“Son el espíritu pérfido del rock and roll. Gladiadores metálicos en épocas de mediocres oportunistas”. Así definía la mítica revista “Revolver” a los Catupecu Machu en 1996, cuando la banda del barrio porteño de Villa Luro todavía militaba en el under y no había editado su primer disco. Muchísima historia ha pasado desde entonces. El grupo liderado por Fernando Ruiz Díaz saltó a la masividad con su tercer CD, “Cuentos decapitados” (2000), sacó chapa de “riesgo artístico” con “Cuadros dentro de cuadros” (2002) y volvió a confirmar su éxito con “El número imperfecto” (2004). Dos años después, un hecho trágico los marcó a fuego: el bajista Gabriel Ruiz Díaz, hermano de Fernando, sufrió un grave accidente de auto y perdió la movilidad de su cuerpo. Sin embargo la banda siguió, con más discos, más giras y un impulso inquebrantable.
Ahora, el combo que jugó un papel fundamental en la renovación del rock argentino de este siglo está festejando dos décadas de carrera, con una gran movida que incluyó una exposición en Buenos Aires y la edición de un box set para coleccionistas, que contiene un libro de fotos, dos CDs con rarezas y un documental de más de tres horas que relata su historia. El fin de semana pasado, el grupo que se completa con Macabre, Sebastián Cáceres y Agustín Rocino estuvo tocando en el Luna Park, en un show maratónico, y hoy se presenta, a las 22, en Club Brown (Av. Francia y Brown), como parte de la gira “El grito después”. Antes de llegar a Rosario, Fernando Ruiz Díaz charló con Escenario sobre los comienzos de la banda, el presente de su hermano Gabriel, la paternidad y la sensación de vivir al límite. “El escenario es uno de los espacios más crueles que hay”, confesó.
—Queremos que sea como el del Luna, porque fue alucinante, aunque no vamos a poder tener la cantidad de invitados que tuvimos en Buenos Aires. La preparación para el Luna y para toda la gira llevó meses. Probamos un montón de temas porque queríamos ver con cuáles realmente nos sentíamos cómodos. Volvimos a tocar “Secretos pasadizos”, que hacía años que no tocábamos, y revivimos viejas gemas del pasado como “Elevador”, “Perfectos cromosomas”, “Mil voces finas”, “Dialecto” y “Viaje del miedo”. El show es un verdadero viaje.
—¿Cómo recordás ahora los primeros años de Catupecu, cuando estaban en el under?
—Fue una época alucinante. Nosotros arrancamos y de entrada empezamos a llevar gente. Fico, el guitarrista de Massacre, siempre dice que nosotros nos pasamos el under, porque hicimos mucho under, pero los lugares se llenaban. Era una vorágine, un vórtice de energía. Lo recuerdo con mucho cariño, como algo muy cargado de situaciones, muy vital, de noches divinas, de post shows increíbles, fue algo muy groso. En la película que viene en el box set hay muchísimas imágenes de esa época.
—En ese momento, ¿tenían conciencia de que podían tener un futuro como banda de rock o lo vivían como algo pasajero?
—Nosotros estábamos muy convencidos. Lo dábamos por hecho. En una parte de la película nos preguntan: “¿Cuál es tu sueño?”. Y nosotros decimos: “El único sueño es tocar en Obras”. Y nosotros lo hicimos. No veíamos que íbamos a vivir de esto, como se dice siempre. Nosotros vivimos con esto, que es distinto. Y es lo que sucedió en estos 20 años. Nosotros hicimos lo que quisimos y cómo quisimos.
—¿Cuál creés que fue el mayor aporte de Catupecu al rock argentino de los 90 y de este siglo?
