El público entra a la sala Arteón y se sorprende. La obra todavía no empezó pero Machín ya está sentado en el sillón, con una copa de agua al costado, saco beige, camisa blanca, en calzoncillos y medias. Aunque solo le faltan los pantalones y los zapatos, el personaje está desnudo, casi en carne viva.
“El mar de noche”, de Santiago Loza, es la historia de un hombre que perdió el amor de otro hombre y espera desesperadamente que regrese, casi como quien sufrió una picadura de serpiente y precisa el suero antiofídico para seguir viviendo.
En dos funciones a lleno total, el viernes pasado se vivió en Rosario una clase magistral de teatro a partir de una obra unipersonal que pocos actores en Argentina -uno es Luis Machín- pueden hacerla.
En un tono monocorde, mirando a la nada, con movimientos medidos, este hombre va expresando la angustia de su pérdida, mientras recuerda con nostalgia los buenos momentos que vivieron juntos y se lamenta porque quizá sea otro quien ya ocupe su lugar.
El público tarda en entrar en el clima que propone Machín a través de un personaje destruido, despersonalizado, que va recogiendo los pedazos de sí mismo. Entre el patetismo y la ternura, ese hombre se va desintegrando ante la mirada de la gente, que hace el máximo silencio para percibir hacia dónde van esas palabras, y para ver en qué pérdida propia anida la pérdida que retrata el personaje. No hay impostaciones ni grandilocuencias en la interpretación de Machín. El método que aplica aquí es “menos es más”. Cuanto menor sea el gesto, siempre en la misma posición, y casi sin moverse, será mayor el sentimiento que transmite. Para el espectador es difícil entrar en esa sintonía pero cuando lo hace, más tarde, más temprano, queda atrapado/a en la telaraña de esa angustia, que es cada vez más asfixiante. La escena final, en los últimos diez minutos de “El mar de noche”, es el punto más terrible y el más alto de la obra. Porque es el momento en que ese hombre enamorado percibe que esa persona no va a regresar a buscarlo. Y lo peor: que nunca va a volver a vivir un amor de esa intensidad. Es aquí cuando la dirección de Guillermo Cacace muestra su carta más lograda en esta puesta, como quien tiene el as de espadas reservado para la última jugada. Porque en el mismo instante en que este hombre inundado en su tristeza se va deslizando lentamente hacia el suelo en un tenso equilibrio con ese sillón ya inclinado sin que se le caiga una gota de agua de la copa que sostiene con su mano derecha, la luz comienza a ponerse cada vez más tenue. Se apaga la luz, se apaga esa vida pero antes se apagó ese amor. El público queda tan destruido como el personaje y también Machín, quien apenas reacciona con la ovación final y que ahora sí se pone de pie, al igual que la gente. Hasta parece una metáfora para una sala amenazada con el cierre, porque en ese acto todos los presentes están expresando lo mismo: el Arteón está de pie.