La escena es dramática. Una niña que vive en la calle junto a su madre y sus hermanos es secuestrada por una persona cercana a su entorno. El sujeto en cuestión solía regalarle golosinas y le había prometido una bicicleta. Luego descubren que había sido denunciado por abusar de una pequeña, integrante de su grupo familiar.
Su madre realiza la denuncia y el barrio alza la voz para reclamar la aparición con vida de la niña. Las fuerzas de seguridad inician la búsqueda y se activa el “Alerta Sofía”. Los medios replican la noticia. Las redes sociales se atiborran de fotos de la pequeña y su raptor. Un país se suma a la causa, implora la presencia del Estado, se indigna ante la injusticia y el desamparo en el que vive M.
La niña es hallada con vida tres días después. Su familia, su barrio, los medios de comunicación y el país entero celebran la noticia. No es para menos. La desaparición y la muerte de mujeres, adolescentes y niñas —por desgracia— es moneda corriente. ¿Cómo no sentir una profunda alegría? Toda la comunidad siente que su participación fue imprescindible. Los reclamos valieron la pena y arrojan como resultado un triunfo colectivo.
La historia de la pequeña M expone algunas verdades insoslayables. Nos confirma mucho de lo que conocíamos desde hace tiempo.
• La calle no es un lugar para vivir. Las infancias deben habitar hogares y escuelas. El derecho a tener una vivienda, que les brinde cobijo, seguridad, paz y dignidad, no admite postergaciones.
• Las políticas neoliberales y la pandemia han incrementado los índices de pobreza e indigencia. Las estadísticas exponen números alarmantes. El caso de la niña M le imprimió nombre propio a la injusta realidad que viven muchas familias, muchos niños y niñas.
• La desigualdad social sitúa a las infancias en el desamparo y las expone a enormes riesgos. Es obligación del Estado garantizar los derechos de la niñez y es responsabilidad de toda la sociedad reclamar su cumplimiento.
• Los abusadores son personas conocidas por los niños y niñas. Para ganarse su confianza, los envuelven en una relación falsa, que es presentada como afectiva y protectora. No son monstruos, no son enfermos. Son seres humanos, capaces de perpetrar el más terrible delito: atentar contra la integridad sexual de las infancias.
• El Poder Judicial continúa desoyendo las denuncias de abuso sexual infantil. Diferentes profesionales de la salud —que acompañan a madres, niñas y niños— aseguran que se cuestiona la palabra de las víctimas y que se desestiman muchas de las denuncias realizadas. Expresan que los tribunales protegen mejor los intereses de los agresores que los derechos jurídicos de la niñez.
• El peso del patriarcado permanece vigente en ciertas acusaciones dirigidas a la madre de la niña secuestrada y en la falta de reclamos hacia el padre ausente.
Sin embargo, no todas son evidencias ni certezas. Este caso nos invita a formularnos algunas preguntas acerca de ese país que, afortunadamente, alzó la voz para reclamar la aparición de M y exigirles a los gobiernos que hagan algo, para terminar con la situación de pobreza, desigualdad y vulnerabilidad social que signa la vida de esta niña y su familia.
Podríamos preguntarnos si es el mismo país que se molesta con los programas de salud, sociales y educativos que garantizan los derechos de las infancias. Si es el mismo país que asegura que las mujeres pobres se embarazan para obtener un plan. Si es el mismo país que sostiene que las y los trabajadores informales prefieren seguir en esa condición, para no perder los “privilegios” de los programas sociales. Si es el mismo país que pide a gritos bajar la edad de imputabilidad de las y los menores. Si es el mismo país que acusa a las y los pobres de todos sus males. Si es el mismo país que considera que el Estado debe ocuparse de ayudar a quienes producen, y dejar de gastar dinero en políticas públicas para apaciguar los efectos de la desigualdad social. Si es el mismo país que estima que la pobreza es decisión de quienes la padecen, que desprecia lo público y se llena la boca hablando de meritocracia. Si es el mismo país que piensa que las personas, que no tienen nada son responsables de su miserable vida.
Entre penas, broncas y pocas certezas, se hacen eco algunas quimeras. Ojalá que ese país —que se indignó al ponerle nombre y rostro a la desigualdad social— haya comprendido que el Estado debe invertir en el presente de los siempre postergados, porque es condición imprescindible para la construcción de un futuro más justo y más amable. Ojalá que ese país continúe reclamando políticas públicas que mejoren las condiciones de vida de las comunidades más vulnerables. Ojalá que ese país no vuelva a mirar hacia un costado, para evitar llenarse los ojos de verdad. Ojalá que, cuando ese país vuelva a caminar por las calles de cualquier ciudad y se encuentre con una niña que vende pañuelos descartables, o un niño que hace malabares en una esquina por un par de monedas, no se anime a emitir rancios rezongos ni a maldecir a quienes habitan la pobreza. Ojalá que ese país no se atreva a esquivar la mirada, ante el dolor que provoca tanta infancia desolada, para apresurar el paso y no demorarse en llegar a casa.