Conexión Saer

Plataforma Lavardén cobija una notable muestra dedicada al narrador nacido en Serodino que pone el énfasis en su vínculo con Rosario. Martín Prieto, uno de los curadores, la caminó junto a Cultura y libros y entregó claves para valorarla. Paseo a través de una vida y obra que están destinadas a perdurar.
7 de enero 2018 · 00:00hs

Recorrer la muestra Conexión Saer es trasladarse en el tiempo hacia una genealogía afectiva, literaria y documental de este escritor santafesino autor de obras maravillosas como Cicatrices o El limonero real. En el ingreso a una de las salas de Plataforma Lavardén, el rostro de Juan José Saer nos da la bienvenida a lo que será un paseo por su universo: imágenes trazando coordenadas de lectura; documentos y fotografías que propician claves del imaginario saeriano; un despliegue visual, pictórico, auditivo. La muestra, que permanecerá hasta el 21 de enero, nos habla del escritor, de sus afectos, y de las conexiones que pueden establecerse entre su literatura, los artistas que admiró como Fernando Espino y Juan Pablo Renzi, y los vínculos con las ciudades en las que vivió, entre ellas y muy especialmente Rosario.
Si bien la sala rebosa de fotografías, el visitante no se encontrará con retratos saerianos al estilo de los reconocidísimos de Borges o de Cortázar: "Saer no ha sido un escritor fotografiado. No hay una Sara Facio, o una Alicia D'Amico, como esas fotos que conocemos de Borges, de Cortázar o de Soriano. Todos con gatos. Parece que en realidad el personaje fuera el gato", apunta entre risas Martín Prieto, curador (junto a Teresa Costantín) de la muestra.
En uno de los muros puede leerse: "Dicho esto, sí, nací en Serodino, provincia de Santa Fe, el 28 de junio de 1937. Mis padres eran inmigrantes sirios. Nos trasladamos a Santa Fe en enero de 1949. En 1962 me fui a vivir al campo, a Colastiné Norte, y en 1968, por muchas razones diferentes, voluntarias e involuntarias, a París. Tales son los hechos más salientes de mi biografía".
El recorrido Conexión Saer incluye elementos que dialogan sobre sus afectos, su poética y el territorio que la sostiene: un cuaderno (el único que no pertenece a la Universidad de Princeton) que incluye inéditos y borradores de juventud, anteriores a 1960. Entre ellos, una versión del cuento El tango del viudo. Una carta de Saer a su madre y a su hermana Mabel, escrita en París, en septiembre de 1969. Otra que el escritor envía en 1982 a la Fundación Guggenheim. En ella relata el argumento de Glosa para solicitar la reconocida beca, que le fuera denegada. También puede apreciarse un ejemplar de The picture of Dorian Gray, de Oscar Wilde, que el juez Ernesto López Garay traduce en Cicatrices.
Además, en soportes audiovisuales, se oyen las voces de Beatriz Sarlo y Martín Kohan analizando la poética saeriana.
Y por supuesto están las fotos: Saer en la terraza de la casa familiar de la calle Mendoza, en Santa Fe. Otra, concentradísimo, en la misma casa, sentado en su cuarto de escritura. Una de 1959 con Rubén Sevlever en una pensión rosarina de calle Maipú entre Córdoba y Rioja: Saer, con sobretodo, apoyado a una bicicleta que quizás pertenezca a Sevlever. Y éste, apoyado en la pared con unas carpetas en mano.
Y por supuesto, la entrañable imagen en su casa de Colastiné, en 1963, mecanografiando su novela Responso.
Durante la visita guiada, Martín Prieto busca señalarnos una fotografía en particular: la del escritor en la sepultura de Baudelaire. Los asistentes nos iremos con el deseo intacto de conocerla. Quizás, en un arrojo, un apasionado de la obra saeriana haya decidido que esa fotografía lo acompañaría más allá de la muestra. Hoy tal vez enmarque la pared de algún living, o esté afectuosamente sujeta con imán a una heladera. Gesto que más de uno de los que estamos allí dudamos si castigar. "El sentimiento saeriano es profundo", dirá más tarde Prieto. Esta afirmación podría extenderse al gesto sorpresivo del visitante que decidió llevarse consigo un suvenir tan preciado.
