Hablar de la guerra entre las familias Caminos y Funes para explicar la violencia epidémica que azota hace años una franja de la zona sur de Rosario tiene sabor a muy poco. Un punto de partida más ajustado es analizar el contexto de fragilidad urbana donde los problemas de seguridad resultan de una acumulación de riesgos: un mercado de drogas fragmentado que se disputan pequeñas bandas, problemas de inclusión social y vacíos de presencia institucional que alimentan la amenaza para los habitantes de la calle en el marco de una disputa de poderes entre el gobierno local y nacional por la presencia de sus fuerzas en esos territorios. Así lo considera Juan Carlos Garzón Vergara, politólogo colombiano que trabaja hace años en políticas integrales para zonas urbanas de alta complejidad y que dialogó con este diario desde la ciudad de México.
—En Rosario tenemos hoy un problema de homicidios que rebrota con fuerza en una zona específica después de una caída general. Se desarticularon algunas organizaciones robustas y estamos frente a exponentes de una violencia muy vehemente, muy juvenil, en zonas de deterioro urbano, algo que en algún artículo usted llamó "violencia de segundones". ¿Cómo analiza este fenómeno?
—Sin desconocer lo particular de cada ciudad, sí podemos ver que los problemas de seguridad son reflejo de una crisis social más amplia. Esta crisis en un área específica de Rosario tiene puntos de contacto con la del barrio del Bronx de Bogotá. Esta era una zona donde los vecinos se encontraban bajo amenaza de facciones criminales donde era constatable una incapacidad del Estado de cumplir sus funciones básicas en términos de Justicia, seguridad y reinversión de tributos. El mercado de drogas fragmentado y su compleja relación con los habitantes de la calle era un problema. Otro es la baja visibilidad de eslabones claves de los grupos criminales —ya no sus líderes—y la corrupción policial y estatal. También era grave la vulnerabilidad de los menores de edad a ser captados por los grupos o ser víctimas de violencia. La emergencia suele ser la incapacidad de las ciudades de integrar a sectores de la población que terminan confinados, la capacidad de delincuentes de apropiarse de zonas donde la institucionalidad es disfuncional. Estos son los factores que hay que cambiar.
—Usted destaca una paradoja que es que a veces, cuando las autoridades van sobre los grupos delictivos con cierto éxito, se desordena el mundo criminal y la violencia recrudece.
—Tenemos momentos como de vacíos en la organización y disciplina de las acciones criminales que propician disputas que son aprovechadas por otros grupos para ocupar espacios. Hemos visto grandes organizaciones como cárteles que han dado paso a redes criminales de menor escala asentados en algunos territorios, sobre todo con actividades predatorias. Se mantiene la extorsión y los robos groseros. Lo que define el carácter predatorio es que sus actores no generan un valor agregado ni estan conectados con una economía ilegal que produzca bienes y servicios. Más bien, lo que hacen es extraer recursos y vivir de esas rentas con mínima sofisticación. A veces pasa también que se forman contextos de impunidad donde surgen y operan múltiples formas de violencia criminal e interpersonal que se cruzan y ponen en duda la noción de lo legal y lo legítimo. Puede ocurrir que bajen los homicidios pero persistan economías ilegales como el robo, la extorsión, la usurpación y la población se sigue sintiendo insegura. Las acciones de las autoridades en efecto a veces transforma a los grupos criminales en vez de hacerlos desaparecer. Estos a menudo tienen a veces una velocidad de adaptación y renovación mayor a la capacidad del Estado a responder a sus desafíos.
—En este momento en Rosario vemos este desorden. Frente al sobresalto que produce esta violencia se ataca a grupos criminales pero queda un vacío que se manifiesta con expresiones de una violencia casi teatral: no basta matar sino vaciar el cargador, no basta hacerlo sino que se anuncia por redes sociales como si no importara el riesgo de ser capturado. ¿Pasa en otros lugares, es un rasgo de época?
—Las organizaciones criminales tienen esta opción de aplicar la violencia de modo visible y abierto con un propósito más simbólico o una violencia más soterrada. Eso depende mucho de su nivel de consolidación y del mensaje que quieran enviar. Pero no podemos entender las organizaciones sin entender cómo el Estado ha influido en ellas. Las acciones del Estado provocan este desorden que produce como efecto colateral más violencia. Acciones represivas que buscan afectar al mercado local de drogas con frecuencia terminan siendo más perjudiciales que el fenómeno que intentaban moderar. Es un riesgo muy real sobre todo cuando no se atiende a la cadena criminal en los distintos niveles. Entonces uno se ocupa de lo de arriba, lo que está en la superficie, y no de lo de abajo. Las organizaciones aprovechan además la falta de coordinación entre el Estado nacional y el gobierno local. Hoy en Rosario veo que el fenómeno no es tan grave y escandaloso como para que el nivel nacional intervenga, pero tampoco el nivel local tiene las capacidades para responder a esto. Entonces se produce una suerte de peloteo donde se cruzan responsabilidades cuando se debe trabajar en conjunto sin mezquindades.
—Esto que llama peloteo es una tradición mezquina en Argentina que deja cautiva a la población.
