El proyecto del autodenominado “Proceso” era ambicioso: aspiraba a rediseñar la Nación bajo parámetros vinculados al más rancio conservadurismo ideológico, y así la educación se transformó en otro coto de caza.
La Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA) fue uno de los blancos predilectos del feroz autoritarismo imperante. Sin embargo, ante el peso gigantesco del pie que la aplastaba, la comunidad universitaria encontró la manera de mantener viva la amenazada llama del conocimiento.
En un reciente libro publicado por ese sello entrañable llamado Eudeba, la periodista y ensayista María Eugenia Villalonga cuenta con rigor y amenidad esa dura historia. Villalonga, que es habitual colaboradora de este diario, dialogó con La Capital y abrió un abarcativo panorama de una época oscura.
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María Eugenia Villalonga.
–Describinos, por favor, el clima cultural de aquel momento tan difícil: ¿en qué había mutado, con la dictadura, el caldero de los primeros años setenta?
–El cambio fue abrupto, quizás por eso haya sido tan difícil de procesar para quienes, en mayor o menor medida, se oponían a la dictadura. Yo recuerdo haber percibido los primeros signos en la ropa, lo que se reflejaba en la publicidad. De un día para el otro desaparecieron las minifaldas, las camisolas, los colores y, en especial, el pelo largo y la barba en los hombres. Para los menores de edad, la prohibición de estar en la calle después de las diez de la noche. Cualquier forma de disenso desapareció también, junto con las películas y los libros que no pasaban el filtro de la censura. Desde ya que las reuniones políticas o culturales y cualquier forma de organización estaban fuera de cualquier posibilidad. Dentro de las instituciones educativas, donde “bullía” el caldero en los sesenta y setenta, se empezó prohibiendo los centros de estudiantes y las organizaciones gremiales, volvió el examen de ingreso y por lo tanto los cupos, pero la verdadera batalla del régimen fue la desactivación de cualquier tipo de disenso con la “limpieza” de sus claustros de los estudiantes y docentes politizados.
–¿Cuáles fueron las consignas que guiaron el accionar dictatorial en el plano universitario, y específicamente en Filosofía y Letras de la UBA?
–Esta facultad había sido cerrada en el segundo cuatrimestre de 1974, al morir Perón, y cuando reabrió en 1975 ya estaba tomada por la derecha fascista. Su decano pasó a ser el cura integrista Raúl Sánchez Abelenda, que inauguró su gestión haciendo una ceremonia de exorcismo de los “fantasmas comunistas” que asolaban al país. Así empezó todo. Cuando se produjo el golpe de Estado, la facultad pasó a estar bajo la jurisdicción de la Marina y el decano fue el capitán de corbeta Napoleón Claisse. A partir de ese momento, la dinámica era presentar la libreta al entrar, se palpaba de armas, y a cerrar la boca. El edificio donde funcionaba Filo estaba militarizado y bajo la lógica de la sospecha. Yo creo que no la cerraron porque no podían pero se ocuparon de expulsar a los estudiantes de todas las maneras posibles: con los vidrios pintados de negro, la falta de mobiliario y de mantenimiento, entre otras cosas. Con los planes de estudio vaciados, la bibliografía censurada y un deterioro gravísimo en la calidad del cuerpo docente. En cuanto al plan de exterminio de la dictadura, esta facultad pertenece a la universidad que tuvo el triste privilegio de tener la mayor cantidad de alumnos desaparecidos de todas las universidades argentinas.
–¿De qué manera reaccionó la comunidad de Filosofía y Letras ante el avasallamiento sufrido: hubo un repudio y repliegue generalizados o se desarrollaron complicidades?
–De los que quedaron, muchos se replegaron al espacio de lo underground o subterráneo, donde comenzaron a pasar cosas muy interesantes como la conformación de estos grupos de estudio privados. Por otro lado, la mayoría de los docentes, por lo menos, los que tenían cátedras a su cargo, estaban en línea con la dictadura. Muchos de ellos recuperaron sus cátedras que la “primavera camporista” les había disputado. Pocos, muy pocos, tuvieron una actitud digna cuando, por ejemplo, les pidieron que marcaran a sus compañeros conflictivos. Y en los alumnos, lo que había era mucho miedo y desconcierto, así que la resistencia a este estado de cosas se volcó a los márgenes, a esa zona por debajo de lo visible, donde la gente se las arregló para encontrarse a ver cine, intercambiar libros o hacer teatro y, yendo al tema que nos ocupa, estudiar lo que en la facultad no se podía.