—Mucha música, una música que ya quedó en las páginas de la historia, una música que demuestra que fuimos honestos con el arte. La historia del rock argentino tiene grandes, inmensos artistas. Que estemos formando parte de esas páginas, y no sólo porque somos parte de la historia, sino porque hemos hecho cosas que están buenísimas, es genial. Humphrey Inzillo (periodista de “Rolling Stone”), que siguió toda nuestra carrera, me mandó un mensaje después del recital del Luna en el que me decía “qué canciones, qué hits”. A mí no me gusta la palabra hit, pero es muy fuerte que nuestras canciones formen parte del imaginario del rock argentino y de tantas personas, de varias generaciones. Haber hecho eso me hace sentir pleno, y me dan ganas de seguir adelante. Hay que pensar que en el medio de todo esto nosotros vivimos el accidente de Gabriel, y con Gabriel en su estado hubo toda una resignificación. Nosotros seguimos por la música, seguimos por una cuestión artística.
—Algunos periodistas dicen que la banda construyó un sonido y una estética. ¿Cómo lo ves vos?
—Yo no tengo la capacidad para analizarlo. Yo creo que la estética la construimos a través de las grandes canciones que hemos hecho, y digo grandes canciones porque miles de personas las vivieron más allá de nosotros. La estética la construimos desde el escenario y a través de la vida. Una vez Walas (el líder de Massacre) dijo en una entrevista: “Vos los ves a los Catupecu y están siempre vestidos de Catupecu” (risas). Nuestra vida y nuestro arte van de la mano. Viajamos juntos, nos vamos de vacaciones juntos. Hay algo profundo que nos pasa a los integrantes, y compartimos tanto las cosas buenas como las malas. Hacer rock es un deporte extremo, y como en todo deporte extremo podés sobrevivir o no, o te quebrás, o te pasa lo de Gaby. Hay gente que le tiene miedo a los aviones, y nosotros llegamos a tomar 12 aviones en una semana. Una vez pasó. Después del segundo Cosquín Rock salimos, bajamos en Buenos Aires y después nos fuimos a Puerto Rico. Y de ahí fuimos a Colombia y a Estados Unidos, sin parar un segundo. Eso es una carga emocional muy fuerte para el espíritu y hay mucha gente que no lo resiste. No es para cualquiera esta vida que llevamos nosotros.
—En una entrevista reciente dijiste que armar un grupo de rock es “peligroso” y que “la mayoría termina mal”. ¿No es una visión un tanto extremista?
—No, es real. El cantante de Depeche Mode, que a mí me fascina, estuvo dos veces internado con la línea parada. A Lennon lo mató un fan. Kurt Cobain se pegó un tiro. Jim Morrison... Podemos hacer un libro de autoayuda para mentirle a los padres. A mí los chicos me dicen “quiero armar un grupo de rock”, y yo les digo “pensalo dos veces”. El resultado es alucinante, sí, a mí los Doors me fascinan, pero así terminó Morrison.
—Pero también pasa en otras ramas del arte. La pulsión hacia el lado oscuro está en todas partes...
—Una vez lo hablaba con la mamá de Cerati. Ella me dijo algo que me emocionó, que una vez le dijo Gustavo: “Hacemos canciones tristes para estar felices”. Es así. Pink Floyd hace una música oscura pero te llena el corazón. Nosotros tenemos una manera extraña de ver la felicidad. Cuando yo hablo de peligroso... vivir es peligroso. Lo de mi hermano me podría haber pasado a mí. Yo he hecho cosas atroces con mi físico. Y a veces sigue pasando. Por ahí estás en un país, hiciste seis días de prensa, cuatro fechas, te tomás un avión en México, te bajás en Colombia al otro día, no dormiste y ya estás haciendo notas y al otro día estás dando un show para 100 mil personas. Eso es difícil. Aparte el escenario es uno de los espacios más crueles que hay. Vos podés estar muy mal por algo, pero si el show no estuvo increíble la gente te reputea, no tiene un cariño hacia vos como para entenderte. Esto tiene momentos de paraíso y momentos de tormenta tremenda. Pero por otro lado también es cierto que los artistas que a mí siempre me han emocionado no han tenido una vida fácil. Yo jamás he pensado en inmolarme. Pero una vez leí una nota en la que se decía que yo me inmolaba durante los shows. Es una forma de dejar todo ahí. Yo no conozco la fórmula para regular la energía. No es que doy menos en un show pensando que al otro día tengo otro. Y eso tiene su costo. Hubo momentos en que yo estaba tocando, al ritmo de un show de Catupecu, y tenía miedo de que me agarrara un pico de presión. Y pensaba “yo la quedo acá nomás”. Y ya pasaron años de eso. Sin ir más lejos me pasó durante el tercer Obras. No es solamente la cuestión del alcohol y las drogas. No, es mucho más complejo que eso. Pero no lo digo como algo trágico, si no después del accidente de Gaby no hubiésemos tocado nunca más, hubiese dicho “qué mierda esto” y me hubiese puesto a tocar la criolla en un pub para cinco personas. Y no fue así. Nosotros seguimos creciendo.
