Era otra época, es cierto. La reforma del arcaico y oscuro sistema procesal penal de Santa Fe sólo figuraba en el discurso de algunos juristas y académicos, la mayoría de ellos formados en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario, pero no estaba ni cerca de entrar en la agenda política. Eran los tiempos en que los jueces de Instrucción reinaban en los Tribunales con un poder casi absoluto, mayor al de cualquier otra autoridad política, judicial o legislativa de la provincia: eran los únicos que podían ordenar la detención de una persona, e incluso de mantenerla en ese estado durante el tiempo que quisieran, sin control ni oposición de las partes.
En esa época, como en cualquier otra, había jueces de Instrucción que hacían bien su trabajo y había otros que ejercían la tarea sin vocación ni apego por ella. Se mezclaban buenos y malos, trabajadores y vagos, duros y blandos, amigos de la policía y neutrales (puede que hubiese también algún enemigo de los uniformados), brillantes y mediocres, jueces de verdad y simples empleados de la Justicia.
Una práctica más o menos habitual de algunos de ellos, de los menos comprometidos, de los que casi no tenían mérito para ser jueces, era dictar resoluciones y esperar a que la Cámara de Apelaciones, es decir el órgano que podía revisar sus decisiones a pedido de las partes, los avalaran o no. Si tenían pocas pruebas para procesar a alguien lo hacían igual y esperaban a que los camaristas le dijeran qué hacer. O si querían dictar un sobreseimiento aun cuando no correspondía, porque la evidencia contra el imputado era buena, lo sobreseían y, otra vez, esperaban a que sus revisores les levantaran o bajaran el pulgar.
Había un juez de Instrucción que incluso era célebre entre sus colegas por esta práctica. Había ingresado al Poder Judicial gracias a sus vínculos con el peronismo en la época en que el PJ gobernaba la provincia y en los pasillos de los Tribunales todos, o casi todos, incluso los propios empleados de su juzgado, lo asumían como un juez mediocre. Era el campeón del "que la Cámara me ratifique" o "que la Cámara me revoque", según fuera el caso. Con esa actitud evitaba comprometerse en la averiguación de la verdad histórica sobre los delitos que le tocaba investigar y con la identificación de los responsables.
En una ocasión le tocó investigar una estafa con varios involucrados. Entre las víctimas había gente influyente y un buen día la presión para que hurgara y encontrara pruebas contra los sospechosos se hizo fuerte. El hombre decidió rápido: procesó a todos los imputados aun cuando casi no tenía evidencia y se sentó a esperar el fallo de la Cámara de Apelaciones. Su resolución fue revocada con una orden de los camaristas: que siguiera investigando, hasta reunir las pruebas necesarias. La causa terminó en nada, porque pasó el tiempo, la investigación languideció y las estafas quedaron sin culpables.
En las prácticas tribunalicias, en las viejas y en las actuales, hay muchos vicios como éste. Algunos vienen de años, incluso de décadas, y es probable que el hábito de resolver de determinada manera a la espera de que una instancia superior lo corrija sea una de ellas. Otro de esos vicios, tan viejo como los Tribunales mismos, es dejar pasar el tiempo hasta que una causa prescriba. En la historia de la Justicia hay muchas, incluso algunas resonantes, pero esas casi nunca salen a la luz pública. Se entiende, porque en esos casos el componente secreto es un aliado de quien deja de lado su obligación de averiguar la verdad sobre un delito y sancionar al culpable.
El nuevo sistema procesal penal, en particular el juicio oral y público, corrigió muchas de estas deformaciones en el servicio de Justicia. Aun así, es probable que otras todavía perduren y que lleve tiempo desterrarlas de las prácticas judiciales. No es poco que la figura de los omnipresentes jueces de Instrucción ya no exista. Aquel campeón del "que la Cámara me ratifique" o "que la cámara me revoque" hoy se sentiría incómodo en un sistema que intenta ser más justo y no depender tanto del criterio o la decisión de una sola persona.