Por Gabriel López / Especial para La Capital
Por Gabriel López / Especial para La Capital
La leyenda del imaginario libro gordo del fútbol cuenta que el 27 de enero de 1999 un niño llamado Lionel Andrés Messi vivió el último de los once días en Mar del Plata, en la fiesta del fútbol infantil, conocida entonces como el Torneo Internacional de la Costa Atlántica “Ezequiel Zapatosky”, la séptima edición -este verano- volvió a jugarse, pero lleva otro nombre.
Y aunque suene atípico, Leo no pudo entrar ni un minuto de los ocho partidos de la 87 de Newell’s, un equipazo que en la lista de buena fe tenía a dieciséis pibes pero no a él. Los seleccionó el técnico Antonio “Quique” Domínguez. Quería jugar, claro, pero llevaba un yeso en el brazo izquierdo.
Imposibilitado, viajó con sus primeros compañeros en una cancha grande: Juan Cruz Leguizamón, Lucas Scaglia, Jorge Miro, Bruno Milanesio, Federico Rosso, Leandro Giménez, Marcelo Romero, Héctor Correa, Diego Rovira, Matías Pece, Juan José Gómez, Franco Casanova, Leandro Benítez, Walter Avella, Lucas D’Alessandro y Facundo Roncaglia.
A comienzos del año, en una práctica en el predio Malvinas Argentinas, pateó con dificultad una pelota en un ejercicio de definición y al caerse mal, apoyó la mano y tuvo fisura, con desplazamiento de la muñeca. No era la primera vez.
El alojamiento en Mar del Plata era un tema que el fútbol amateur de Newell’s tenía algo aceitado por un club amigo, Quilmes, que varios años lo alojaba por un recordado campeonato “Latinoamericano” para jugadores con edad de octava. En este caso, el que hacía Aldosivi, con pibes de undécima -la edad de Leo en ese momento-, otra vez Quilmes alojó a la lepra, al menos en la categoría 87, en distintas casas de familia, donde los chicos lugareños que jugaban el torneo se hacían responsables de alojar a los pibes visitantes, uno por casa. Como también viajó la 89 de Newell’s, dirigida por Edgardo “Rolo” Redondo, en estos casos fueron recibidos por familias del Club Independiente de Mar del Plata, mientras que los adultos, los dos entrenadores, y Atilio Ernesto Lai, el coordinador general de la escuela de fútbol, pernoctaron en la Casa del Deportista. El fútbol infantil rojinegro en ese entonces tenía al director Sergio Almirón, un excampeón del Mundial de México ’86.
¿Y, Leo, dónde estuvo? Otro caso aparte, ya que aprovechó el viaje de la familia Scaglia (en el futuro serán parientes) que alquiló un departamento. Manejaba su auto Daniel “el Pato” Scaglia, exjugador de Argentino de Rosario, papá de Lucas “el Pulpo” Scaglia, quien era una de las figuras del equipo y el mejor amigo de Leo. Ah, Daniel llevó a la sobrina, Antonela Roccuzzo.
Se trató de un campeonato con 105 equipos, en el formato mundialista, fase de grupos (27 zonas, mayoría de cuatro equipos cada una y clasificaban dos); llaves de eliminatoria simple, y una última jornada con la final y partido por el tercer puesto, que es donde llegó a jugar La Máquina 87. Doce canchas en todo el distrito de General Pueyrredón, más otras dos en Necochea y en Lobería, municipios vecinos.
El 16 de enero fue el desfile en Aldosivi, el estadio conocido como “La Cantera” -ya no existe-. Quien suscribe fue el único periodista que logró acreditarse, gracias al trabajo que venía haciendo en un suplemento de fútbol infantil en La Plata, ciudad que llevó a cinco clubes, entre ellos Estudiantes y Gimnasia. Pero Santa Fe fue la más numerosa en delegaciones, con ocho clubes: los dos tradicionales de Rosario, Renato Cesarini, Unión, Colón, Atlético Rafaela, Newbery de Rufino y Náutico El Quillá.
Boca y River llevaron lo mejor y se alojaron en el Complejo Hotelero de Chapadmalal. En la 87 del Millonario había un chiquito: Gonzalo Higuaín. Y el técnico de Boca, Ramón Maddoni, era famoso por saber detectar cracks en Buenos Aires y ya formaba un tándem con Bernardo Griffa en el fútbol amateur xeneize. “Este año llevamos para la novena a un pibe de Fuerte Apache, Carlos Tevez”, me dateó el DT.
Los rojinegros empezaron a puro gol: ante la versión B de San Lorenzo de Mar del Plata fue 14 a 0 (presentó pibes un año menor, de la 88); siguieron con San Vicente de Pinamar, y ya clasificados el 19 de enero superaron al local Quilmes 3 a 1, en su cancha de la avenida Colón. En los play-off, pasaron a River de Mar del Plata y, a la otra jornada (no había descanso) enfrentaron a Independiente de Junín, fecha en la que tuve la chance de subir al micro y viajar con ellos hasta el predio del Alto Camet. Es que la invitación de esos técnicos de buen ojo, Domínguez y Redondo, fueron producto de una sincera amistad en las noches que cenábamos, y luego marchábamos al reparador descanso en la Casa del Deportista. Ambos también disfrutaban de la playa con partidos de tejo. “Pienso que Leo debe haber sufrido por no jugar”, meditó Domínguez pasado el tiempo.
