Dos hechos sucedidos en la semana que pasó volvieron a poner bajo la lupa de los medios un tema
crítico para la ciudad: la vida nocturna y sus consecuencias sobre la calidad de vida de los
rosarinos.
Por un lado, el caso de un local situado en Avellaneda y Casilda, supuestamente un "bar con
amenización musical" al que sin embargo los vecinos denuncian desde 2003 como boliche encubierto,
con la circunstancia agregada de que su propietario los enjuició por "impedirle la actividad
comercial".
Por el otro, la movilización de un grupo de vecinos del barrio de Fisherton, quienes con el
ex intendente Cavallero a la cabeza se quejaron por la inminente apertura de un sexy bar en la
esquina de Eva Perón y Colombres.
En casos semejantes el equilibrio entre las necesidades y visiones de las partes suele ser
complejo, pero no pueden caber dudas de que el fiel de la balanza debe inclinarse ineludiblemente
hacia el bienestar y la paz de los vecinos.
No se trata de sostener posiciones reñidas con la realidad a partir de la prédica de
insustanciales moralinas, sino de instalar los límites donde corresponde. Y es que sin procurar
imponer visiones conservadoras, resulta notorio desde hace tiempo en Rosario que la instalación de
un boliche desemboca con frecuencia en el deterioro de la calidad de vida de quienes residen en sus
inmediaciones.
Sólo el estricto cumplimiento de las normas, garantizado por el más severo de los controles,
permite la convivencia armónica entre la diversión en la franja nocturna y el respeto por los
horarios de sueño de quienes al día siguiente trabajan. No tiene que haber descuidos.