Saer y Rosario
Saer llega a la ciudad, según Martín Prieto, con dos motivaciones: "Una expulsiva y una receptiva. La expulsiva, como modo de alejarse de Santa Fe, del contexto familiar (su padre quería que estudiara Derecho, o que trabajara para la tienda familiar)". Y en cuanto al movimiento receptivo, Prieto refiere el interés de Saer por vivir en Rosario, que desde 1957 poseía un centro cultural, intelectual, artístico e informal alrededor de la Facultad de Filosofía y Letras, al que el escritor se sentía profundamente atraído. Saer se inscribe en Filosofía quizás como el modo de mantener en suspenso el mandato de su padre. En la muestra se encuentra su legajo de estudiante. Rindió una sola materia: Introducción a la Literatura. Porque lo que verdaderamente atraía a Saer era el universo que se desplegaba no tanto dentro de la Facultad sino alrededor de ella. El bar Ehret, lugar de reunión de profesores, alumnos, poetas y escritores que conformaban la bohemia intelectual y artística rosarina de los años 60, es símbolo de estos encuentros. Las obras dedicadas a este espacio hablan por sí solas: Aldo Oliva le dedica dos poemas; Jorge Conti tiene un inédito, Cantor triste de ciudad, dedicado al bar, y Noemí Ulla dedica Los que esperan el alba "A los amigos del Ehret". Por su parte, Saer sugiere el espacio en su poema Aldo.
Durante los pocos años que el escritor vive en la ciudad, empezará a bosquejar algunos personajes y escenas que formarán parte de sus obras de ficción. Rosario es una ciudad que está de alguna manera presente muchas veces en la obra de Saer, aunque no esté explicitada como tal: "El episodio saeriano rosarino es muy breve en el tiempo, en 1961 se va a Santa Fe a dar clases en el Instituto de Cinematografía, pero aun viviendo en Santa Fe, Saer vuelve a Rosario. Aun dando clases en el Instituto de Cinematografía, aun viviendo en Colastiné Norte, aun casado con Bibí, Saer vuelve una y otra vez a Rosario" reflexiona Prieto.
En un extracto de una carta que escribe a Rafael Ielpi desde París en 1979, el escritor relata:
"Un recuerdo me visita también a menudo: el día que nos conocimos en un edificio burgués de Rosario, subíamos, con Ruben Sevlever, el ascensor hacia el departamento de uno de sus tíos, y nos pusimos a hablar de Mosquitos de Faulkner ¿te acordás? Esa primera temporada en Rosario, después que me rajaron de El Litoral, es el mejor período de mi vida. Todo el resto, en comparación, no es más que un sueño monótono".
—Esta exposición parece una oportunidad para empezar a leer a Saer de otra manera. No directamente desde el contenido y la forma de sus libros sino desde otros textos y documentos como las fotos, las cartas, los audios, las reseñas, los comentarios críticos...
—Claro... Con Paulo Ricci, que fue quien me llamó desde el Ministerio de Innovación y Cultura de la provincia para que armáramos juntos el Año Saer, pensamos mucho en cómo organizar una celebración, un homenaje a un escritor que no terminara empastado en la retórica y los alcances celebratorios oficiales de cualquier signo, que en general tienen una tendencia reductiva: reproducir lo que ya se conoce para quienes ya lo conocen. Por el contrario, queríamos llegar a un nuevo público para los libros de Saer, a nuevos lectores. Y llegar a su obra, además, por caminos diferentes. Entonces, con el libro de entrevistas a Saer, con Toublanc, la película de Ivan Fund inspirada en el mundo Saer, con la antología de relatos de Saer con guía de lectura y actividades para estudiantes de las escuelas secundarias de la provincia que hicimos con el Ministerio de Educación y con esta muestra, que es el corazón del Año Saer, nos propusimos llegar a Saer por los desvíos. Por el territorio. Por la biografía. Por las conexiones con Fernado Espino o con Juan Pablo Renzi. Por sus imágenes. Por su voz leyendo un poema, o discutiendo con Cortázar en una mesa redonda en Toulouse. Por el Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral y la Facultad de Filosofía y Letras de Rosario en los años sesenta. Por la Vigil. Todos caminos laterales, en este caso, que confluyen, por supuesto, en la obra de Saer.
