¿Por qué será que a los chicos les apasiona tanto ver y comprarse camisetas de fútbol? Del club que sea. De los colores más ocurrentes. Con combinaciones estrafalarias. Originales o truchas. La titular o la alternativa. Da igual. La felicidad los invade en el simple hecho de mirarlas. Ni hablar cuando papá o mamá largan un "está bien, la llevamos". Es que nos siempre se puede. Ni camisetas, ni cualquier otra cosa. Cuando no hay, es imposible complacer. Es parte de las enseñanzas que a uno le llegaron desde que era un pibito, que fue mamando con el tiempo, que trató de internalizar y que hoy intenta llevar a la práctica con esas personitas que uno mismo "fabricó". Es tan simple como decir "no digas malas palabras porque está mal".
Desde el tamaño más pequeño hasta un talle grande, en la casa hay para todos los gustos. En Barcelona, Manchester (el City y el United), Liverpool, Real Madrid y en otros tantos pueden sentirse orgullosos que en este lado del mundo haya pibes que portan sus colores. Vaya uno a saber por qué es así. Pero es así. ¿De selecciones? También. La de Argentina, obvio, pero también la de Brasil (hermosa camiseta), la de Holanda. Y otras.
Antes no era así. Uno recuerda que de chico sólo se tenía la casaca del equipo en el que jugaba (generalmente nunca llegaba a ser de uno). Hasta no hace mucho atesoré la celeste de Napoli (de la época de Diego, ¡con Buitoni como sponsor!) que un viejo amigo me regaló en un momento particular de mi vida, cuando por en una de esas andanzas futbolísticas domingueras por la liga terminó con una intervención quirúrgica y un reposo y posterior rehabilitación eternas. Así me parecieron en ese momento.
Pero los tiempos cambian. En nuestras épocas de purretes no había tantas cosas. Se podía jugar en la calle a la hora que sea porque el peligro no era tal. Los mates y las reuniones con los amigos permitían que a la hora de la hablar nos miráramos todos a los ojos. ¿Celulares? Naaaaa. Olvidate. Cuando veníamos a Rosario (incluso ya en época de facultad) mamá y papá sólo tendrían noticias nuestras cuando encontrábamos un teléfono público. Si estaba pinchado mucho mejor. Ahí capaz que una charla con los viejos podía llegar a duran algo más de tres o cuatro minutos. Si no era un "hola, estoy bien". "¿Ustedes?" "Bueno chau".
Hoy los pibes, nuestros hijos, no entienden esas cosas. Hay que explicarles que antes la vida era algo distinta. Igual les encanta saber de qué se trataba cuando no existían todas estas cosas que parecen resolvernos la vida a cada instante. Les encanta saber.
Hace muchos años hubiese sido imposible ver en directo las genialidades de un tal Messi, que a la hora de romper un récord o anotar un gol brillante, mucho más que el había hecho siete días atrás y había dado vueltas al mundo, está publicando en Twitter, Facebook o Instagram sus sensaciones. Y acá, del otro lado del mundo, viéndolas al instante. Es que hoy las noticias vuelan. Y ciertos hábitos también cambiaron. Nuestros hijos se comportan de una manera distinta a lo que éramos nosotros de pibes. Los más grandes tampoco somos los mismos que hace 10 ó 15 años.
Afortunadamente uno tuvo la chance de vacacionar nuevamente. Se habla de suerte porque se es consciente del tremendo momento por el que están atravesando miles de personas que no pudieron cumplir con las vacaciones que tenían previstas. Eso en el mejor de los casos. En otros tantísimos ya ni siquiera hay un horario que cumplir en un trabajo. "Cambiemos de planes", seguramente dijeron miles, o millones, en esto de dejar de lado las vacaciones para aguantar la embestida.
Brasil debe ser un país hermoso de norte a sur y de este a oeste. Tiene pinta de eso. Pero uno habla de lo que apenas conoce, que no es más que la cercanía con nuestra propia tierra. Igual alcanza y sobra.
