—Como sabemos, los vínculos entre la Argentina y América Latina han solido ser oscilantes y contradictorios, y eso muchas veces se traduce en la esfera literaria nacional, donde tiende a imponerse una penosa visión europeísta. Sin embargo, tu vida y tu obra se arraigan firmemente en el continente…
—Justamente acabo de regresar de Cuba. Fui invitado a dar el discurso inaugural del premio Casa de las Américas, viaje que aproveché para recabar material de uno de los intelectuales más destacados de la isla, Fernando Ortiz, creador del concepto de transculturalización y de una copiosa obra de la identidad cubana y del “afronegrismo”. Yendo a tu pregunta, lo primero que se me ocurre decir es que Argentina es parte de Latinoamérica, de modo que debería ser natural ese interés, aunque hace poco escuché decir a un escritor porteño que él se siente rioplatense y por lo tanto poco tiene que ver con un jujeño o un correntino, ni qué decir con un hondureño o venezolano. En fin, hay gente con escasa empatía que se siente ajena a lo que no está en su círculo estrecho. Cada cual es libre de mirar donde quiera, aunque muchas decisiones están digitadas por la publicidad, las modas y la idea de “Primer Mundo” que nos venden. Coincido con lo que decís sobre la visión europeísta, esa marcada indiferencia informada sobre cánones y tendencias dictados desde las metrópolis y que no pasan, salvo honrosas excepciones, que las hay, de echar mano a rótulos y simplificaciones —un ejemplo es el remanido “realismo mágico”— que reduce toda una producción vasta y compleja a una línea que parece tomada de la publicidad de una revista de avión.
—¿De dónde proviene esa profunda afinidad que tenés con Latinoamérica?
—Podría ser del exilio. Ya el tránsito hacia México —que duró cerca de seis meses por varios países, desde Perú a Guatemala, la mayoría con gobiernos militares— me conectó con mucha gente que fue solidaria conmigo. En ese viaje quedaron selladas relaciones de amistad que persisten hasta hoy. En ese modo de compartir se instalaron diálogos que me enriquecieron, diálogos que se tradujeron en intercambio, aprendizaje y convivencia. Justamente yo crecí y me formé en ese clima, lazos que se profundizaron con la hospitalidad del pueblo mexicano más el entramado de desterrados que encontré allí en los años setenta: centroamericanos, caribeños, conosureños, incluso españoles de la Guerra Civil llegados a México en 1939. Esa experiencia fue una escuela. Luego, por una causa u otra, seguí un tránsito nómada por países de la región durante años, y desde el periodismo y la literatura me fui adentrando cada vez más en la historia, la política y la cultura popular de esta parte del continente. Mucho de eso lo volqué en charlas y en cursos por distintos países; en Buenos Aires di durante dieciséis años la Cátedra de Poesía Latinoamericana en la Universidad Nacional de San Martín.
—Al mismo tiempo tu vida errante tiene un origen bien concreto, nada menos que un puerto de mar, la poderosa Bahía Blanca. ¿Cómo son tus relaciones con ese espacio natal, que aparece con frecuencia en tus poemas?
—Aquí no tengo otra salida que plagiarme porque lo dije muchas veces: el que nace en un puerto nace con el viaje puesto. Y el puerto de Ingeniero White, en Bahía, donde pasó gente como Darwin, Calfucurá, Rubén Darío, el anarquista Kurt Gustav Wilckens (vengador de los fusilamientos en la Patagonia), el poeta italiano Dino Campana, sir Francis Drake y seguramente el autor de El principito, Saint-Exupéry, fue un punto de rebeldía y de aventura. Esa tierra oyó el retumbar de los malones de Calfucurá, líder y gran estratega que organizó la Confederación de Salinas Grandes para enfrentar la denominada Conquista del Desierto. Y apenas treinta y cinco años después, en 1907, se dio allí una de las primeras matanzas obreras del país, cuando los uniformados dispararon contra trabajadores del puerto que reclamaban mejoras laborales. Habría que ver qué hilos de aquel tapiz de fábula se quedaron enredados en mi imaginación; me refiero a todo ese vértigo de emigrantes de distintas nacionalidades —pescadores, marineros, estibadores, forasteros— que deambulaban por las calles polvorientas de Ingeniero White, y seguramente me llenaron la cabeza de preguntas y dieron pie a mi poesía, y tal vez la siguen alimentando.
Raul-Gonzalez-Tunon-partido-comunista.jpg
—Si pienso en el anclaje de tu obra, en aquellos poetas que te marcaron, surgen rápidamente los nombres de los argentinos Raúl González Tuñón, Enrique Molina y Juan Gelman, los chilenos Enrique Lihn y Jorge Teillier, el nicaragüense Ernesto Cardenal, además, claro, del peruano César Vallejo. ¿Es correcta esa genealogía? Si así fuera, me gustaría que nos contaras qué te une a ellos.
