No cabe duda: fueron una familia distinta. De otra manera no resulta posible explicar cómo pudieron aparecer, en la Gran Bretaña rural de principios del siglo diecinueve, tres hermanas escritoras de talento excepcional, que marcarían a fuego a la literatura inglesa y la literatura en general, en uno de los tres casos. A ese trío de brillantes (y temibles) féminas debe agregarse, además, la presencia del hermano maldito, al parecer otro talento, aunque en este caso malogrado. No cabe duda, no puede caberla: los Brontë fueron una familia especial. Charlotte, Emily, Anne. Y Branwell, claro.
La periodista argentina Laura Ramos proviene de las entrañas de la cultura urbana identificada con el rock. Su obra más conocida, Corazones en llamas (en coautoría con Cynthia Lejbowicz), en cuya recordada tapa se puede ver de izquierda a derecha a los glamorosos Fito Páez, Charly García, Gustavo Cerati y Fabiana Cantilo, es una pequeña joya. A los lectores que conocen su trayectoria acaso los sorprenda que su última obra, Infernales, implique un notorio cambio de rumbo, ya que está dedicada, precisamente, a contar vida y obra de "la hermandad Brontë", tal como Ramos la denomina. El resultado de sus esfuerzos está, por cierto, a la altura de su pasado.
Esta extraña biografía colectiva, que incluye un atípico capítulo final donde la autora explica las razones de su pasión bronteana, es el fruto de una rigurosa inmersión en un universo cerrado ―casi asfixiante―, enigmático, remoto. Ramos, tan enamorada de las obras de las hermanas como de sus vidas, viajó, caminó, preguntó. Y encontró, reveló, contó. Supo cómo hacerlo.
Una breve semblanza de las tres novelistas (aunque hayan debutado como poetas, con un libro compartido) que firmaban sus obras con seudónimo para enmascarar su identidad femenina debe partir ineludiblemente de recordar que Charlotte fue la autora de Jane Eyre, que le valió un éxito tan inmediato como rotundo; que Emily ―la de mayor, casi inmedible genio― escribió ese texto portentoso que se llama Cumbres borrascosas, y que la delicada Anne, la menos famosa del célebre trío, dejó como legado La inquilina de Wildfell Hall, una de las primeras obras literarias a las que se le puede otorgar la categoría de feminista. Detrás de ellas, como una sombra, se posa la figura del autodestructivo y alcohólico Branwell.
Desde la sombría infancia en el páramo y la muerte de dos hermanas mayores en plena adolescencia como consecuencia de las tétricas condiciones de los internados en los que fueron recluidas, hasta el temprano fallecimiento de la madre y la tortuosa relación con el padre clérigo que quedó a cargo de su crianza, llegando a los primeros intentos de publicación y el triunfo arrasador de Charlotte bajo una identidad falsa, el libro se lee como una novela en sí mismo. Tan ágil como documentado, seducirá por igual a quienes las hayan leído a fondo como a quienes ignoren por completo quiénes fueron las Brontë.
La tuberculosis, presencia constante y letal en aquella época, terminará con el talento sin límites de Emily y la delicada mirada de Anne antes de que llegaran a la treintena. Charlotte las sobrevivirá, y también a Branwell, para gozar parcialmente de las mieles de su triunfo antes de morir, también ella, de manera cruel por una enfermedad del embarazo (se había casado, como su madre, con un sacerdote).
El tiempo borró las vidas de las tres hermanas, pero no pudo ni podrá con su obra. Como un extraño testimonio del genio humano, lo que escribieron Charlotte, Anne y sobre todo la misteriosa Emily carece de fecha de vencimiento.