Internarse en los laberintos del arte nunca deja de implicar un riesgo. Por eso es tranquilizador comprobar que existe un hilo conductor –una suerte de hilo de Ariadna– de gran utilidad para evitar que al explorador poco avisado se lo devore el Minotauro de la perplejidad, la confusión o el desaliento…
Hoy sabemos que las abejas –según los bestiarios medievales, “las más pequeñas de las aves” – no nacen, como lo aseguraba San Isidoro de Sevilla de la putrefacción de los cadáveres, y ese rotundo mentís científico a lo que se llamó la “generación espontánea”, no es solamente aplicable al campo de la biología animal, sino que lo es también al campo –permítaseme la licencia– de la biología del arte.
Toda obra artística es producto de un delicado equilibrio entre tradición y novedad, entre pasado y presente, entre un repertorio de “cosas” que ya ostentan status de artisticidad, y un “engendro” –lo que estoy tratando de subrayar aquí es su carácter embrionario–, que aspira a merecer la aprobación y el consenso de estamentos presuntamente calificados para otorgarle, con autoridad, tal legitimación.
Pero así como un planteo artístico “absolutamente original” es impensable, ya que constituiría un enigma también absolutamente impenetrable y hermético para el posible receptor, su grado de originalidad tendrá que ser tan convincente como para instaurar su propia legislación: la piedra de toque de toda obra de arte que se precie es que debe ser capaz de “someternos” a los novedosos cánones que, en cierta medida, ella suscita e inaugura.
La reflexión viene a cuento porque Oscar Herrero Miranda (1918-1968) fue un curioso autodidacta –curioso por lo excepcionalmente dotado–, que no solo transitó caminos expresivos harto disímiles y hasta divergentes entre sí, sino que no vaciló tampoco en transgredir fosilizados preceptos del oficio de pintor, pero siempre haciendo gala de una solvencia irreprochable y de un coeficiente de excelencia artística inusualmente alto.
Y esta Rosario nuestra, fecunda en la gestación de artistas talentosos, así como conoció magisterios venerables y maestros que inculcaron en sus discípulos decálogos como verdades reveladas, así también conoció pintores tan apegados a las fórmulas alquímicas ensayadas en su juventud y luego reiteradas por décadas, que cabría aplicarles la misma humorada con la que Stravinsky satirizó a Vivaldi, diciendo que su par veneciano había escrito quinientas veces el mismo concierto.
Herrero Miranda, en cambio, original e independiente como pocos, ni abrazó la obediencia de un discípulo zen ni se permitió jamás la comodidad de volver, una y otra vez, a fórmulas de garantizada eficacia…
Dejo a los historiadores del arte –más sistemáticos, organizados y pacientes que yo– la tarea de diferenciar y situar temporalmente las “etapas” que Herrero habría atravesado, pero además porque entiendo que una creatividad tan vasta y multiforme como la suya se resiste a ser encasillada en compartimientos estancos y estériles taxonomías.
Prefiero asombrarme de la diferencia que separa a dos obras suyas que integran el patrimonio del Museo Juan B. Castagnino, como lo son Las Pacheco, de 1954, y La espera de Mec, de 1956, y regocijarme con la magia y el deleite que encuentro en cada una de ellas.
Las Pacheco son dos dulces criaturas que apenas si se vislumbran en la oscura y bituminosa atmósfera del cuadro, recubierto con una espesísima capa de barniz, mientras que La espera de Mec, facetada y pulcramente desplegada sobre un lienzo de gruesa textura y acabado mate, parece habitar un “mundo de las ideas” de congelada y trascendental pureza. ¿Qué tienen en común estas dos estupendas pinturas de un mismo autor, separadas en el tiempo por un lapso de apenas dos años? Solo la pericia del artista para conmovernos con la misma eficacia con que lo harían –cada uno por su lado– un concierto barroco y una partitura dodecafónica de Arnold Schönberg.
Pero esa desprejuiciada –¡y tan contemporánea! – pluralidad de Herrero Miranda tiene otras facetas no menos cautivantes.
Después de aquella legendaria pintura no figurativa que llamó Sinfonía para una tierra de siena natural y que expuso en los años 40 en la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos, para escándalo de los postulados estéticos en boga en aquellos tiempos, Herrero abordó también la no figuración con discurso seguro y gran vuelo lírico, acumulando la materia pictórica o bañando la tela con tenues veladuras, y creando así climas de muy variado efecto, pero nunca faltos de expresividad ni de elocuencia artística.
Hay en tan multifacética producción mujeres escuálidas y fantasmales vagando por páramos desolados –aunque no por eso menos bellos–, y en las antípodas de tanto ascetismo metafísico se abren paso sus inefables Totó que, como ya lo señalé en otras oportunidades, tal vez se hayan erigido, con legitimidad o sin ella, en la impronta herreriana por excelencia.
Lo cierto es que esa mixtura entre lo grotesco del cómic y la estilización poética de un Modigliani que son las Totó de Oscar Herrero Miranda conservan intacta toda su frescura, y siguen seduciéndonos aún hoy con su pueril desenfado, su frivolidad de entrecasa y, ¿por qué no?, su carga de sensualidad hábilmente disimulada…