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¿Por qué esa palabra tan expresiva y a la vez contundente del título del libro, “catacumbas”?
–Hay algo épico en esta palabra y creo que es eso lo que quedó en el recuerdo de quienes la vivieron y se reconocieron en esa experiencia. Por otro lado, Santiago Kovadloff, en el año 1982, publicó Una cultura de catacumbas y otros ensayos, donde por primera vez se habla de todo lo que estaba ocurriendo en el espacio de la resistencia cultural al régimen y de los cursos que él había dado en su casa por esos años. Pero creo que es una forma de definirla que habría que matizar e incluir otros aspectos, porque no se trató solo de juntarse clandestinamente para leer y estudiar, sino que fue una verdadera instancia de formación sistemática, generada, sí, en forma autogestiva, a partir de la necesidad de reponer el vacío de los planes de estudio oficiales. Creo que hubo, de parte de los docentes e intelectuales que los impartieron, un propósito de actualizar su marco teórico, de volver a leer textos que en la urgencia política de los primeros setenta habían sido leídos un poco por encima, para comprender el nuevo contexto político, pero sabiendo lo que estaba pasando dentro de la universidad con los estudios humanísticos. Entonces, me parece que esta experiencia pedagógica tuvo un fuerte sesgo político que fue disputar “el monopolio de la lectura legítima” como dice Pierre Bourdieu, a la academia.
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–¿Quiénes son los principales referentes intelectuales que ante la emergencia comienzan a delinear nuevos rumbos para transmitir conocimiento?
–Entre los principales nombres están Beatriz Sarlo, que daba cursos de teoría literaria, estudios culturales y literatura argentina, Josefina Ludmer, de teoría literaria formalista, Santiago Kovadloff, de estética y sociología del arte, Eduardo Romano, de literatura argentina, Beatriz Lavandera, de lingüísitica, Nicolás Rosa, de teoría estructuralista, Juan José Sebreli, de historia y filosofía, Ricardo Piglia, de literatura argentina, León Rozitchner, de filosofía, y Susana Zanetti, de literatura argentina, entre otros. También dieron cursos Raúl Sciarreta, Armando Sercovich, Alberto Marchilli, Jorge Schvarzer, Alfredo Llanos y Leandro Gutiérrez. Un total de dieciséis cursos que son los que pude reconstruir y si hacemos un recorrido por los nombres, vemos que son, en líneas generales, los nombres de los grandes intelectuales argentinos que habían tenido mucha participación en los 60 y 70 y la siguieron teniendo en el período posterior.
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Beatriz Sarlo junto a Juan José Saer.
–¿Había modalidades distintas en la práctica de la docencia “subterránea” o primaba un criterio común?
–La modalidad era la autonomía, algo que todos los docentes entrevistados marcan y que tiene que ver con el contexto represivo: la única manera de sortear el peligro era reunirse en grupos, lo que Carlos Brocato llamó “resistencia molecular”, un dispositivo propio de los momentos de alta represión, donde no existe un espacio común en el que interactuar y la mejor manera de sostener la actividad es en grupos pequeños. Pero además, si bien los docentes conocían la existencia de los otros grupos de estudio, trabajaban con total autonomía. Y la perspectiva de cada uno era diferente. Beatriz Sarlo daba lo que estaba leyendo, traduciendo y escribiendo en ese momento para la revista Punto de Vista. Josefina Ludmer, que estaba elaborando su libro sobre la gauchesca y daba clases en la universidad de Yale, volvía cada año con valijas llenas de fotocopias de los textos teóricos que circulaban en la academia estadounidense, es decir, todo. Santiago Kovadloff daba sociología del arte y talleres de poesía. Beatriz Lavandera trajo lo nuevo de la lingüística en ese momento, que era el análisis del discurso y la lingüística generativa de Chomsky. Eduardo Romano daba literatura argentina contemporánea con los autores que habían quedado fuera del canon. Lo que había en común entre ellos era la preocupación por actualizar sus conocimientos y poder transmitirlos.