—Hace poco afirmaste que Catupecu no es un clásico, que sigue siendo una banda nueva. ¿Eso pasa porque no hay un recambio generacional en el rock argentino?
—No, hay un montón de bandas nuevas. Pero nosotros en algún sentido siempre conservamos ese espíritu real que tiene la música de rock que vino a patear el tablero, y que tiene una larga tradición en la Argentina con artistas como Sumo, Soda Stereo, Los Violadores o Luis Alberto Spinetta con su Pescado Rabioso o Almendra. No me quiero comparar con ellos, pero son todos artistas que dieron vuelta la película. Nosotros también damos vuelta todo el tiempo y por eso nos vienen a ver nuevas generaciones. Un amigo me contaba que fue a ver a Alice In Chains, una banda que le encanta, y el público era todo de 35 para arriba. Hay chicos que vienen a ver a Catupecu y que nunca lo vieron tocar a Gabriel, o que ni siquiera nos vieron con (Javier) Herrlein. Eso es algo que no se puede forzar, es algo que sucede o no sucede. Por eso digo que no somos un clásico que quedó para un gueto. Catupecu no pertenece a una época, nunca hicimos música de ahora. Nosotros fuimos contra la corriente todo el tiempo, pero no por estúpidos. Cuando pasó lo del accidente de Gaby no hicimos “Y lo que quiero es que pises sin el suelo”, hicimos “Viaje del miedo” con guitarra criolla, y la gente nos recontraputeaba por salir con una criolla. Pero bueno, eso era lo que queríamos hacer, y lo hicimos.
—¿Cómo está Gabriel ahora? ¿El está consciente de los festejos por los 20 años?
—Sí, y estuvo en el Luna Park. Imaginate que mi hija Lila (que tiene un año y seis meses) se le sube por la silla de ruedas y él la abraza, le da besos, y ella le dice “tío Gaby”. El está súper consciente, lo que pasa es que lo que le sucedió físicamente es muy grave y lleva mucho trabajo. Ahora estamos haciendo una terapia nueva, estamos avanzando, pero su estado espiritual es el mismo, se ríe igual que siempre. En el Luna Park él estaba en un lugar apartado, desde donde podía ver el escenario, y estuvo sonriendo todo el show, feliz, y se quería levantar de la silla. Sigue siendo el mismo Gabriel hijo de puta con una energía tremenda que era antes pero con este estado, estoico y firme con lo que tiene que hacer.
—¿Te cambió la paternidad? ¿Cómo lo vivís en el día a día?
—Mi hija me inyectó más energía. Sólo un estúpido no puede ver lo que es un hijo en la vida de las personas. Fue maravilloso haberme convertido en padre. Mi vida fue la muerte de mi viejo, Catupecu Machu, el accidente de Gabriel y el nacimiento de Lila. Son picos altos y extremos, es como escalar el Everest. Lila es la primera hija de la familia Catupecu. Ella baila, canta, crece entre guitarras y música. Imaginate los tíos que tiene, todos estos personajes (risas). Estamos felices con ella.