—¿Cómo pensaron la exposición?
—La obra de Saer ha sido muy bien estudiada y valorada por algunos de los mayores lectores y críticos literarios de nuestro país, de distintas generaciones. Un ciclo de lecturas que cierra, de alguna manera y por lo menos por un tiempo, un modo de leer a Saer. Y quisimos entonces probar una lectura diferente. Una lectura desplegada en el espacio de un museo, o de una sala de exposiciones. A las reflexiones sobre la vida y la obra de un escritor les caben, preferentemente, un texto. Ensayo y crítica literaria, biografías, son sus géneros definidos. Y a los museos de arte les caben, preferentemente, como objetos de exposición, obras de arte. Con María Teresa Constantin nos propusimos tensar hasta el límite esas preferencias. Convertir un espacio expositivo en una caja de resonancia donde vibren la vida y la obra de un escritor, sin abandonar, en el intento, los gestos curatoriales de una exposición artística en el cruce de diferentes disciplinas. Hacer un ejercicio visualde ensayo literario y biográfico desplegado en el espacio.
—¿Cómo fue la experiencia de la exposición en el Museo Rosa Galisteo, en Santa Fe?
—Toda exposición, aunque más tarde vaya a itinerar, como es el caso de Conexión Saer, está muy ligada a los espacios en los que se montó por primera vez. Inclusive, te diría, en términos afectivos. Conexión Saer era, de por sí, una muestra rara, pensada, además, para un espacio museístico, que tiene otras características que las de un centro cultural o el de una galería y que además, cuando empezamos a trabajar, tenía una dirección nueva. Es decir, todo era noticia. Creo que la exposición en el Rosa estuvo signada por ese carácter. Y al hacerla en ese espacio pudimos, además, hacer casi una ostentación de obras de Fernando Espino. Colgamos más de treinta cuadros suyos, que están en guarda en el Museo. Una conexión importante ―Espino es el autor de la obra de tapa de Palo y hueso, sobre el que Saer, además, escribió un texto muy bueno, donde lo valora como modelo de artista― que, al plantearla en el museo, nos permitió destacarla en toda su dimensión y darle a la muestra un canal dentro del conjunto: el del público de Espino, que iba al Rosa a ver sus cuadros. En Rosario, por cuestiones de espacio, concentramos Espino en una sola obra: El gato. Pero, a cambio, desarrollamos y vigorizamos la importancia de la temporada de Saer en Rosario, entre los años 1959 y 1960. En un contexto además muy singular para la ciudad, en términos literarios y culturales, como fue el que se extendió, aproximadamente, entre 1958 y 1966.
—En una visita guiada a la exposición dijiste que no ha habido en la ciudad un momento literario y cultural tan importante como el que se da en esos años. ¿Podrías ampliar esta idea?