El jueves 21 de enero de 1999, a la altura del balneario 1 de Punta Mogotes, sobre la costanera marplatense, los encontré a todos los chicos ya ubicados en sus asientos, en total silencio, con las ventanillas abiertas para respirar ese aire de mar, y todos ubicados de un lateral del inmenso micro, atraídos por la inmensidad azul océanica. Rumbo a la Villa Olímpica de Independiente, todo un anticipo de lo que será la vida de muchos en el futuro: el 1 Juan Cruz Leguizamón, el 2 Mariano Miró, el 3 Federico Rosso, el 5 Lucas Scaglia, el 6 Bruno “Pumita” Milanesio (fana de Central y ya de chico de su compañero Leo), el 9 Diego Rovira, el 10 Juan José Gómez, el 11 Leandro Benítez y el famoso Facundo Roncaglia, un chico que jugó ese torneo y se marchó.
Claro que ahí iba también Lionel Messi. Todos soñaban con una primera división y lo lograron a nivel profesional, aunque hubo otros en un nivel menor, como el 4 Marcelo Romero, “El Lagarto” como le decían los amigos, la revelación por su ida y vuelta, que hoy valora tantas cosas: “Conocí el mar y todavía puedo estar viendo a Leo cuando sacaba la aguja para hacerse el tratamiento él solito”.
Leo tenía cuidado con una cajita de telgopor (cumplía la función de conservadora, con hielo seco) de donde extraía la jeringa. “Todas las mañanas él mismo se aplicaba la inyección en sus muslos”, aseguró el técnico. “Lástima que en ese torneo no lo pudieron ver -sigue Quique-, porque Leo realmente era muy diferente al resto, por cómo jugaba, por cómo se comportaba, por cómo se comunicaba con los compañeros y los rivales, con los árbitros y con la gente”.
Y tenía unas ganas locas de jugar a sus 11 años. “Por algo, aquella anécdota de una madre, a la que le pregunto si sabía qué tenía Leo en un bolsito. Y al otro día esa madre con una cara poco menos que de espanto me dice “si te cuento qué me dijo Leo, te morís. Lleva las medias, las canilleras y los botines. Si Quique me necesita, entro”. Toda una locura, porque tenía yeso para rato”.
Claro que lo necesitaban. En cancha del Tiburón se midieron ante Boca, empate 1 a 1 donde Rovira volvió loca a toda la defensa azul y oro. Ganaron en los penales de la mano del “Loco” Leguizamón. A la noche, los chicos salieron de paseo, y alentaron a Newell’s en un partido oficial de básquet en el gimnasio Once Unidos, cuando por el TNA el equipo rosarino dio un batacazo, 111 a 99 sobre Quilmes (el club que los alojaba).
“¡Imagenátelo a Leo en un campo con más espacios!”, volvía a la mente de Quique, que en esos días vivía una circunstancia especial: su hijo Sebastián cumplía la primera pretemporada como profesional, con el Newell’s del profe Castelli y en La Feliz. Así que una noche coordinaron para cenar.
En quinta fase pasaron al San Lorenzo A de Mar del Plata, 1 a 1, y sufrida definición por penales para descubrir las semifinales, donde les tocó Vélez, que venía de festejar ante River Plate y Central (le ganó 3 a 1). Fue “la final adelantada”, donde un gol agónico de Mauro Zárate (otro futuro profesional y campeón) dejó la historia 2 a 2 y con el ánimo alto los capitalinos ganaron en la tanda de penales. El Fortín sería el campeón después ante Estudiantes de Río Cuarto.
El último día de Newell’s en el torneo tuvo a la 87 jugando ante Gimnasia y Esgrima La Plata, un 0 a 0 en una tarde nublada, yendo otra vez a los penales, donde Newell’s se quedó con el trofeo del tercer puesto. La 89 también corrió esa suerte del tercer lugar, tras perder en semifinales por penales ante el que luego sería campeón, Atlético de Rafaela.
La vida transcurre y se empecina en presentarnos personas. Maravillosamente, un contacto amable con Quique, Rolo y Atilio, los tres adultos rojinegros que transportaron las ilusiones.
“Con Leo ganábamos con la fusta bajo el brazo, pero no jugó... Dios sabe lo que hace, decía siempre mi madre”, expresó Quique radicado en La Paz, Entre Ríos. “Newell’s fue uno de los clubes primerizos en armar una escuela de fútbol”, reflexionó Rolo, que reparte el alma hoy entre dos asociaciones, la de los Directores Técnicos (ATFA) y la de Tejo (AIT). “Uno no sabía que Leo iba a llegar tan lejos”, se sinceró Atilio, quien hoy colabora con la presidencia del doctor Astore, a quien conoció en juveniles del club.
El tiempo parece decir muchas cosas más. Como que ese muchachito símbolo del fútbol, hace 25 años, iba superando algo más que un problema físico, sino el dolor por el adiós a la abuela Celia, acontecido siete meses antes. Partía el alma especial a la que le dedicaría tantos triunfos, con los dos brazos elevados al cielo.
Hoy, muy cerca de la cancha de La Cantera, en un balneario de Punta Mogotes, cerca del Puerto, se ve una imagen feliz de Lionel Messi.
Joya artística, mural sublime, en la superficie de cemento de una cancha de fútbol 5, donde lo vemos levantando la Copa del Mundo.
Tal vez era lo que perseguía aquel pibe con el yeso, cuando iniciaba una carrera con obstáculos, uno de los tantos que tiene en el camino de la vida un soñador talentoso como él.
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