–¿Por qué ceñiste estrictamente a Buenos Aires el fenómeno?
–Porque fue un fenómeno que se dio en Buenos Aires solamente y hay una explicación política para eso. Los intelectuales de Rosario (Josefina Ludmer, Nicolás Rosa, Noé Jitrik, María Teresa Gramuglio) estaban en Buenos Aires porque se habían venido unos años antes corridos por la Triple A. Los de Córdoba (Juan Carlos Portantiero, José Aricó, Nicolás Casullo, Héctor Schmucler) se habían exiliado en México. En La Plata, según Beatriz Sarlo, no había quedado nadie, por lo que las mismas condiciones políticas determinaron que solo se pudiera dar en Buenos Aires una experiencia como esta.
–¿En qué derivaron las “catacumbas” con el advenimiento de la democracia, en 1983?
–Esta es una de las cosas que más me interesaron de la investigación. Cómo una experiencia minoritaria, subterránea y clandestina se convirtió en la usina intelectual que cambió los modos de entender la literatura, dentro de la academia, en este caso, la Universidad de Buenos Aires, lo que impactó a su vez en la crítica periodística. Los docentes y alumnos que formaron parte de esta “universidad de las catacumbas”, junto con los que volvieron del exilio, ocuparon las cátedras de la carrera de Letras una vez recuperada la democracia, actualizando, para empezar, los planes de estudio. De esta manera, el trabajo de esos años en estos grupos de estudio produjo un cambio en los modos de abordar la propia tradición cultural, en la concepción de lo que se entiende por literatura y en los modos de enseñarla que terminó imponiéndose en el campo universitario, señalando una trayectoria desde los márgenes hacia el centro. Y lo que, por necesidad, comenzó siendo marginal, terminó en el centro de la institución académica.
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La portada del libro publicado por Eudeba.
Así escribe: un fragmento de "La universidad de las catacumbas"
La dictadura y el campo intelectual
No resulta sencillo reconstruir el campo intelectual argentino de aquellos años, al que Beatriz Sarlo definió como “un espacio doblemente fracturado”, en el encuentro al que convocó Saúl Sosnowski en la Universidad de Maryland, en diciembre de 1984, para analizar las causas de la dictadura y las transformaciones que produjo en el campo intelectual. Las intervenciones, que fueron publicadas en su libro Represión y reconstrucción de una cultura: el caso argentino (2014), exhiben las marcas de las tensiones que existían entre los intelectuales exiliados y los que habían permanecido en el país y que Sarlo analiza en su artículo.
Las fracturas de las que habla son, por un lado, la censura sufrida al interior del campo y, por el otro, la disputa entre los que se exiliaron y los que permanecieron en el país –que tuvo a las revistas culturales como escenario principal– como la que sostuvieron Liliana Heker y Julio Cortázar en las páginas de El Ornitorrinco (N° 7, enero-febrero de 1980 y N° 10, octubre- noviembre de 1981), así como la polémica intervención de Luis Gregorich, que desde las páginas del diario Clarín, del 29 de enero de 1981, titulada “La literatura dividida”, provocó también más de una disputa personal con su autor. Esta se trasladó al encuentro de Maryland, oportunidad que Gregorich aprovechó para aclarar su posición, en un momento en que la autocensura ya no operaba sobre los discursos como en el contexto en que había publicado la controvertida nota.
Pero la doble fractura a la que Sarlo aludía tenía raíces más profundas que las por momentos pueriles reacciones de algunos escritores a ambos lados de la frontera.
Reconstruye esta autora el espíritu de época que en los sesenta y primeros setenta dominaba los debates (y las acciones) del amplio espectro de la izquierda política e intelectual que incluía a vastos sectores del peronismo.
