Mientras la maquinaria estatal empieza a procesar la gigantesca masa de datos recogida en el censo, la política argentina atraviesa una profunda crisis de sentido. Los relatos que alguna vez fueron sólidos se resquebrajan.
Por Mariano D'Arrigo
Mientras la maquinaria estatal empieza a procesar la gigantesca masa de datos recogida en el censo, la política argentina atraviesa una profunda crisis de sentido. Los relatos que alguna vez fueron sólidos se resquebrajan.
La gran foto grupal tomada el miércoles no sólo debería servir para planificar políticas públicas para los próximos diez años. También debería usarse para evaluar qué hicieron -y qué no- los sucesivos gobiernos para mejorar la vida de los más de 47 millones de habitantes del país.
Más de una década después del último censo, el PBI per cápita es casi calcado al de 2009, la pobreza se estacionó cómoda en el 30 por ciento de la población (y gana terreno con las sucesivas crisis) y la informalidad laboral azota a uno de cada tres trabajadores.
Tampoco la coyuntura muestra una imagen agradable. Cada dato que exhibe el gobierno del Frente de Todos tiene su contracara negativa. Por ejemplo, bajó el desempleo, pero según un relevamiento del Centro de Estudios del Trabajo y el Desarrollo (Cetyd) de la Universidad Nacional de San Martín, cuatro de cada diez trabajadores informales y cuentapropistas son pobres, y uno de cada diez empleados con trabajo en blanco tampoco cubre la canasta básica.
No es, únicamente, un problema material. Es que el cuadro que pinta el gobierno choca con las creencias y, sobre todo, las expectativas de la sociedad. Lo muestran tanto encuestadores cercanos como lejanos al peronismo.
Según el último estudio de Ricardo Rouvier, 75 por ciento de la población tiene expectativas negativas sobre la economía y 76 por ciento cree que la inflación no bajará. El índice de optimismo ciudadano que elabora todos los meses Poliarquía está en su punto más bajo desde abril de 2019. Cuatro meses después, Juntos por el Cambio se comió una paliza en las Paso y el sueño de reelección de Mauricio Macri se evaporó.
A falta de una gran narrativa que aglutine a toda la nación -algo que sólo sucede en períodos excepcionales, como una guerra o una pandemia, y por poco tiempo- quedan los relatos de cada grupo político para explicar el momento histórico, trazar un horizonte y movilizar a sus seguidores. Y también están haciendo agua.
Sin la épica que supieron construir Cristina y Macri -tanto para llegar al poder como para avanzar posiciones, o simplemente aguantar los trapos en las difíciles- Alberto Fernández sólo se preocupa por ganar tiempo, casi como un fin en sí mismo.
Con cada vez menos apoyos en el campo peronista y más en modo panelista que en rol de gobernante, Fernández logra dejar disconformes a todos. Ni se subordina, como quiere el cristinismo, ni da un golpe de autoridad, como le pide su entorno.
En este marco, la construcción de cualquier narrativa enfrenta un problema básico: la debilidad de la autoridad del líder. En un nuevo ejemplo de incontinencia verbal e improvisación, Fernández puso sobre la mesa una medida -la suba de retenciones- y un ministro, un subalterno suyo, lo desmintió.
Esta semana, el kirchnerismo aflojó el asedio a un gobierno que ya no perciben como propio y activó la cumbre peronista en Mendoza. Por ahora, son demostraciones de fuerza - o de debilidad- en la interna del Frente de Todos. Pero más allá de la nostalgia por los años dorados no aparece aún una visión de futuro para ofrecer al electorado en 2023. O, como creen los que creen que la elección del año que viene está perdida, en 2027.
También Juntos por el Cambio atraviesa una crisis de identidad. Sobre todo el PRO. Nacido como su némesis kirchnerista de las entrañas del 2001, el PRO se convirtió en parte de la oferta política instalada. Al compás de los movimientos de otras figuras políticas globales, pero también de los deslizamientos de su electorado, su fundador y su círculo político viraron de una derecha post ideológica y de aire obamista a la derecha dura de su amigo y ex socio Donald Trump.
La emergencia de Javier Milei plantea a las distintas figuras del partido amarillo una disyuntiva: ¿correrse hacia un centro cada vez más vacío o tratar de mimetizarse con el nuevo competidor?
No es casual que la cúpula del PRO haya convocado esta semana al consultor Guillermo Raffo para pedirle consejo sobre cómo frenar, o al menos amortiguar, el trayecto ascendente del diputado de La Libertad Avanza. Radicado en Brasil y conocedor de primera mano del recorrido de Jair Bolsonaro al poder, Raffo le sugirió a Macri, Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta hacer menos foco en la unidad y más en el cambio.
No será una tarea sencilla. Con sus rivales desgastados, Milei ofrece una hoja de ruta sencilla pero alineada con los vientos de la historia. Y que encuentra cada vez más adherentes en el mar de enojados contra el sistema, que frente al huracán inflacionario están dispuestos a atarse al mástil de las recetas de shock.
“El tipo mide en serio. Va a hacer un daño fuerte a las estructuras políticas”, anticipa un dirigente opositor.
Javier Milei y Patricia Bullrich, en un encuentro que tuvieron en el verano
De todos modos, Milei está lejos de tener el camino allanado. Las crisis abren oportunidades que los liderazgos políticos aprovechan, o no, en función de sus decisiones. Un ejemplo: las sociedades que se tejen en su nombre en el territorio -como con José Bonacci en Santa Fe y Ricardo Bussi en Tucumán- ya generan ruidos, tanto entre quienes quieren patrocinar su candidatura como entre sus adherentes.
Lo cierto es que la aparición de Milei cambia el formato del juego. Con la grieta a pleno, se necesitaban coaliciones grandes, cuya potencia electoral era inversamente proporcional a su funcionalidad para gobernar. Pero si la polarización se descongela, varios pueden tentarse con armar alianzas más homogéneas, y que con 30 puntos o menos puedan colarse en un balotaje.
En el socialismo se enfocan en la provincia -esta semana presentaron su proyecto de reforma constitucional y buscan recuperar centralidad política- y dicen que en el escenario nacional “la moneda está en el aire”. A un año del cierre de alianzas y la presentación de listas, ven difícil que una alternativa moderada -como la que explora el gobernador cordobés Juan Schiaretti- supere los dos dígitos.
Esto no implica que volver al escenario bipolar de 2019, cuando el Frente de Todos y Juntos por el Cambio reunieron casi el 90 por ciento de los votos. En varios laboratorios políticos imaginan una elección como la del 2003. En ese año, Carlos Menem, Néstor Kirchner, Ricardo López Murphy, Elisa Carrió y Adolfo Rodríguez Saá se ubicaron entre el 24 por ciento y el 14 por ciento de los votos.
Veinte años después de la última gran crisis, la dirigencia política tiene cada vez más datos. Lo que falta es un rumbo.