Hace unos días en plena campaña electoral una persona me paró en la calle y solicitó encuestarme. La primera pregunta fue cuál es para mí el mayor problema. La corrupción política, le contesté. ¿Más que la inseguridad?, preguntó. La respuesta fue sí. La inseguridad, la falta de justicia, la crisis económica, la balcanización de la sociedad argentina, dividida entre buenos y malos, cuya resultante es que somos todos malos. La notoria pérdida de valores éticos, morales y materiales, la frustración que conlleva adicción, la pérdida de la noción de pertenencia, son todos efectos colaterales de la corrupción política. La Argentina no vive crisis económicas puras, vive crisis producidas por el mal manejo que los administradores políticos hacen del Estado, vivimos en una permanente crisis generada por los políticos. Y lo peor es que estamos adaptados a ella, aplaudimos y apoyamos a un político que declara públicamente como una hazaña: “El superávit fiscal no me quita el sueño” (¿quién paga los platos rotos?). Nos enganchamos en las discusiones teológicas de los comunicadores sociales -verdaderos sostenes pagos de este modelo de gestión- que nos alejan cada vez más de la realidad, para que no veamos el problema en sí y no optemos por la solución más práctica. Unos dicen, el futuro tiene memoria, otros prometen un país normal, otros que el Congreso debe de dejar de ser una escribanía. Usemos la memoria y el sentido común. ¿Cuál es la resultante de sus gestiones? ¿Cuántos platos rotos tuvimos que pagar? Y lo más importante, con este sistema electoral, ¿ellos representan al ciudadano?, ¿al vecino? -como es el origen y sentido del Congreso-, ¿o representan a las cúpulas partidarias? La hierba mala no crece sola.