—En poesía bien vale el dicho de que le debemos a cada santo una vela. Un Borges, un Neruda, un Tuñón, eran fervorosos lectores y aspiradoras de formas y estilos, lo que no se contrapone a que cada uno de ellos haya contado con “pecho propio”, como gustaba llamar a Vallejo a las voces que veía consolidadas. En el caso de las influencias literarias, las marcas son diversas, desde la perseverancia e inventiva en sus indagaciones estéticas hasta la manera de posicionarse en la vida. Porque sus obras incitan siempre a no conformarse, a ir por más, a encarar búsquedas con mayor libertad. Mi “genealogía” es extensa y el legado de cada uno difícil de advertir para mí. A Gelman lo conocí cuando yo acababa de terminar la colimba y él estaba por salir al exilio; mantuvimos un diálogo intenso durante cuatro décadas. Un hombre íntegro y un poeta fuera de serie; qué decir. A Cardenal lo presenté aquí en Rosario en 2004 en el teatro Broadway y cuando cumplió noventa años me tocó acompañarlo en un acto en el Palacio de Bellas Artes de México.
68707926.jpg
El gran poeta peruano César Vallejo.
—¿Cuál es el libro tuyo que preferís? Mi gusto personal se inclina a la etapa que podríamos llamar intermedia de tu obra, sobre todo “Los ojos del pájaro quemado”, donde creo que lográs una síntesis muy fresca de todas tus búsquedas.
—Me la ponés difícil. No quiero estar en la fila de los que, como solía decir David Viñas, se autoenternecen con lo que escriben. Podría ser Los ojos del pájaro quemado, síntesis de una etapa primera. Pero me quedo con Sordomuda, un libro que me costó mucho trabajo y que surgió durante un viaje por la isla de Chiloé. Soñé que ocupaba una mesa al fondo de un bar desierto y de pronto entraba una niña, se sentaba sobre el mostrador con las piernas colgando y me miraba fijamente. De golpe desenrollaba una lengua que casi tocaba el piso y allí, como si fuese una cinta de película, comenzaron a pasar imágenes a color en cámara rápida. Hice anotaciones en Chile, empecé a darle forma en Buenos Aires y lo terminé tres años después en Costa Rica. Tiene algo de carnaval con paso chaplinesco, algo de circo y personajes grotescos a lo Fellini, mucha ironía y pasajes de infancia (aparece mi abuelo peluquero, que luego se mudó al poema de Gelman El río). Podría leerse como un solo texto de amor a esa Sordomuda con la que “vivimos maniatados espalda con espalda” y que simboliza ese misterio que convive con uno pero que apenas vislumbramos. Como si entre la imagen que late dentro nuestro y la mano que intenta escribirla haya un puente roto. Además, el libro tiene algo de historieta poblada con personajes de mundos diversos: Karadagián, Rimbaud, Lewis Carroll, Homero Expósito.
—Sos indudable hijo de un mundo en el cual el sueño de cambiar la sociedad era habitual: pertenecés a una generación que supo enarbolar banderas revolucionarias. ¿Cómo ves el presente, tan lejano al parecer de aquellas aspiraciones tan potentes, que arraigaban en la utopía?
—En esos años la utopía, más que una aspiración encarnó en un modo de ser y de estar en el mundo. Y por supuesto, de un “hacer”. Estábamos llenos de proyectos y era común el desdoblarse en varios roles. Hace días llegaron a casa unos jóvenes cineastas que están haciendo un documental sobre el poeta Miguel Ángel Bustos secuestrado en 1976 a los treinta y cuatro años. Y hablé justamente de esto. Bustos ejemplifica esas búsquedas: poeta, pintor, periodista, traductor, viajero y militante político, tenía la obsesión del antropólogo por indagar los lazos entre el hombre y su comunidad. De ahí que como lector afiebrado y periodista tratara temas diversos como el mundo precolombino, la obra de Barrett, el hinduismo, el teatro de Sófocles o la Semana Trágica. Ahora, como decís, el mundo ha cambiado radicalmente y no para bien, lo estamos viviendo con la pandemia y la guerra en Ucrania. Lo que resulta absurdo es que por la disputa de un territorio se ponga al mundo a las puertas de una guerra nuclear, mientras se hace tan poco por evitar el anunciado colapso del medioambiente a nivel global. Con todo, no vivo aquellos años setenta con la nostalgia del resignado, sino como una elección de vida por más solidaridad y justicia social que hay que alimentar día con día, hoy más que nunca.
1316389.jpg
Ernesto Cardenal, durante una visita a Rosario.
—Para mis padres —tengo 58 años— era normal leer y hablar de poesía, como pasaba con no pocos integrantes de su generación: conocieron bien y amaron a Machado, Lorca, Alberti, Miguel Hernández, Neruda, entre otros. En los años setenta del siglo pasado se leyó mucho a Benedetti y Cardenal, por ejemplo. ¿Es verdad, como suele decirse, que eso ha cambiado drásticamente y ahora se lee poca poesía?
