos ir por una copa, me pareció verte entre esas mesas con tapa de mármol y esas sillas típicas con respaldar curvo. Y brindé por ti. Brindé contigo mientras intercambiaba opiniones con el barman, que siempre tiene precisión en sus manos para preparar un buen Boulevardier. Podría decirse que, sea como sea y sea donde sea y sea cuando sea, estoy viéndote. Podría decirse que mirarte es una especie de eje alrededor del cual el amor gira en su precisa órbita. La órbita del mirar en el modo de amarte. La órbita del amor como una deriva de su rumbo. La deriva concéntrica del amor en la corriente del mirar. Sin velas. Sin timón. Sólo el mirar marcando el camino alrededor del en este modo de amar sin tiempo.
CINCO
Una vez, recuerdo, tomamos un café en Menton, esa hermosa ciudad de la costa francesa, que se encuentra después de cruzar la frontera desde Italia. Nos sentamos en una mesa al borde de la playa. Era un atardecer cálido de fin del invierno. Estábamos abrigados y veíamos las gaviotas en su cercano planeo buscando trozos de pan que les ofrecían desde las mesas de los alrededores. Escuchábamos la bulla del mar casi calmo de esas horas. Fumabas. Estábamos en silencio. Mientras mirabas las olas y unos niños que correteaban descalzos en la arena, te miraba. Hace tiempo ya de esos momentos y, sin embargo, aún sigo mirándote desde esa mesa, desde ese mar casi calmo, desde esas gaviotas, desde aquella tarde, desde los niños corriendo descalzos en la playa, desde nuestro silencio, desde tu cigarrillo armado y desde mis ojos que siguen mirándote a través de la memoria como si todo el tiempo fuese un solo instante, breve y extenso a la vez.
SEIS
En los momentos en los que estoy sentado, sin prisa alguna, mirándote, suelo jugar el juego del tiempo y los relojes ¿Cuánto tiempo podría estar mirando tus manos? ¿Cuánto tiempo podría transcurrir mientras observo tus pies? ¿Cuánto tiempo podría detenerme en cada detalle de uno de tus cabellos? ¿Cuánto en cada palabra pronunciada por tu boca? ¿Cuánto en tu infancia que no he conocido? ¿Cuánto en tus circunstancias? ¿Cuánto en ese preciso gesto tuyo al mirarte frente a un espejo mientras te miro, apoyado en el marco de la puerta del baño? Todos estos tiempos no responden a la lógica del tiempo al que estamos acostumbrados. Los relojes y su precisión carecen de sentido en el tiempo de mirarte. Los relojes no pueden medir el tiempo mío de mirarte. ¿Cuánto tiempo me ha llevado mirarte? Sonrío ante estas preguntas sin sentido. Y pienso que debería haber un modo de medir el tiempo por mi modo de mirarte. Y pienso que sería el modo de medir una eternidad
SIETE
La última imagen tuya que ronda mi cabeza es de hace apenas algunas horas. O algunos años. Como ya he citado, suelo perder referencias temporales cuando pienso en nosotros. Todo es reciente y lejano a la vez. Todo es tan relativo. A la vez, todo es parte de la memoria prodigiosa y todo es parte del futuro y sin embargo todo, además, es parte del presente. La última imagen que tengo de ti, decía, es de una hermosura insondable. Estás detrás del enorme ventanal de la casa de bulevar Oroño. Las cortinas están entrecerradas. Y estoy mirándote desde las palmeras del callejón central. Puedo ver tu rostro y puedo ver parte de tu cuerpo. Sonreías. Sonreíste al ver que estaba mirándote. Levantaste una mano para saludarme. Sonreí. Sonriendo, erguí mi cuerpo con cierto modo ya ido y luego lo incliné hacia delante de manera breve. Sin dejar de mirarte y con la mano derecha, me quité levemente el sombrero. Y una vez más todo fue un sintiempo. La lentitud del gesto y tu mano detenida en el aire. ¿No es esto la eternidad en la celebración del instante?
OCHO
Hace más de cien años que te amo. O más. Vaya uno a saber. Llegó diciembre y los jazmines, en el aire de las horas, volvieron, como de costumbre, aromando la vida.
Por Miguel Pisano
Por Tomás Barrandeguy