Es imposible no recordar que Brasil fue el foco de atención durante un buen tiempo. Aquellos anuncios que después fueron acompañados por imágenes impiadosas del accidente del que fue víctima el plantel de Chapecoense en Colombia, cuando viajaba a disputar la final de la Copa Sudamericana todavía repiquetean, fueron duros. Cada tanto hay algo que nos lleva a ese diciembre trágico, donde la conmoción fue impiadosa. Allá en Europa o en cualquier otra parte del mundo también se enteraron por la inmediatez de la noticia. Como un gol de Messi o Cristiano Ronaldo.
El mundo se tiñó de verde. El Obelisco, la torre Eiffel, la de Pisa, los estadios más emblemáticos del mundo. Todos fueron iluminados con los colores de Chapecoense. Es que el dolor era muy grande. Era imposible creer que algo así pudiera pasar. Y acá no se pone en tela de juicio un posible error humano. Es el hecho en sí lo que molesta, hiere, martiriza. Son hechos a los que resulta imposible encontrarle una explicación. Es tan difícil de explicar como la visita del vicepresidente de Chapecoense al Papa Francisco, a quien le entregó una camiseta. Por eso uno se interroga: "¿Dios no se pudo acordar antes de Chapecoense y evitar semejante desastre?" Es otra de las tantas preguntas sin respuestas.
Pero Brasil también tomó un colorido más verdoso que el habitual. Las camisetas de ese color con la estampa Caixa (una institución financiera con forma de empresa pública del gobierno brasileño) en el pecho se contaban a montones. Bah, en mayor medida que cualquier otra. Ni Gremio, ni Inter, ni San Pablo, ni Corinthians, ni Fluminense, ni Palmeiras, ni tantos otros clubes brasileños tuvieron tantos hinchas como este año los tuvo Chapecoense.
"Mirá papá, ahí está la camiseta de Chapecoense", dijo el menor mientras caminaba tomado de la mano en una de las tantas (en realidad no muchas) "vuelta al perro" por el centro. Había un stand para las de Chapecoense y el resto se amontaban todas en otros percheros gigantes. Era en ese negocio y en el del al lado. Y en el otro también. En todos. Igual sabíamos que antes emprender el retorno teníamos que pasar. Los chicos lo requerían.
Las averiguaciones de los precios continuaron. Por esta, por la otra. Del equipo de este continente, del otro. Daba lo mismo. Sólo era cuestión de sumar una prenda más de ese estilo a la colección. Y la consulta llegó en más de un quirinchito callejero por supuesto. Pero sorprendió la respuesta. "Todas 40 reales o tres por 100". El precio no estaba mal. "Menos la de Chapecoense", dijo el vendedor en un portuñol bastante aceptable. La intriga nos mató. "¿Y la de Chapecoense?", preguntamos. "Más cara". "50 reales", dijo. Un "obrigado" y seguir caminando, pensando que quizá la institución brasileña pudiera obtener algún tipo de regalía con cada venta. Por eso el retorno, siempre de la mano de mi hijo para preguntar: "¿Por qué la de Chapecoense es más cara?" "Porque sí. Es la que más se vende", fue la respuesta.
Una figura exponencial del libre mercado, regido por la oferta y la demanda que tantos daños a hecho a lo largo de la historia.
La toma de mano con mi hijo contó con un fuerte apretón después de escuchar: "Ah papi, pero estos son unos hijos de puta". Nunca me sentí tan orgulloso de escucharlo putear. A su corta edad él también había entendido a la perfección que se estaba lucrando con una desgracia. Y no me importó en absoluto que se despachara con una puteada. La situación lo ameritaba. Era, quizá, parte del morbo, pero que generaba antipatía.
No averiguamos más. Tampoco compramos. Fue un verano sin camisetas nuevas.