Lejos del delirio de En esa época (Premio Emecé 2001), Sergio Bizzio se muestra más cercano de
una escritura realista en Era el cielo (Interzona), novela que narra los pormenores de una
separación y el consecuente alejamiento de un hombre respecto de la vida cotidiana de su pequeño
hijo. Al recorrer el conjunto de su obra, sorprende la diversidad de las historias que cuenta y sus
resoluciones, despreocupadas de todo verosímil. Un panorama ecléctico, integrado por siete novelas,
un ensayo (El genio argentino) y el libro de cuentos Chicos (2004), de cuyo relato
“Cinismo” es adaptación la película XXY, de Lucía Puenzo.
—¿Qué te llevó a escribir Era el cielo en primera persona y con un
protagonista que no tiene nombre?
—Escribí el primer capítulo, o buena parte del primer capítulo, en
tercera persona, pero sentí que algo —el saber panorámico, multidimensional, de la tercera
persona— me mantenía a una distancia no del todo cómoda, ni justa, con lo que empezaba a
contar, que era la intimidad de una separación, y desde la base en la que pensaba apoyarme, que es
la experiencia personal. Así que lo reescribí en primera persona y todo se ajustó y deslizó hacia
adelante.
—Desde “Un amor para toda la vida”, el último cuento de
Chicos, parecés haber asumido el realismo como estética. ¿Por qué ese cambio?
—Yo escribo frases, no escribo géneros. Mis preocupaciones y mis
intereses van a paso de hormiga, son microscópicas, milimétricas, independientes del resultado, por
lo menos hasta que llego a un final. Ahí es cuando podría reconocer que “asumí” una
determinada estética, sin que eso importe demasiado. Carezco de planes, y no es una jactancia: me
gusta que sea así. Pero tengo algunas “aspiraciones”. Ser claro es una. No simple, o
sencillo, porque esa es una capacidad que haría más aburrida mi vida si se me diera. Hablo de la
claridad en el sentido de transparencia, de lo que es una cosa y a la vez otra. Ese engaño, por
decirlo de alguna manera, es lo que funciona como realismo en mis novelas. Pero el realismo es lo
que se escapa, lo que en verdad gotea, lo que se pierde, exactamente “como agua entre los
dedos” (abiertos). Mejor así, como decía Lamborghini. El realismo exagera sus anhelos.
—Teniendo en cuenta que trabajás como guionista y que, según has
afirmado en varias ocasiones, vivís escribiendo, ¿qué lugar ocupa la literatura? ¿Cómo es que está
escindida de los guiones?
—En marzo empiezo a escribir una serie de televisión para Fox,
pero lo cierto es que en los últimos años mi trabajo como guionista se limitó casi exclusivamente
al cine, donde me siento mucho más cómodo (e interesado) que en la televisión. Voy a escribir esa
serie por una razón hecha de partes: en parte porque van a producirla los hermanos Borenzstein, lo
que garantiza un máximo de seriedad, en parte porque va a emitirla Fox, lo que garantiza un máximo
de calidad, y en parte porque necesito trabajar para vivir, aunque nada garantice que me paguen. Lo
descuento. Pero el “lugar” de la literatura es único y está completo.
—En la novela se habla de que escribir no es vivir. ¿Cómo funciona
aquello de “vivir escribiendo”?
—Como un defecto, pero feliz. Un defecto “social”. Me
molesta que me interrumpan, que me propongan cosas, que me inviten a salir o que venga gente a
casa. “La vida sería llevadera si no fuera por las diversiones”, decía Wilde. Yo empecé
a escribir a los 12 años y recuerdo con absoluta claridad el fastidio que sentía cada vez que mi
madre me llamaba a comer, o cuando mis amigos me pasaban a buscar para escuchar discos o para jugar
al fútbol, o lo que fuera (todas cosas que me gusta hacer, además). Pero la literatura ocupa mucho
tiempo, muchas horas cada día, durante años, a solas, en tanto que “la vida” es lo que
sucede afuera, en compañía de otros. Es la aventura concreta. Algo que no desprecio para nada, al
contrario. Puedo pasarme varios meses completamente encerrado, como una ostra con dedos,
escribiendo, pero termino y levanto la cabeza y lo primero que hago es preguntar si hay alguna
fiesta por ahí. Y si hay, voy.
—¿Cuáles son las lecturas que disfrutás?
—Hoy empecé a releer La boca del caballo, de Joyce Cary, que
cuenta la historia de Gulley Jimson, un pintor genial, desordenado y maldito, para quien el arte no
es otra cosa que formas de intuición y deleite, y que está escrita con “pinceladas” de
humor, de rabia, de tristeza, radiográficas, intimistas, descriptivas. Hacía mucho tiempo que no la
leía. Me había encantado a los 18 años, y a los 20, pero ahora me desconcierta un poco: la novela
es de 1940 y somos mucho menos románticos y tal vez un poco más irónicos que Gulley Jimson, pero
sigue siendo muy entretenida. De tanto en tanto dice cosas como ésta: “Las mujeres tienen
tres juegos de ojos. Uno en los dedos para las telas y la moda. Otro en la parte de atrás de la
cabeza para el pelo. Y otro en todo el cuerpo para ver a las demás mujeres. Los ojos que tienen en
la cara no los usan para ver, sino para mejorar su apariencia”.
—¿Dónde y con quién o quiénes hiciste tu formación?
—Es una pregunta encantadora, pero la respuesta te haría pensar
que me burlo. Además el espacio de esta nota no alcanzaría para contártelo todo. Para eso debería
escribir una novela. Y quizá lo haga. ¿Quién dijo que una novela no puede ser una respuesta? Podría
divertirme mucho contando esas cosas, con lugares y nombres y diálogos reales. Y es más: ya mismo
empiezo a considerarlo. Una vez estaba en un bar con Fogwill y entró un amigo mío, un tipo muy
católico que tocaba el saxo en una banda de rock, apoyó las manos en la mesa, y una cruz de plata
saltó de entre su camisa y quedó bailoteando sobre la mesa mientras él me decía algo
“importante”. Hablaba, y hablaba, y hablaba, y todo lo que decía era serio, profundo,
trascendente. Y en determinado momento Fogwill, que nunca antes lo había visto, lo miró y le dijo:
“¿No te alcanza con la cruz de ser boludo?”. Sí, podría empezar así, con esa escena. Es
muy probable que me ponga a escribirlo. ¿Por qué no?