“El golpe de Estado llegó entonces para fracturar con su violencia a un sector importante y activo del campo cultural argentino. Hasta 1975, por lo menos, los intelectuales habíamos tenido la sensación y la experiencia de que podíamos mirar y hablar más allá de los límites de nuestro propio campo, que podíamos salir de la universidad y cruzar las puertas de algunos sindicatos, que se podían escribir libros pero también periódicos populares, discursos, volantes, manifiestos” (Sarlo, 2014).
Al clausurar la esfera pública y expulsar a los intelectuales de ella, se los sometió, según esta autora, a una doble fractura: la separación de sus interlocutores por el exilio que partía el campo en dos y la segregación de los que se quedaron de los sectores populares, con los que habían tejido una trama
–no en vano se los caracterizó como “ideólogos de la subversión”– que el régimen militar se propuso eliminar.
Carlos Altamirano, otro de los intelectuales que tuvo una activa participación en el campo político e intelectual durante el período al que alude Sarlo y que permaneció en el país durante la dictadura, sostiene que para el espacio de la izquierda radicalizada (en todas sus vertientes) y los inte- lectuales cercanos a ella, “nunca la historia fue tan dura en sus réplicas, si bien el conjunto de la cultura argentina resultó oscurecido bajo el régimen implantado en 1976”. Para muchos de los integrantes de este universo ideológico, la irrupción de la dictadura significó la prisión, la tortura y la muerte, y para otros, el destierro. Muchos otros permanecieron en el país constituyendo el espacio de la disidencia intelectual, en una suerte de exilio interno, en el que buscaron seguir pensando y creando “...con los fragmentos de una cultura que les había dado identidad y que ahora veían diezmada por la represión y el exilio, privada del tejido comunicativo por donde circulaba antes del golpe (ciertas revistas, ciertas editoriales, ciertos espacios institucionales...), convertida en la cultura que representaba, a los ojos de los dueños del poder estatal, una parte de la subversión que debía ser extirpada. (Altamirano, A veinte años del golpe. Con memoria democrática, 1996)
Uno de los mecanismos con los que la dictadura buscó desarticular la cultura, entendida como “una parte de la subversión que debía ser extirpada” fue la censura, tal como sostiene Andrés Avellaneda en su trabajo Censura, autoritarismo y cultura: Argentina 1960-1983 (1986), donde analiza la acción represiva del Estado contra la cultura. Si bien en los años previos ya se percibe una acumulación de prácticas represivas, Avellaneda destaca que uno de los rasgos de la censura de este período es su carácter descentralizado y ubicuo –con su consecuente respuesta: la autocensura–. Esto generó una internalización generalizada del discurso represivo que transmitía machaconamente a través de todos los canales de comunicación social los valores que la dictadura se propuso restaurar: la identidad nacional sostenida en la familia, la religión católica en su vertiente más conservadora y la seguridad nacional. Cualquier producción cultural debía entonces ser vigilada porque allí residía la grieta por la que podía filtrarse un enemigo que en el plano militar ya había sido derrotado pero que, percibían, era mucho más difícil de vencer en el plano superestructural, por lo que el Estado se dio la misión de proteger a la población del peligro de la “penetración ideológica” que el arte, la cultura y la educación suponían.
En su lucha, apeló al uso de decretos y prohibiciones publicados en el Boletín Oficial, recomendaciones y sugerencias, hasta listas negras (lo que se conoció con el nombre de “Operación Claridad”), amenazas de muerte, bombas, encarcelamiento, desaparición y exilio forzado de artistas e intelectuales, como se detalla en el trabajo de Hernán Invernizzi y Judith Gociol, Un golpe a los libros (2015), otro de los textos ineludibles para el análisis de los alcances de la represión cultural en este período. A partir del hallazgo, en los sótanos del Ministerio del Interior, de una cantidad importante de documentos secretos, reservados y confidenciales elaborados por las autoridades de facto, los autores demostraron que la dictadura llevó adelante un plan sistemático de control de la cultura, una preocupación clave en el proyecto dictatorial, como quedó ampliamente documentado en el material azarosamente encontrado.