La democracia en Argentina ha dejado de ser un sistema de deliberación plural, de diálogo y de construcción colectiva, y se está convirtiendo en un vehículo de liderazgos personalistas. El estimado politólogo argentino GuillermoO’Donnell ya advertía que muchas democracias latinoamericanas atraviesan lo que él llamó una “ciudadanía de baja intensidad”: ciudadanos que tienen el derecho a votar, pero a los que les cuesta ejercer de verdad sus derechos civiles, sociales y ambientales porque el Estado no logra hacer cumplir la legalidad de modo uniforme, ni respeta sus instituciones.
En nuestro país esa definición cobra sentido cuando observamos que la calidad de la democracia no depende únicamente de los comicios, sino del modo en que se construyen —o destruyen— mecanismos de diálogo, participación y acuerdos entre distintas fuerzas políticas, sociales y territoriales. Cuando esa dimensión se debilita, la democracia se convierte en un escenario más propicio para lo personalista: liderazgos que apelan a la figura, al discurso polarizado, antes que a la construcción de instituciones fuertes y participativas. El peligro es que, cuando esa lógica se naturaliza, las soluciones comunes que requieren negociación y construcción conjunta son desplazadas por posiciones extremas, a menudo simplificadoras, cuya fortaleza radica en la concentración del poder.
Una de las consecuencias claras de esa dinámica es el debilitamiento de la capacidad del Estado para responder a desafíos colectivos de largo plazo, como es el climático. Estamos a menos de un mes de la COP30, que tendrá lugar en Brasil, y el gobierno aún no ha clarificado si va a expedir las acreditaciones para que participen todos los actores relevantes, ni tampoco ha presentado su actualización de las NDC (Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional). Esto no es un detalle técnico, implica que el país queda marginado de un foro clave, perdiendo capacidad de negociación global y credibilidad internacional.
Cuando una democracia pierde capacidad de diálogo interno —entre gobierno nacional, gobiernos subnacionales, sociedad civil y distintos actores—, la respuesta institucional al cambio climático se resiente. Una democracia que no articula estos niveles y que no incluye estas voces, está funcionando a medias, con ciudadanos que participan (aunque cada vez menos) en las urnas, pero no en la construcción de políticas públicas.
Sin embargo, no todo está perdido. Allí donde los gobiernos locales, las provincias y la sociedad civil han logrado articular agendas de diálogo, han surgido espacios esperanzadores. Por ejemplo, el COFEMA (Consejo Federal de Medio Ambiente) es una de esas instancias que dan señales positivas. Asimismo, los estados provinciales han mostrado buena dinámica de cooperación, por ejemplo en el marco de la Semana del Clima de Rosario, en la Conferencia Climática Internacional CCI25 de Córdoba, y sobre todo en el Encuentro Federal Camino a la COP30 de Entre Ríos.
En este sentido, si queremos una democracia de calidad, debemos apostar al diálogo y la deliberación, al fortalecimiento de las instituciones y de la participación plural. Una democracia que se convierte en escenario de liderazgos que prescinden de partidos fuertes y de ideas sólidas, se debilita. O’Donnell identificó el riesgo de las “democracias delegativas”: regímenes donde un líder actúa como si tuviera derecho especial para gobernar sin control horizontal. En esos escenarios, la ciudadanía queda reducida al papel de elector pasivo, y la deliberación se empobrece, la institucionalidad se gasta, y los derechos sufren. Es decir, dejamos de ser ciudadanos para convertirnos en meros habitantes.
En el marco ambiental, esa debilidad democrática tiene efectos palpables. Cuando no hay una política nacional coherente ni una participación real, los procesos de definición de metas climáticas, de búsqueda de financiamiento e implementación de políticas se traban.
La calidad de la democracia está estrechamente vinculada con nuestra capacidad para afrontar los grandes desafíos públicos, como el cambio climático. La Argentina debe participar con fuerza en la COP30, presentar sus NDC actualizadas, y lo más importante, construir una agenda climática viable. Para eso, es necesario antes recuperar ese hábito democrático de debatir, de combinar voluntades diversas. Solo así la democracia deja de ser delegativa y se transforma en instrumento de ciudadanía plena.