Si al comenzar cada lectura de un libro nos aferráramos a esa declaración de Todorov que sostiene que la literatura es paradójica porque "está constituida de palabras pero que significan más que las palabras, es verbal y transverbal a la vez", muchas veces, creo, saldríamos desilusionados por haber encontrado sólo eso: palabras. No, seguramente, si el libro que recorrimos, que acabamos de atravesar y vivir, es Nadie es tan fuerte, el último volumen de cuentos de Pablo Colacrai, publicado por la editorial Modesto Rimba. Once relatos breves, que se leen de una sentada, integran esta vuelta a la arena de Colacrai, quien no daba a conocer sus escritos desde La noche en plena tarde, publicada por Río Ancho Ediciones, en el año 2012.
Este trayecto literario se inaugura con Anidar, cuento que nos enfrenta al inocente desconcierto del narrador frente a la magia secreta del embarazo y a las preocupaciones de una mujer que se convierte en madre. Las charlas simples que, en realidad, dejan entrever inclinaciones reprimidas, deseos latentes o heridas que siguen sangrando, aparecen con dos amigos muy particulares en Los incomprendidos y con dos hermanos distanciados, en La vuelta manzana, que rememoran un hito de la infancia. En Algo es algo, seguimos de cerca los pensamientos de una muchacha que, en una cena romántica, vuelve a rechazar el ofrecimiento de su novio de iniciar la convivencia. También es una pareja, pero ya rota, la que se encuentra en La reina de España. Ella, la mujer que cita al narrador, quiere hablarle, después de tanto tiempo, y él escuchará una revelación, desolado, mirando el río. Ya a esta altura del libro, podemos comprender y dominar la apuesta literaria de Colacrai: cualquier situación, hasta la más trivial y cotidiana, tiene un peso específico muy superior a lo habitual; sólo hace falta estar atento para captarlo, para exhumarlo de la trampa de las apariencias.
Porque debajo de la cáscara de una escritura sosegada y controlada, lo que supura es lo retaceado, lo que apenas se esboza en el reverso de las palabras, o como ecos, aquello que los lectores debemos recuperar y completar con la imaginación y con nuestros prejuicios. Todas las noches son pardas nos enfrenta a la desesperación de quien ya no tiene fuerzas para enfrentar nuevos conflictos. La pérdida, o la demora en regresar, del gato despierta los temores de una mujer que vela el sueño de su hija. Nunca es fácil juega con las dificultades de narrar aquellas cuestiones inconfesables o dolorosas que nos afectan profundamente. Ser interrogado sobre eso, lograr responder, ofrecer una versión más suave, menos traumática, para poder poner en palabras algo que preferiríamos callar pero que hace fuerza para convertirse en relato. La enfermedad, la locura del padre del personaje, en este caso, es lo que no se puede contar, pero se necesita hacerlo aunque sea de una manera atemperada. Quizás en este cuento se confirma la clave para leer el conjunto de estas "historias mínimas", de estos cuentos que permiten sintetizar su argumento con un par de oraciones: la escritura de Colacrai sugiere el murmullo de lo silenciado, la historia compleja y profunda que subyace a lo enunciado. Basta seguir con La nave de Rick Hunter, y su impecable alusión al pasaje de la niñez a la adolescencia, y con Ya es mañana y la referencia velada a la "vergüenza creativa" para corroborarlo. Los dos cuentos que falta mencionar son mis favoritos. El regreso del Coelacanto, no solamente por los recuerdos que evoca, sino por la identificación que produce en quienes andamos por los cuarenta; y el último, El mejor regalo del mundo, que contiene una logradísima pericia formal en el juego con los narradores y con el tiempo del relato.
Escribió alguna vez Agamben que "donde el lenguaje termina, comienza no lo indecible, sino la materia de la palabra. Quien nunca ha alcanzado, como en un sueño, esa sustancia de la lengua dura como la madera, que los antiguos llamaban selva, es, aunque calle, prisionero de las representaciones". Nadie, ni nada es tan fuerte como las palabras, en este caso las de Colacrai, para llevarnos, como lectores, más allá de las representaciones.