—Por un lado, los profesores tendemos a subrayar y, aun, a exagerar para que se comprenda mejor, o simplemente se le preste atención a una idea. Por otro lado, esta evaluación por supuesto excluye al presente. Es extraño decirlo así, pero el presente está momentáneamente afuera de la historia. Por eso es puramente desiderativa la evaluación de lo contemporáneo en términos de perspectiva temporal. Quienes dicen "este es un momento histórico" no tienen ―porque no pueden tenerla― ninguna certeza con respecto a esa aseveración. En perspectiva histórica aquel fue un momento sumamente importante en la historia cultural de la Argentina, que sucedió en Rosario. Una sumatoria de acontecimientos destacados, todos relacionados entre sí y potenciándose. Los jóvenes profesores de la Facultad de Filosofía y Letras, como David Viñas, Ramón Alcalde, Adolfo Prieto, los inmediatamente destacados alumnos de la carrera, como María Teresa Gramuglio, Josefina Ludmer, Norma Desinano, la misma Facultad como centro de irradiación de debates artísticos e intelectuales que no solo se llevaban adelante en el ámbito de la Universidad sino también en los bares aledaños, adonde iban esos mismos profesores y alumnos y muchos otros, como Aldo Oliva, Nicolás Rosa, Gladys Onega, Noemí Ulla, Rafael Ielpi, Hugo Padeletti, Rubén Sevlever, Eddie Saltzmann, la publicación de algunas revistas institucionales (el Boletín de Literaturas hispánicas) y no institucionales, como El arremangado brazo, Pausa y Setecientosmonos, la fundación de la Editorial Bibioteca Constancio C. Vigil, con Rubén Naranjo como editor, donde publicaron, entre muchos otros, Jorge Riestra, Paco Urondo, Hugo Gola. Y algunos hitos trascendentes en términos temporales al 66 pero impulsados por fuerzas que se generaron en esos años, como Tucumán Arde y la publicación de la obra poética completa de Juan L. Ortiz. La época, además, está mitologizada por los cortes institucionales: por la renuncia masiva de profesores a la Universidad en 1966 y por la intervención a la Vigil en 1976. Como señales específicas, sectoriales, de los golpes de Estado de 1966 y 1976.
—Hay entre Saer y Oliva una relación fraterna y artística muy importante...
—Se conocieron en Santa Fe en 1958, cuando Oliva trabajaba con Ramón Alcalde en el Ministerio de Educación de la provincia (otra rareza que apuntala la mitologización de la época: Ramón Alcalde, un intelectual de primera línea, ministro de Educación). Se vieron mucho en Rosario. Disputaron acerca de la figura de Juan L. Ortiz. Los santafesinos (Saer, Gola, Urondo) llegaron a Rosario impregnados del magisterio de Ortiz y muy dispuestos a difundir la buena nueva entre los poetas de la ciudad. Todo indica que Oliva (y Hugo Padeletti) fueron refractarios a esa novedad. Lo que no impidió que Oliva dedicara su primer libro de poemas, César en Dyrrachium, a Saer. Ni que Saer dedicara su único libro de poemas, El arte de narrar, a Juan L. Ortiz y Aldo Oliva. El libro de Saer incluye, además, un retrato llamado Aldo en el que no es difícil vislumbrar notas de afecto y reconocimiento. Cuando Oliva recibe un ejemplar del libro de Saer le escribe:
"Por una vez no puedo menos que apresurarme a escribirte. He recibido tu libro. He encontrado más que un libro: toda la fraternal imaginería del corazón y de la mente volviendo, envolviéndonos, inquebrantable y flexible, apta para la batalla del tiempo. Habremos de deberte, a partir de esta tierna y urgente vindicación de Petrus Borel, un trayecto que, si somos capaces de negarnos a la facilidad y al fraude, ya no querremos eludir. Me siento demasiado (gozosamente) incurso en este movimiento en que la poesía se me funde con la afectividad como para devolverte otra palabra que no sea agradecimiento; pero pienso que, en principio y sin más, esto es, poéticamente, justo".
—¿Cuánto hay de Rosario en la vida y obra de Saer?
—Saer viene a Rosario en 1959 atraído por esa efervescencia. Se anota en la Facultad, en la carrera de Filosofía, participa muy intensamente de la vida literaria, publica en las revistas de acá, inaugura, con La vuelta completa, la colección Prosistas Argentinos de la Vigil. Sus libros se estudian por primera vez en Rosario. En un arco crítico muy amplio. La primera reseña sobre su primer libro, En la zona, la firma en 1960, desde una perspectiva estilística, religiosa y moral, Edelweiss Serra. En las antípodas críticas, Adolfo Prieto organiza en la Facultad ese mismo año una presentación de ese mismo libro. Aquí conoció a su primera mujer, Bibí Castellaro, y estableció relaciones de amistad personal e intelectual que durarán toda su vida con María Teresa Gramuglio, Juan Pablo Renzi, el mismo Prieto, Aldo Oliva, Hugo Padeletti, José Carlos Chiaramonte, Rafael Ielpi. Además de que, cada tanto, algún personaje suyo pasa, distraídamente, por Rosario. La extraordinaria descripción, en La grande, su novela póstuma, de la salida de Rosario por la Circunvalación, rumbo al norte de la provincia, es un saludo, escrito casi contrarreloj, a la ciudad que puso a prueba su obra y sus ambiciones.

