A la par de las decenas de cifras que deja la pandemia a diario, en Rosario hay un dato que se sigue desde el año pasado casi con el mismo ritmo que las camas ocupadas o los contagios: el nivel del río Paraná. Y como con casi todo lo que se compara entre ambas orillas, isla y ciudad, una muestra quietud y calma, mientras que otra no puede ocultar lo frenético de su esencia. En la zona del Charigüé, los isleños demuestran que le hacen frente a lo que venga, que prefieren esta situación antes que la creciente y esperan que suba un poco el río mientras cambian hábitos y se amoldan a la coyuntura: desde caminar más hasta ver postales inusuales, como que los chicos vayan a la escuela en bicicleta.
No sólo los habitantes de la isla se tienen que amoldar a una situación que viene siendo prolongada: plantas que tendrían que estar en el agua se mantienen firmes sobre una orilla ampliada, mientras otras crecen en sitios en los que antes lo cubría todo el río; además, algunas vacas tienen que ser llevadas por lugares especiales para poder tomar agua y volver a pastar, ante la imposibilidad de poder subir o bajar las pequeñas barrancas que se formaron.
Daniel Simó es cuarta generación de isleños de la zona del Charigüé, donde todos lo conocen como “Tochi”. Prefiere la bajante antes que la creciente, que arrasa con todo. Porque con la bajante, dice, “hay que arreglarse”, y eso para un isleño es cosa de todos los días.
“La creciente te tira para atrás, te destruye la casa. Si tenés animales, en algunos casos tenés que vender la mitad de la hacienda para salvar la otra mitad. Y cuando en el mercado de hacienda se enteran que hay creciente, esperan que lleguen las vacas de la isla para darte dos monedas. Especulan con todo”, dice quien trabaja todos los días con la hacienda, en cualquier condición, desde hace varios años.
No recuerda bien cuándo fue la última creciente, aunque asegura que hubo períodos con dos crecientes por año, algo que traía calma durante tres o cuatro meses, pero que enseguida volvía a poner en jaque al isleño que trabaja con hacienda. “La creciente nos rompe todo: la casa, lo que armaste en un año. Todo”, afirma.
La bajante obliga a reordenar las cosas, cambiar los diagramas. Sobre todo para los traslados, que hacen salir del agua a los isleños para rehabituarse al uso de otros medios, como caminar, el caballo o un método inusual del otro lado del río: que los chicos vayan en bici al colegio.
“Si, tenés que caminar más con la bajante. Pero el que está en la isla está acostumbrado. Con mi familia las hemos pasado a todas”, afirma Tochi, a lo que se suma su madre, Juana Ortiz, quien vive hace 57 años en el Charigüé y se acuerda de cómo se podía pasar caminando por el lecho del arroyo La Lechiguana, que pasa por uno de los laterales de su casa, antes de que lo draguen en la década de 1990.
El arroyo La Lechiguana, que rodea todo el paraje del Charigüé, fue dragado en 1994 para ganar profundidad, algo que cambió por completo la fisonomía del lugar: antes de eso, cuenta Tochi, “estaba todo seco, de punta a punta. Los pobladores dejaban en la punta del arroyo las embarcaciones y se iban caminando para hacer mandados”.
Lo que no recuerdan ni Tochi ni Juana es una bajante tan prolongada en el tiempo: “Eran de dos o tres meses y cuando venía una lluvia grande, empezaba a normalizarse el río. Ahora es una cosa extraordinaria”. Evidencia de eso son las escaleras de los muelles de las casas de fin de semana, muchas de ellas deshabitadas desde hace meses: desde el último escalón al agua hay, por lo menos, dos metros de nada.
Vuelta a la calma
En las épocas de bajantes no tan prolongadas, el lugar estaba mayormente poblado por casas de isleños. El boom de las casas en la isla comenzó, según recuerda Tochi, hace unos diez años. Antes había rosarinos que tenían su sitio en la isla para ir a descansar, pero desde principios de la década pasada esto se potenció y empezaron a aparecer visitantes que conocen poco o no tienen interés en respetar la idiosincrasia isleña.
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Sebatián Suárez Meccia/La Capital
Es ahí cuando aparecen algunas disputas para que bajen la velocidad de las embarcaciones o respeten a los vecinos, algo que antes no era tan común. “Tenés que discutir y el que es nuevo en la zona, con hablar una vez entiende. Por la pandemia, la zona se calmó”, dice Tochi.
Son entre 12 y 15 las familias que viven en la zona del Charigüé, aunque Tochi afirma que antes eran más. La baja de habitantes permanentes se dio antes de que comenzaran a edificarse casas de fin de semana, ya que muchos hijos de isleños no conseguían trabajo y tenían que irse a las ciudades.
La llegada de nuevos vecinos, temporarios, alteró la calma pero brindó una nueva salida laboral, ya que muchos cuidan y mantienen las casas mientras los dueños no están. Hoy, con más casas de fin de semana que casas de isleños, la bajante se percibe desde esta orilla como algo netamente negativo, algo que no transmiten quienes viven el día a día en el lugar, más allá de la dificultad para trasladarse.
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Sebatián Suárez Meccia/La Capital
“La gente que vive más adentro, en el arroyo arriba, tiene más problemas. Tienen que dejar las canoas en una parte y llegar caminando a sus casas. Nos incomoda para andar”, dice Juana. Tochi, por su parte, asegura que prefiere un metro más de agua en el lecho del río, aunque enseguida dice: “La bajante es un esfuerzo más que hacer, que lo hace el que vive en la isla, que está acostumbrado. Acá no tenés agua, no tenés luz y si tenés que caminar, caminás”.
“Así es la isla, es lo que elegimos. Estamos acostumbrados a que si hay que hacer algo, lo hacemos. Hay cosas peores”, dice Tochi.