Los viajes empiezan donde uno menos lo espera. En la librería Rizzoli, en Nueva York, sin ir más lejos. Un santuario de la lectura que una arquitecta, que le dio varias vueltas al planeta, describió como el más elegante, el más provisto y el mejor ubicado del mundo. Lo hizo al pasar, en el recreo de un curso de idiomas en la Alianza Francesa y bastó para que encendiera la mecha.
Fue en una de las estanterías del amplio local de tres pisos, ubicado en el 31 West 57th. Street, donde apareció “La Venecia secreta del Corto Maltés”, una guía de viajes escrita por Guido Fua y Lele Vianello, un par de compinches de Hugo Pratt que de tanto andar a la deriva con el genial historietista italiano decidieron escribir un libro que le hiciera honor a sus aventuras.
Estaba abandonado al descuido sobre una pila de libros presuntuosos, entre los que se destacaba una rara edición con tapa de cuero, hojas polvorientas y retorcidas letras doradas de “La isla del tesoro”, el clásico de Robert Louis Stevenson, que valía la pena llevarse aún si no se podía pagar el precio, que por cierto era exorbitante, a riesgo de quebrar la ley, ser descubierto y terminar en prisión.
Tapa azul marino, luna turca amarilla y la inconfundible silueta del célebre capitán de barco que, merced a la pluma del genial dibujante y escritor que nació en la Playa de Lido y vivió durante varios largos años en Buenos Aires, navegó los siete mares. Se hunde en la noche, con el cuello de la gabardina levantado y las manos en los bolsillos, camina con paso firme, seguro, confiado.
Y no es para menos, sabe cuál es su destino, y no porque quiera, sino porque no tiene más remedio. Siendo joven una gitana le quiso leer la mano y advirtió, espantada, que no tenía la línea de la fortuna. El mismo se hizo una, a su gusto, con la navaja de afeitar de su padre. Por eso sabe a dónde va, como uno sabe a dónde lo llevará ese libro por el que se pagó con el último puñado de dólares.
Venecia, la más intrigante de todas las ciudades de Europa que, con la guía del Corto Maltés en la mano, se revela aún más misteriosa. Las calles estrechas, los puentes inesperados, los patios escondidos, son claves para entender por qué ese laberinto de edificios de techos de tejas rojas y ventanas pequeñas y rectangulares está donde está, a pesar de hundirse irremediablemente.
El punto de partida, inevitable hasta para los aventureros que quieran recorrer alguno de los siete itinerarios que proponen seguir los pasos del legendario marinero en sus correrías por el intrincado trazado callejero veneciano, es la Plaza San Marcos. Puede que esté inundada el día que toque desembarcar en la ciudad, pero no por ello será menos bella ni estará menos atestada de turistas.
Acaso sea esa atracción irresistible que ejerce sobre los viajeros el peor mal que aqueja a la ciudad. Se esté donde se esté, a la hora que sea, alrededor habrá siempre un enjambre embravecido que luchará por lograr el primer lugar para comprar el ticket para el vaporetto o trepar hasta lo más alto de ese puente que parece no aguantar el peso de una persona más y sacar la foto de su vida.
Para eludirlos elegantemente, bien vale adentrarse en la Basílica de San Marcos, llegar hasta la cripta, donde descansan los restos del apóstol, y soñar, como lo hizo el Corto Maltés en la “Fábula de Venecia”, que bajo la espada que fue enterrada con el santo se oculta la Clavícula de Salomón, la esmeralda donde fueron talladas las pistas que conducen al tesoro del rey de Israel.
Sólo unos pocos iniciados saben que ahí no hay nada más que reliquias, admirables, valiosas, irrepetibles, como los delicados mosaicos que recubren las paredes y pisos de la nave central de la iglesia y los Caballos de San Marcos, que decoraban el hipódromo de Constantinopla y que fueron el botín de guerra de la Cuarta Cruzada. Que los mitos y leyendas sólo se encuentran en los libros.
También, en los cafés, como El Florian, que desde 1720 sirve a aventureros, bohemios y artistas que, sentados en sus mesas de mármol, imaginaron mundos de maravilla que solamente cobraron vida en sus obras, o mejor, en sus tertulias de medianoche, a la luz de las lámparas de gas y de refrescantes copas de sidra. Entre ellos supieron estar Lord Byron y su amigo, el Corto Maltés.
De ahí en más, la libertad es absoluta, si bien la guía traza recorridos, indica lugares, señala direcciones exactas, es inevitable abandonarse a la ciudad, caminar sin rumbo, apoyarse en la baranda de un puente para ver el paso cansino de una góndola que hincha el aire con las frases gastadas de una ópera que alguna vez fue un golpe al corazón y hoy es más de lo mismo.
En algún lugar, si se busca con detenimiento, si se mira con atención, se dará con el viejo patio con el pozo de agua cubierto de hiedras donde en su juventud el Corto Maltés mataba las horas de la siesta imaginando mares bravíos y capitanes honorables. Ese que se llama Arcano y al que, cuentan los que saben, se accede luego de atravesar siete puertas donde están los nombres del demonio.
Antes, habrá que atravesar el Puente del Rialto, el más viejo de los cuatro que cruzan las aguas traicioneras del mar, y regatear, en busca del precio justo, en el mercado callejero de frutas y verduras que se abre del otro lado del canal. Tras el bullicio, la mezcla de voces y lenguas que pelean por un descuento y aromas que emanan las mercaderías frescas del mar, el secreto.
Que está ahí nomás, al alcance de la mano. Como dice el Corto, o Pratt, no queda claro, en Venecia hay tres lugares mágicos que, cuando los venecianos -algunas veces son malteses- se cansan de las autoridades, se encaminan hacia ellos y, tras abrir las puertas que están al fondo de esos patios, se van para siempre hacia países maravillosos y hacia otras historias.