Luego de que le dispararan, John Calleron quedó en un estado como de crepúsculo mental. Las cosas se fueron poniendo a la vez oscuras y serenas; se borronearon los contornos generales de los eventos; regresaron a él recuerdos; en sus oídos había una música como de campanas lejanas. Las cosas parecían más bellas de lo que habían sido en los últimos tiempos; el mundo entero se veía, para él, como una noche luego de un plácido atardecer, donde prados y árboles, bosques y chapiteles lucen encantadores bañados en la pálida luz, y a uno lo invade la remembranza de días pasados. Y así siguió, viendo las cosas casi en la penumbra. Y lo que se suele llamar “el rugido de la guerra”, esas voces aéreas que gruñen, gimen, aúllan y enfurecen a los soldados, también se habían tornado menos claras. Todo le parecía ahora más lejano, y más pequeño, como se ven las cosas lejanas. Todavía oía los disparos: hay algo tan violento y disruptor en el sonido de las balas que pasan a corta distancia, que se las escucha aun sumido en profundos pensamientos; incluso en sueños. Las escuchó, por sobre todo lo demás, arrasándolo todo. Lo demás se oía cada vez más oscuro y lejano, más pequeño y remoto.
No pensó que había sido herido gravemente, aunque resultaba curioso cómo nada le llamaba la atención como antes. Aun así, continuó.
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Ilustración de Horacio Boriotti para la tapa del libro.
Luego abrió ampliamente sus ojos y descubrió que estaba de vuelta en Londres, en un tren subterráneo. Lo supo inmediatamente, con solo echar una mirada alrededor. Había hecho cientos de viajes, tiempo atrás, en trenes así. Supo por la oscuridad del exterior que todavía no habían salido de Londres; pero lo más extraño era que, si se detenía a pensarlo, sabía exactamente hacia dónde se dirigía. Era el tren que viajaba rumbo al campo donde John había vivido cuando niño. Estaba seguro de que era así, sin darle más vueltas al asunto.
Cuando se detuvo a pensar cómo había llegado ahí, recordó la guerra como algo muy lejano. Supuso que habría estado inconsciente por un largo tiempo. Pero ahora se sentía bien.
Había otras personas sentadas en el mismo asiento, a su lado. Todos parecían viejos conocidos, de otra época. En medio de la oscuridad, podía ver claramente el reflejo de sus rostros en el vidrio, al otro lado del vagón. Pero aunque estudiara esos rostros, no lograba recordarlos con precisión.
A su izquierda iba sentada una mujer. Era bastante joven. De algún modo, le parecía que era alguien a quien particularmente debía de recordar. La miró atentamente, procurando aclarar su mente.
No giró para contemplarla sino que, pacientemente, estudió su reflejo en el vidrio, en la oscuridad. Podía apreciar claramente cada detalle de su atuendo, además de su rostro, su sombrero y algunos adornos que vestía. Se la veía tan alegre que parecía como si la guerra no la afectara en absoluto.
En tanto apreciaba el rostro calmo y el vestido que lucía prolijo aunque parecía viejo, en su mente las cosas comenzaron a tornarse más claras y vívidas. Le pareció entonces evidente que aquel era el rostro de su madre, pero como se viera treinta años atrás, según dictaban los recuerdos y una vieja foto. Le pareció un hecho que aquella era su madre tal como había sido cuando era muy joven. Pero treinta años más tarde, ¿cómo podría saberlo? Le intrigaba el cómo poder asegurarse. No se le ocurrió pensar entonces cómo podría estar allí ella, luciendo así, como en sus viejos recuerdos.
Se sentía agobiado por tantas cosas que no quería esforzarse por pensar. Pero se sentía a la vez feliz, más feliz incluso que los hombres cuando regresaban a la comodidad del hogar.
No dejaba de mirar al reflejo de aquel rostro, en medio de la oscuridad. Eventualmente supo con seguridad que era ella.
Estaba a punto de decirle algo. ¿Ella lo estaba mirando? Se preguntó si lo estaría mirando. Giró luego su cabeza para ver su propio rostro en aquella hilera de figuras reflejadas.
Pero su reflejo no estaba ahí. No había más que oscuridad entre sus dos vecinos. Y supo entonces que estaba muerto.