—Creo que se lee poco en general. Si hay algo en disputa en este tiempo que algunos estudiosos llaman poshumano, es la atención. Está esclavizada la mirada; me refiero a la libertad de ver a fondo, observar, contemplar e interpretar, concentrarse en algo que no sean los mandatos del discurso hegemónico que nos ordena consumir y vivir encerrados en el frasco del celular. En ese sentido me parece rotunda una línea del poeta cubano Eliseo Diego a modo de balance existencial: “He atendido tan intensamente como pude”. En mi caso leo cada vez más poesía, estoy convencido de que sigue siendo una especie de antídoto frente al mundo automatizado. En mi intervención hace unos días en Casa de las Américas, repetí la advertencia de la escritora polaca Olga Tokarczuk al recibir el Nobel de Literatura en 2018; dijo que las fuerzas económicas nos mueven como si fuéramos zombis y que “nuestra espiritualidad se está desvaneciendo”. Ahora, ¿la poesía se alejó de la gente o la gente se alejó de su ser interior, sus cavilaciones, sus emociones?
—Salió hace poco “Tráfico / Estiba” —compilación editada por Hemisferio Derecho, justamente una editorial bahiense— que reúne tus once libros publicados de 1974 a 2015, más un apéndice que incluye poemas que han pasado al cancionero. ¿Esta antología cierra un ciclo?
—Me ha dado mucha alegría salir en el sello Hemisferio Derecho que maneja el poeta Diego Rosake, que en diez años que lleva con su editorial ha publicado un amplio catálogo de autores, sobre todo a escritores jóvenes. Esta antología se la debo a su persistencia y afecto, ya que yo la fui aplazando por diversos motivos, hasta que le dimos un corte en 2019. Alegre también porque sale en Bahía Blanca, mi terruño, donde nunca se había publicado nada mío. Ahora, que se trate de una Suma poética no cierra ningún ciclo; la tomo como una antología mía más, aunque obviamente más completa que las anteriores y que da un panorama de lo escrito más general. De hecho estoy terminando un nuevo libro de poemas donde intensifico mis búsquedas en términos de imagen, de ritmo, de conceptos, en fin, de abordajes. Y para que el miasma de la pandemia —como vaticinó Girondo— no nos persiga con la “angustia de pez recién pecado”, sigo con varios libros en proceso; algunos ensayos críticos; incluso me animé a borronear un par de novelas cortas. Tiempo al tiempo.
Tres poemas inéditos de Jorge Boccanera
Báscula
A Camilo Retana
Los platos del balancín están en guerra.
Si uno escala un macizo el otro va hacia el fondo,
si uno elige volar el otro repta.
La balanza y sus dos brazos enemigos, ni siquiera se miran
¿Cuánto pesa el pesar?
¿Qué Dios podría aportar siquiera un gramo para el equilibrio?
Las piedras del agobio en un platillo; en el otro un gran
ramo de luz.
Y en la misma romana una bolsa de lágrimas y un sueño
por llegar.
La barra horizontal tiene dos platos, ¿trabajan?
¿para quién?
Un mosquerío de preguntas va ensuciando la sala,
al medio de la sala una mesa, al centro de la mesa una báscula,
en uno de sus platos aquelarre de sombras, hijos rotos, pirañas
a granel, costales de aire ciego.
En el extremo opuesto aguarda una bandeja.
¿Qué cosa podría dar alguna paridad entre el amor y el odio?
Hay que poner el corazón en el plato vacío.
Requisa
a Alejandra Pizarnik
Veamos tu pequeña maleta:
un ataúd de grillos,
algún pañuelo breve para acunar tus ojos arrasados.
Madriguera del viento ese pañuelo tuyo,
un pedazo de tela que aspiraba a envolver una lágrima de oro,
y apenas disimula
una pequeña sombra con remiendos de miedo.
Ahora
tus rostros ruedan
en la tierra desierta de un pañuelo.
Sueños de terracota
A Eduardo Molina y Vedia
Miles de guerreros y caballos tamaño natural enterrados en tres fosos profundos y extensos, que datan de la dinastía Qin (210 a.C), fueron descubiertos en 1974. Posteriormente continuaron los hallazgos de restos que dieron paso al Museo del Ejército de Guerreros.
Siglos y siglos en posición de firme.
Como raíces del árbol de la lealtad
custodian altivos al emperador Qin Shi Huang.
Si el soberano levantase una ceja, desataría una degollina.
Recios o delicados, según los terrones de tiempo en las manos
del alfarero
viven presos en un instante.
A ratos afilan sus espadas de barro y trafican secretos,
rescoldos en sus labios apagados.
En la noche inacabable del foso,
un coro de murmullos se arrastra como un dragón de trapo.
Las sílabas de tierra quemada preguntan, un día y otro:
¿acaso es voz de musgo la que ordena?
¿qué nos demora en la refriega?
¿quién aplaza el valor de mi brazo, de mi lanza y mi flecha?
Los guerreros de terracota sueñan que montan caballos
esmaltados,
potros vibrantes, el pecho en arrebato.
A un leve movimiento de labios de su jefe
levantan estandartes vacíos,
embisten entonando un himno ya olvidado
El guerrero es de barro
pero su sombra sigue siendo humana.