—Y es un gran problema además porque los grupos se adaptan a las respuestas estatales. Lo importante es tener una buena concepción de los niveles de complejidad. Si tengo una banda que está robando partes de autos en un barrio específico lo atiende con la policía local. Si la complejidad del delito aumenta el nivel nacional tiene más capacidad para responder. Eso requiere coordinación fuerte entre el nivel central y el local. En Argentina como en México esta articulación ha estado mediada por intereses políticos. Si no hay un interés mutuo en trabajar, las recriminaciones acentúan el riesgo de que no haya respuesta eficaz. La variable política importa. Pero también la técnica: tener funcionarios que entiendan el territorio y que se tiene que planear una intervención que corte la dependencia en un punto con el nivel nacional. Si yo llego del gobierno central, intervengo en el territorio, hago un par de capturas y después me voy, esa papa caliente le queda al nivel local. La violencia nace también de la incapacidad del Estado. El problema no es que las operaciones generen vacíos sino que el Estado no ocupe esos vacíos.
—¿Y cómo debe ocupar el Estado esos vacíos?
—Con acciones en distintos niveles. Con operaciones escalonadas que exigen tener un entendimiento del fenómeno que permita prever qué efectos va a tener tu operación. Si actúo puedo lograr que el grupo se repliegue temporalmente asumiendo un bajo perfil o moviéndose a otra zona. También puede pasar que la organización resista la acción estatal. Si afecto a los líderes tengo que saber quiénes son las cabezas que pueden reemplazarlos para operar contra ellos también. Esto precisa un enfoque que se llama disuación focalizada. La intervención estatal debe ser tan creíble que pueda lograr disuadir en las generaciones venideras el impulso a la conducta violenta. Eso se logra si se advierte que, si tu incurres en violencia, yo tengo la capacidad de castigarte. Si el Estado no tiene las herramientas para producir ese mensaje y piensan que estos actos son simplemente temporales vas a tener fenómenos que emergen una y otra vez.
—La violencia está desigualmente dispersada en la ciudad, con expresiones más duras en lugares más degradados, donde se focaliza más. Los sectores populares tratan con una violencia más presente. ¿Qué podemos decir de la afectación social de esto?
—La fragilidad urbana es la concentración de vulnerabilidades sociales más una débil capacidad del Estado. Cuando se da esa combinación esto replica en la seguridad, con grupos que logran controlar territorios, pero eso propicia condiciones económicas de fragilidad. Estos grupos operan en la zona donde el Estado no tiene capacidad de llegar. Por eso es importante entender esos focos no sólo desde la dimensión de la seguridad, porque si no voy a estar viendo el fuego pero no sus causas. Por colegas de Rosario advierto que estas operaciones producen una sensación de una tranquilidad o una calma. Pero en el territorio siguen las condiciones para que la violencia rebrote. Recuerdo una conversación con un funcionario que hablaba con orgullo de la operación que realizó el ex viceministro (Sergio) Berni en Rosario. Yo le recordaba la experiencia fallida en las favelas de Río de Janeiro que al cabo del tiempo sin una intervención social tenemos favelas con criminalidad en reaparición de manera abierta y violenta. Hay que saber que esto no cambia sin cambiar las condiciones de fondo de manera sostenida. Y los cambios no son de un día para el otro.
—Las autoridades suelen resaltar el descenso de homicidios como un logro de gestión y luego tenemos rebrotes que producen conmoción. ¿Cómo analiza ese contradictorio fenómeno social y político?
—Es importante entender que las respuestas al crimen organizado implican definir bien el fenómeno del que estamos hablando. Si hay delincuencia más local o grupos más complejos. La seguridad no se construye de manera lineal. Cuando se avanza en el tema de consolidar la seguridad también hay retrocesos. Hay que perseverar y persistir. En la consolidación del Estado en el territorio vas a ganar espacios y disminuir las ventajas que tenían estos grupos. Si uno tiene una política de largo plazo los rebrotes de violencia no deben verse como fracaso. Hay que entenderlos en la perspectiva de construcción de seguridad en el Estado que es un proceso complejo. Y también la complejidad de los territorios, que no tienen violencia solo porque hay grupos que pelean: las vulnerabilidades persisten porque en esos puntos calientes hay problemas de conexión al desarrollo del resto de la ciudad, de salubridad, de empleo, de vivienda, de afluencia contínua de adolescentes en la calle expuestos a la victimización. El resultado es un territorio aislado de la legalidad pero integrado a la oferta de la economía ilegal donde imperan grupos con un poder de mando paralelo a quienes los vecinos conocen, identifican y sobre todo temen. Las intervenciones en zonas así son posibles. Los costos pueden ser altos y los impactos generar un nivel elevado
—¿Por dónde hacer pasar un reclamo más inteligente de abordaje de la violencia?
—Las respuestas deberían ser proporcionales y escoger muy bien cuándo usar la represión y cuándo el derecho penal. Esto implica enfocarse en los eslabones más fuertes del delito, que implica no solo a los que tienen capacidad de usar violencia sino a los que la tienen de incurrir en corrupción, sobornos y recepción del dinero ilícito. Entiendo que en Rosario hubo en los últimos años casos de corrupción en niveles del aparato de seguridad y de la economía legal. A nivel de persecución somos duros contra los más débiles y débiles contra los más duros. La política criminal eficaz exige invertir esa ecuación de modo que seamos duros con los duros y abramos una puerta para los más débiles. Eso implica no ver el tema de seguridad sino también tener un enfoque de salud pública para el consumo problemático de drogas y cambio de las condiciones de los territorios vulnerables. También tener alternativas al encarcelamiento y para delitos menores.