La Grande

Al lado, en una pista al aire libre, cerrada al frente por un tapialito y un arco en el medio de ladrillos sin revocar —club social y deportivo La Quema dice un cartel arriba del arco— se prepara un baile para la noche. En el cordón dilatado de pobreza hay zonas más miserables que otras; en las peores, la villa, con sus cuevas de palo, paja, cartón, madera de cajón y lata oxidada, predomina, pero en otras partes la construcción se adecenta con adobe emparejado, ladrillo sin revocar, puertas y ventanas; ante algunas de esas casitas hay incluso un auto viejo, una moto, una bicicleta con un canasto de reparto detrás del asiento. Una extensión ancha de pasto, dividida en dos por una cuneta, separa la franja de construcciones del asfalto de la avenida de circunvalación. En las inmediaciones de la cuneta, el pasto está sembrado de papeles retorcidos, bolsas de plástico, latas vacías, botellas rotas o manchadas de barro, paquetes vacíos de cigarrillos; de tanto en tanto, grupos de eucaliptos enormes, de acacias altísimas, de algarrobos ya sin hojas de cuyas ramas cuelgan las vainas marrones, de paraísos, recuerdan que esa franja populosa fue alguna vez campo, chacras, quintas, llanura despoblada y lejana. La luz de las seis, porosa y homogénea, recubre la tierra, las construcciones, el pasto, los árboles de una pátina de oro rojizo, molido, del que el polvillo más fino sigue todavía flotando en el aire. Y el atardecer está tan calmo, que en una calle de tierra perpendicular a la avenida, Tomatis vio, inmóvil, igual que un monumento evanescente, una nube de polvo, levantada un rato antes por algún vehículo ya invisible en la calle, demorándose sin desplegarse ni caer, en el aire caliente y sin viento. Después del cruce con la ruta a Córdoba, en la entrada de la autopista, a dos o tres kilómetros de la avenida de circunvalación, a los dos costados del camino, pasaron la quema, con sus estratos apelmazados de basura humeante en algunos lugares, y chicos, mujeres, hombres, inclinados sobre la montaña de sobras expelidas por la ciudad, hurgando en ella, buscando el salario del día. Y después, las primeras casitas —muchas de ellas viejísimas— que vacilan entre ser ya campo o todavía ciudad, rodeadas de árboles, con algún caballo tascando en el campito de atrás, o una quinta, un molino inactivo y herrumbrado, un humo de ladrillos que flota sobre la cima de la pirámide trunca en que ha sido dispuesto. Tomatis se ha puesto a leer las páginas que le faltaban apenas dejaron atrás la ciudad, alzando de tanto en tanto la cabeza para echar un vistazo rápido por la ventanilla, y ahora, después de haber guardado el texto con las anotaciones al margen que acaba de hacerle, después de haber sido asaltado por una intensa y repentina felicidad, se ha recostado contra el respaldar del asiento y mira desfilar el paisaje a través del vidrio, el único que no está tapado por la cortina desplegada para proteger el interior del colectivo del sol declinante pero todavía fuerte que va bajando, imperceptible y lento, hacia el horizonte en el oeste. Hace treinta y cinco minutos que dejaron la Terminal de Rosario, de modo que dentro de una hora y tres cuartos, a las ocho en punto si todo va bien, entrarán en la Terminal de la ciudad.

Data

Conexión Saer.
Curadores: María Teresa Constantin y Martín Prieto.
Una producción del Ministerio de Innovación y Cultura de la provincia de Santa Fe.
Sala de las Miradas, Plataforma Lavardén, Mendoza 1085.
Lunes a viernes de 10 a 19. Sábados, domingos y feriados, dos horas antes de los espectáculos programados. Hasta el 21 de enero.

Rosario Spina

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