Cuando se habla de capitalismo, se suele afirmar que se trata de un sistema. Pero la idea de sistema sugiere que hay un todo coherente cuyas partes están interrelacionadas, cumpliendo una función que está en armonía con ese todo, de manera que si cambia una de las partes se produce un cambio o un desequilibrio en todo el sistema. Por el contrario, el capitalismo funciona a partir de la incoherencia. Conjuga fragmentos, partes que no se dejan integrar en un todo, que se conectan de manera azarosa. Cualquiera de esas partes puede conectarse con cualquiera de las restantes. En su seno se multiplican discursos que juntos no se pueden englobar en representaciones homogéneas. Se puede constatar en algunos programas de televisión: “Intratables”, por ejemplo. Se escuchan las voces más diversas, todas a la vez, voces críticas, voces conservadoras, voces que provienen teóricamente de universos de sentido diferentes. O con la moda, en la que proliferan los gustos cada vez más variados. Se entremezclan así las concepciones del mundo, hay discursos que vienen de tierras lejanas los gurúes de la India, discursos que vienen del pasado remoto los pueblos originarios. Hay discursos que apelan a la racionalidad para intentar ordenar el caos de sentido en el que nos dispersamos o perdemos cada día, discursos que buscan escapar de la razón, a la que se ve como una instancia opresiva. Miles de discursos que al capitalismo no le hacen daño, porque los integra y los hace funcionar, conjugándolos y sacando provecho de esa conjugación. Así es como extiende sus fronteras, de una manera esquizofrénica.
En la historia de los diferentes regímenes sociales se ha intentado codificar a los grupos sociales, sus representaciones, sus comportamientos, sus necesidades, para garantizar el orden social. En cada territorio siempre hubo un código que debía seguirse. Lo que todo régimen social siempre ha intentado evitar fueron los flujos semióticos aquellos sentidos no comprendidos, que escapan a la codificación y no se dejan inmovilizar por un código: lo innombrable. Para garantizar el orden todo tenía que tener un nombre, para que cada conducta en la vida social fuera predecible. El terror de todo régimen han sido siempre los flujos chorreando sobre él, escapando por todos lados: el diluvio.
El capitalismo no es solo un modo de producción económico. Es un régimen de gobierno y de producción de subjetividad. Las “máquinas” de producción de subjetividad tienen en cuenta la singularidad, las diferencias, los matices, toda la diversidad que nos constituye. Pareciera que podemos decir lo que pensamos, lo que queremos, vestirnos como nos plazca, y hacer con nuestras vidas lo que el deseo nos dicte. Todos seríamos diferentes, y el capitalismo integraría todas las contradicciones. Ninguna diferencia, rebeldía, comportamiento por más disruptivo que parezca lo ponen en crisis.
De manera muy sutil e imperceptible el capital ha podido intervenir nuestro deseo. Es el régimen más eficaz porque nos hace trabajar, todo el tiempo, para él, haciéndonos creer que elegimos, que somos protagonistas de nuestras vidas. Ha comprendido que el poder es más eficaz cuando más se parece a los que lo acatan, cuando menos se muestra, cuanto más seduce.
De esta forma, imperceptible, a lo largo de un período muy extendido en el tiempo, se podría decir que ha construido un sujeto funcional a él, que le permite reproducirse. Pero esta es una visión que el marxismo sostuvo durante mucho tiempo que resultó endeble. Sin la producción de sentido, que constituye la subjetividad, no habría capitalismo. Es decir, no sabemos qué fue primero. Es la trillada historia del huevo y la gallina. Tal vez los dos procesos se dieron juntos.
El capital avanza convirtiendo todo lo que toca en una mercancía. Nada puede quedar a salvo del imperio del mercado. Nada tiene sentido si no es susceptible de comprarse y venderse.
A todos convence, porque les exige algo que en principio no se puede exigir: “goza”, ese es el superyó del capitalismo. “Sé vos mismo”, “liberate”, “viví el presente”, “just do it”. ¿Quién se puede resistir a eso? Todos acatan esa norma con el mayor de los entusiasmos, militando para el capital. Es por eso que es tan difícil superar o luchar contra éste régimen. Llega un punto en el que nos sentimos solos en medio de un desierto de sentido, no sabemos por qué marchamos ni hacia dónde, nos tratamos como cosas, exprimiéndonos para extraer un goce, atravesados por un dolor difuso que no podemos localizar, y no podemos ver que lo que ya no da para más es nuestra concepción del mundo. Para salir de este laberinto hay que llegar a las raíces de nosotros mismos. Pero ¿quién se atreve a algo así? Ni siquiera los psicólogos lo saben. Creen que tienen que curar una herida individual, cuando es la sociedad la que sangra.
Era más fácil reconocerlo y luchar contra él cuando se trataba solo de la explotación de la clase obrera, o de la exclusión social. Pero el capitalismo, en su versión neoliberal, se ha extendido, se ha desbordado y ha inundado todo el campo social, llegando incluso a las máximas profundidades del sujeto (su inconsciente). Cuesta mucho imaginarlo: ya no tiene afuera. Allí donde reina la calma, allí donde todo parece funcionar como corresponde, donde no se lo ve, es donde más presente se halla. En otras palabras: se hizo realidad. Y a la realidad solo los ilusos la cuestionan, o los locos, los que no pueden salir de sus fantasías.
Pero los flujos nunca pueden detenerse totalmente, siempre al régimen algo se le escapa. Parece que en algún momento va aparecer ese torrente que puede llevarse puesto al capital. Lo esperamos, lo esperamos así como esperamos y necesitamos la vida. Nunca antes como hoy estuvo tan en boca de todos una palabra: fluir. Por momentos lo logramos, soltamos lo que tenemos apresado entre las manos, para que la vida despliegue sus alas. Arrojamos el lastre. Los escritores ya no pensamos en el sentido de lo que escribimos. Aparecen las líneas de fuga, una momentánea liberación. Los pintores se olvidan de las figuras, ellas se deforman. Surge la abstracción.
Desde el psicoanálisis hay quienes plantean la necesidad de crear una nueva sintaxis colectiva, o reconstruir un nuevo discurso que tenga coherencia, para que todos nos podamos comunicar y, en el límite, construir un nuevo pacto social. Pero hay cosas que no tienen vuelta atrás. Estamos perdidos, ya no recordamos el camino que hicimos para llegar aquí. Hay que radicalizar la fuga, para que ni siquiera el capital pueda controlarla.